“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, dijo Jesús (Mt 27.46) Al conocer el final de esta historia, tendemos a asumir esa declaración de Jesús en medio de su angustia como un simple grito al pasar. Como que “un par de versículos después” todo se soluciona. Como que la vida está escrita sobre un papel de antemano. Vaciamos de realidad un desahogo provocador. La confesión de una escisión. El reconocimiento del despojo, de la desolación. El quiebre de Dios mismo. Su auto-abandono. Una pérdida de sentido absoluto frente a circunstancias que se transformaron en hostiles, en pura niebla, lejos de multitudes festivas. Un sentimiento de desamparo en medio del sufrimiento, de la persecución, de la burla de aquellos/as más cercanos, a quienes diste tu día y tu noche. Un abandono que se siente traición, de los amados/as y de Dios mismo. No hay nadie en quién confiar. Solo vos, el dolor de la carne abierta y la sonrisa sarcástica de los desconocidos/as que te miran cual espectácul...
Un lugar abierto a la reflexión