El mensaje de Jesucristo, a partir del cual surge el cristianismo, fue estrictamente hablando un mensaje religioso dirigido exclusivamente a los judíos. Consistía básicamente en la llegada del Reino de Dios tan anunciado por los profetas, y tan vivo en la mentalidad apocalíptica que se había ido formado en Israel en los siglos anteriores al nacimiento de Jesús. Es sabido que la filosofía no caracterizaba precisamente a los judíos, un pueblo que había renacido de las cenizas del destierro en Babilonia en torno a la ley de Moisés. Solamente unos cuantos judíos transterrados en otros países, se interesaron positivamente por la filosofía, los llamados judíos helenistas, concretamente los afincados en tierra egipcia, con Filón de Alejandría como su cabeza más conspicua y fecunda. No que ellos buscaran la filosofía, sino que rodeados por el inmenso mar de la cultura helénica , y obligados por el reto que esta suponía para sus creencias, se acercaron a la filosofía con intención apologética: mostrar que lo que enseñaron los grandes filósofos de Grecia ya lo había enseñado antes el gran legislador de Israel, Moisés. Y no sólo eso, sino que los griegos habían copiado al hebreo.
Hemos dicho que el mensaje de Jesús fue religioso, pero estrictamente hablando, fue crítico de la religión de sus mayores, a la que acusó de formalista y lejos de la justicia divina. Su doctrina trasluce algo radicalmente nuevo, y el caso es que, aunque no se relate en los Evangelios, un buen número de judíos helenistas —en principio de habla griega, judíos de la diáspora—, se convirtieron en sus seguidores y figuran entre los primeros miembros de la comunidad cristiana de Jerusalén (Hechos 9,31 – 11,18).
Pablo, que no hace gala de helenismo, pero que ciertamente hablaba en griego, como corresponde a alguien nacido en Tarso, lejos de la madre patria Israel, se incorporó a la comunidad cristiana de Antioquía, fundada por judeocristianos helenistas, de donde partiría la misión a los gentiles, a los pueblos de cultura greco-latina que conformaban el Imperio romano, de tal modo que, en pocos años después de la muerte de Jesús en el monte Calvario de Jerusalén, Pablo predicó desde el monte Areópago de Atenas, la ciudad que gozaba del mayor prestigio en filosofía clásica, disputado en esa época por Alejandría. Pero, bueno, allí fue Pablo a predicar a Cristo y la resurrección de los muertos a un auditorio que tenía por dogma de la inmortalidad del alma y el menosprecio del cuerpo como vehículo de la misma. Los atenienses tomaron a Pablo por un charlatán (Hechos 17:16-34), hecho este que sirve a muchos para sentenciar que la misión de Pablo en Atenas fue un fracaso y que, precisamente por eso, Pablo, escaldado por la experiencia de ganarse la simpatía del auditorio filosófico mediante una aproximación menos agresiva que en el resto de sus predicaciones, le llevó a la conclusión de que “la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios” (1 Corintios 3,19), pero pasan por alto un dato relevante: “algunos creyeron, entre los cuales estaba Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris, y otros con ellos” (v. 34).
Cito este ejemplo porque es muy esclarecedor para mostrar las dos posiciones básicas que dividen a los cristianos de todos los tiempos respecto a la filosofía: aceptación o rechazo, y entre medias una amplia gama de matices. Aquellos que parten de determinados presupuestos teológicos contrarios a la filosofía, encontrarán argumentos bíblicos suficientes, aunque no convincentes, para negar cualquier tipo de acercamiento dialogante con la filosofía. En el caso concreto del protestantismo, que surge como un rechazo de la teología escolástica y la síntesis que habían alcanzado con la filosofía, el rechazo de la filosofía fue radical, absoluto. Lutero, incluso, llegó a calificar a la razón de prostituta del diablo. La “razón escolástica” habría que aclarar, pues él bien hizo usa de la razón argumentar sus doctrinas y comentarios bíblicos. La Reforma puso en el centro de su interés la pregunta “¿cómo puedo ser salvo?” (Hechos 16,30). La filosofía aquí no tenía ningún papel que jugar, sino todo lo contrario. Y así se ha mantenido.
