La inspiración –o la gracia− suele brotar en los rincones más inesperados. La filmografía de Richard Attenborough no es particularmente brillante, pero Tierras de penumbra ( Shadowlands , 1993) constituye un pequeño milagro, con el poder de conmover y abordar los grandes temas −Dios, el amor, la muerte−, sorteando esos lugares comunes que malogran los mejores empeños. La historia de amor del polifacético Clive Staples Lewis –medievalista, profesor, académico, ensayista, crítico literario, locutor radiofónico, apologista cristiano y afamado autor de literatura infantil y juvenil− y la poetisa norteamericana Joy Gresham, diecisiete años más joven, proporcionaba un material de primer orden para recrearlo en la pantalla, pero exigía sensibilidad, inteligencia y sobriedad, pues los afectos truncados por la muerte se prestan al sentimentalismo y a la retórica. Tierras de penumbra empieza con solemnidad. Un coro infantil interpreta Veni Sancte Spiritus en la semioscuridad de la iglesia del
Un lugar abierto a la reflexión