La renovación cristiana es, ante todo, transformación integral. No se trata de querer volver hacia un ideal que dejamos atrás ( El paraíso perdido , del gran poeta inglés, Milton), sino de ir hacia adelante (el paraíso encontrado, de Juan, el vidente del Apocalipsis). El horizonte final de la trasformación cristiana es avanzar hacia el modelo perfecto de ser humano pleno: Jesús (Efesios 4:13). El apóstol Pablo enseña que esa trasformación implica todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo. Dice él: «No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente». Y después explica que: «Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» (Romanos 12:2-3). Es decir, que en la medida como nos vamos trasformando, vamos también comprendiendo cuál es la voluntad de Dios. Se trata de ir experimentando (así, en gerundio) la trasformación, para ir comprendiendo la voluntad del Señor. ¡Extraordinario proceso siempre continuo! Tenemos, ento
«A menudo tenemos la impresión de que la iglesia primitiva fue un período improductivo en lo que respecta a la doctrina del infierno y a la escatología en general. Después de todo, ningún concilio general trató las doctrinas escatológicas de la misma manera que se abordaron los temas trinitarios y cristológicos. Las declaraciones de fe, por su parte, prestan sólo una mínima atención a las cuestiones escatológicas. Típico de esta tendencia es el Credo de los Apóstoles , con su discurso de que Cristo viene a juzgar a los vivos y a los muertos y con su simple afirmación de creer en “la resurrección de la carne y la vida eterna”». Graham Keit[1]