La filosofía en busca de la fe
La Iglesia no fue en busca de la filosofía[1], bastante tenía con responder y rechazar la pseudofilosofías de los gnósticos que bien pronto se introdujeron en las primeras comunidades cristianas y persistieron en su debate durante varios siglos, poniendo en peligro el carácter y contenido de las enseñanzas evangélicas. El número de grupos, partidos, maestros y sectas de carácter gnóstico es sorprendentemente alto; basta leer el pormenorizado Tratado contra los herejes de Ireneo de Lyon para darnos cuenta de su fecundidad, debida principalmente a la división y multiplicación interna. Mientras tanto, un filósofo aquí, otro allá, se acercaron, o quizá mejor, se encontraron con la fe cristiana y quedaron impresionados y atraídos por la misma y por sus gentes. Eso es lo que ocurrió con Justino, primer filósofo cristiano y mártir[2], que un buen día, casualmente y sin pretenderlo, conoció a un anciano, que resultó ser cristiano, el cual le explicó las creencias cristianas respecto a la salvación y la ética. En la simplicidad de aquellas explicaciones del anciano encontró la respuesta de lo que llevaba buscando como filósofo entre las diversas escuelas de la época. “De este modo y por estos motivo soy yo filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador” (Diálogo con Trifón, 8). Animado por este espíritu, Justino abrió en la misma Roma, capital del Imperio, una escuela de filosofía que de tantos alumnos que atrajo, se atrajo también la envidia de un filósofo pagano que lo denunció como cristiano, y resultó en la pérdida de su cabeza. Ni en un solo momento negó su recién adquirida fe cristiana ante sus jueces y torturadores, sino que hasta el último momento la confesó, mostrando así la sinceridad y profundidad de su conversión.
Así es como la filosofía se fue abriendo camino en la Iglesia, no porque esta se lo propuso, sino porque un determinado número de pensadores se acercaron a la Iglesia para ser instruidos en su enseñanza. Quiero resaltar con esto, para los más suspicaces lo digo, que en ningún momento buscó la Iglesia amalgamar o concordar su doctrina con la filosofía para atraerse a los filósofos y académicos, sino que fueron estos los que buscaron asimilar su filosofía a la verdad evangélica y hacer que el cristianismo, que no es una filosofía, sino un camino de salvación, pudiera expresarse filosóficamente, porque tan pronto como los conceptos teológicos, Dios, hombre, creación, muerte, inmortalidad, entraron en contacto con la razón se hicieron susceptibles de ser filosóficamente pensados y analizados.
Justino adoptó una actitud positiva hacia la filosofía. Para él, esta fue para los griegos lo que la Ley de Moisés para los judíos. Esto es así porque Cristo, que es el Logos divino, es como una semilla que estaba esparcida por todos los hombres que vivieron antes de su encarnación. De ahí se deduce que los filósofos paganos llevaran una semilla del Logos. «Nosotros hemos recibido la enseñanza de que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente hemos indicado que Él es el Verbo del que todo el género humano ha participado» (Justino, I Apología, 46).
Pero no todos los filósofos conversos fueron tan positivos y generosos con la empresa filosófica. Precisamente uno de los discípulo de Justino, Taciano, despreció de plano no sólo toda la filosofía sino toda la cultura greco-romana. Para él, la multiplicidad de pareceres enfrentados que sostenían cada escuela filosófica era una prueba de lo vacuo de su saber. Sus filósofos no le merecen el menor aprecio:
“¿Qué habéis producido que merezca respeto, con vuestra filosofía? ¿Quién de entre los que pasan por los más notables estuvo exento de arrogancia? Diógenes, que con la fanfarronada de su tonel ostentaba su independencia, se comió un pulpo crudo y, atacado de un cólico murió de intemperancia; Aristipo, paseándose con un manto de púrpura, se entregaba a la disolución con apariencias de gravedad; Platón, con toda su filosofía, fue vendido por Dionisio a causa de su glotonería. Y Aristóteles, que puso neciamente límite a la providencia y definió la felicidad de las cosas de que él gustaba, adulaba muy paletamente al muchacho loco de Alejandro, quien, muy aristotélicamente por cierto, metió en una jaula a un amigo suyo por no haberle querido adorar, y lo llevaba por todas partes como a un oso un leopardo” (Discurso contra los griegos, 2-3).
Justino y Taciano muestran ya, desde el principio, la problemática relación de la fe con la filosofía, nunca exenta de críticas y enfrentamientos, que ha perdurado hasta nuestros días. La teología liberal, con Adolf von Harnack a la cabeza, popularizó la creencia de que el pensamiento cristiano, de matriz hebrea, fue corrompido por el empleo de categorías de la filosofía griega, de ahí la urgente necesidad de “deshelenizar el cristianismo”. Lo que para muchos, principalmente católicos, fue un diálogo positivo entre la fe y la razón, para otros, esencialmente protestantes, fue una traición. Hay que tener en cuenta que, en muchos aspectos, el protestantismo es una reedición del judaísmo, el cual, en su día, condenó por completo la contribución de Filón de Alejandría en particular, y del helenismo en general.
Para los reformadores protestantes del siglo XVI la corrupción del evangelio comenzó con la Iglesia papal de la Edad Media, pero Harnack, muy evangélico en este punto, retrotrajo los comienzos de esta corrupción al siglo segundo, cuando el espíritu helenístico hizo perecer el período apostólico o, para ser más precisos, el período post-apostólico. Según él, ha historia de los dogmas, de la que fue un brillante exponente, documenta la apostasía de la Iglesia respecto de sus orígenes, debido a la helenización sus doctrinas[3]. Otros muchos autores abundaron y ahondaran en esta crítica[4]. Por ejemplo, el calvinista Cornelio van Til, hizo una fuerte campaña a favor de llevar los principios de la Reforma hasta sus últimas consecuencias en el caso de la filosofía y la apologética, a la que negó hasta el diálogo, pues la razón autónoma y hasta deificada de la filosofía se encuentra bajó la maldición del pecado, tiene ojos pero no ve, a menos que primero crea en el Evangelio y se convierta. Así que no hay “puntos de contacto” entre la fe y la razón.
La crítica de Harnack y sus continuadores hace tiempo que ha sido contestada y matizada. “Los estudios en torno a esta cuestión han venido emitiendo juicios más prudentes y diferenciados. Primero, porque las conclusiones de estos nuevos estudios han desechado la existencia de una helenización global del cristianismo. La historia de la Iglesia de los primeros siglos no se puede agotar con una sola palabra. Es imposible explicar un pro- ceso histórico tan complejo con un único término […] Dentro de este nuevo clima científico, caracterizado por la puesta en práctica de métodos más ajustados, ha ido abriéndose paso la idea de que la aceptación de elementos de la cultura helenista en el seno del cristianismo ha sido, en muchos casos, un fenómeno que hay que juzgar positivamente”[5]. Así los defendió J. Ratzinger en Ratisbona: “el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no fue una simple casualidad”, sino todo lo contrario, un acto providencial que creó el mundo occidental tal como lo conocemos, y también la historia universal. “El Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento”, luego más que deshelenizar el cristianismoo, lo que se impone es una nueva helenización según las exigencias del tiempo, lo cual implica “la valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza. Este es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo”[6].
La apertura universal de la fe
Sin negar algunas influencias perniciosas helenistas que se introdujeron en el cristianismo, en términos generales podemos afirmar la fecundidad, y sabiduría, del cristianismo primitivo en relación con la cultura helénica, que lo libró de quedar reducido a un nivel de secta religiosa de carácter judío, o de una teosofía de carácter gnóstico, y que lo elevó a su nota más destacada: su catolicidad, tan patente en Ireneo de Lyon; es decir su universalización[7], tanto a nivel de grupos étnicos como de escuelas de pensamiento, lo cual constituye el genio más propio del cristianismo: su apertura universal étnica y racional, que dicho en términos de una antigua fórmula teológica desemboca en la creencia de que la fe no anula la naturaleza, sino que la perfecciona.
El cristianismo primitivo no aceptó en bloque el pensamiento filosófico sin antes no haberlo sometido a un detallado escrutinio teológico[8]. Y si en el proceso se introdujeron acríticamente conceptos y categorías ajenos al pensamiento cristiano, no fueron más númerosos ni más graves que los que han ido y van entrando en cada época y cada generación.
Para mencionar un caso referido al tema que nos ocupa, el objetivo deshelenizador de Adolf von Harnack a un propósito muy de su época en la que se buscaba la armonía del cristianismo con la razón moderna. Por eso redujo el mensaje de Cristo a una predicación de armonía y fraternidad entre los hombres, despojado de elementos filosóficos y teológicos como la fe en la divinidad de su persona y en la trinidad de Dios[9].
El cristianismo tiene una deuda con la filosofía, como en los inicios de la Iglesia, la comunidad de Jerusalén tenía una deuda pendiente con los gentiles, personificados en el centurión romano Cornelio. En aquel entonces Dios envió una señal del cielo a Pedro, una de la “columnas” de naciente cristianismo, para que cumpliera su labor de abrir la Iglesia a la gentilidad (Hechos 10); en la actualidad tenemos una señal sagrada inscrita en los Evangelios, los libros fundacionales del cristianismo, donde se nos dice que aquel que fue conocido como Jesús de Nazaret, el hijo de un carpintero, era mucho más que eso, y no porque fue el Mesías esperado por el pueblo judío, y el Señor y Salvador anhelado por los gentiles, sino porque Dios mismo hecho carne, el Logos o Sabiduría, o Razón divina, creadora y organizadora del mundo: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1,3); “por quien asimismo hizo el universo” (Hebreos 1,2); “porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Colosenses 1,16.17). Desde el momento que creemos y confesamos que todo lo que vemos fue creado, formado y sostenido por la energía de Cristo, nada de lo que nos rodea nos puede ser indiferente, y menos que nada ese ser humano que es logos, palabra, razón, sabiduría, imagen finita de la infinita imagen del Verbo. Concedamos que la razón puede haberse extraviado, muchas veces lo hace, por eso mismo el Logos se hace carne y Buen Pastor que trae al redil, no sólo a las almas perdidas, sino también las mentes extraviadas, las ideas enloquecidas, las razones tímidas y anhelantes, que en la fe encuentran su camino, su guía y su posibilidad de ir hasta el fondo más auténtico de las cosas. Si la fe es real, no menos real puede ser su razón, su ciencia, su fundamento. No en vano, a la teología preliminar, a aquella que busca los argumentos racionales de sus doctrinas, se conoce tradicionalmente como teología fundamental, teología de los fundamentos, en la cual la filosofía juega un papel imprescindible.
Así como la humanidad debe al cristianismo el concepto del valor supremo de la persona como un fin en sí misma; la importancia del amor frente al odio; la necesidad de la reconciliación frente a la enemistad; la humanidad, incluida la cristiana, debe a la filosofía el valor de logos frente al mito; la importancia de la razón clara y analítica, frente a los prejuicios tan turbios como los ídolos voraces; la necesidad de la confrontación dialéctica frente a los discursos dogmáticos cerrados al otro. La filosofía no es una entidad clausa en sí misma y enfrentada a la fe; de hecho no existe una filosofía enfrentada a la fe por naturaleza. La filosofía es una actitud, un método, una manera racional de preguntarse por el fundamento último de todo lo que existe y la naturaleza de todo ser en cuanto es. No hay filosofías ateas o creyentes. Hay ateos o creyentes que hacen filosofía, como podrían hacer teología, política o economía.
La pauta del cristiano en relación a la filosofía ya está de alguna marcada en un texto significativo del Nuevo Testamento: “Hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buena reputación; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Filipenses 4, 8). A lo que comenta Joachim Gnilka: “También en el ámbito extracristiano existen virtudes indiscutibles, honestidad, amor, heroísmo. Sería temerario y falso limitar tales virtudes a la esfera cristiana. El apóstol sabe que hay bondad en el mundo. No se avergüenza de recurrir para las instrucciones que da a sus comunidades a los códigos éticos, a los conceptos morales y a los catálogos de virtudes del mundo circundante, de los vecinos paganos. Existían en aquella época no pocos filósofos ambulantes, de ideología estoico-cínica, que enseñaban normas de vida. Pablo no cierra el oído a sus palabras”. Tampoco el creyente moderno comprometido con su fe en diálogo con la cultura actual puede cerrarse al estudio positivo de la filosofía, la ciencia, la sociología, y todas aquellas disciplinas que contribuyen a iluminar un poco más el enigma de la vida.
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[1] “El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue inmediato ni fácil. La práctica de la filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a la petición del Bautismo”, Juan Pablo II, Fides et ratio (1998), 38.
[2] Francisco García Bazán, “Justino de Roma, el primer filósofo católico”, Teología y Vida, LII (2011), 11-34. Hay versión electrónica.
[3] Pensadores y filósofos españoles que estudiaron en Alemania, como José Ortega y Gasset, aceptaron esta teoría como un hecho incuestionable.
[4] En español puede consultarse un resumen de esta controversia en Ernst Dassmann, “El Lehrbuch der Dogmengeschichte y Das Wesen des Christentums de Adolf von Harnack”, Anales de Historia de la Iglesia 13 (2004) 179-198. Hay versión electrónica.
[5] Juan Ignacio Ruíz-Aldaz, “¿Es cristiano deshelenizar el cristianismo”, Scripta Theologica 39 (2007/3) 801-828. Hay versión electrónica.
[6] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre de 2006). Hay versión electrónica.
[7] “Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma el derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al tema de la verdad. Quedaba completamente superado el carácter elitista que su búsqueda tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo”. Juan Pablo II, Fides et ratio, 38.
[8] “Ante las filosofías, los Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las diferencias que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las diferencias”. Juan Pablo II, Fides et ratio, 41.
[9] “La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con el culto sustituyéndolo con la moral”. Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre de 2006).
[10] Joachim Gnilka, Carta a los filipenses. Herder, Barcelona 1978.
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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo, Introducción a la filosofía, Historia general del cristianismo (con John Fletcher), Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.
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