El caso de Noruega
Hasta principios del siglo XX la negación del infierno en las iglesias en general era algo extraordinario y muy atrevido. Había un consenso general en admitir la doctrina del tormento eterno como parte del justo castigo del pecador impenitente. Naturalmente, había muchos pastores y sacerdotes que en su fuero interno eran escépticos e incrédulos al respeto, pero corría un dicho que resumía bien la situación: «creer en el infierno y predicarlo es de brutos, no creer y decirlo, es de necios».
Los pensadores ilustrados fueron los primeros en sembrar la duda sobre la existencia de un infierno horrendo post mortem al tiempo que criticaban socialmente la aplicación de tormento en los casos judiciales y lo condenados a pena de muerte. Por esa época se puso de manifiesto la inhumanidad de la tortura y del maltrato a los reos. Con la Ilustración filosófica y política comienza a introducirse una nueva sensibilidad en Europa, aparece una nueva conciencia a la hora de valorar los delitos y las penas correspondientes. Esta nueva mentalidad humanista necesariamente iba a repercutir en la percepción teológica cristiana que, siendo radicalmente humanista, había dejado este aspecto en un segundo plano. Así lo reconoce el teólogo calvinista Herman Bavinck, sin mucho entusiasmo por la ilustración.
«Después de la Ilustración del siglo XVIII introdujera una valoración más amable del pecado y del crimen, aboliera los instrumentos de tortura, moderase los castigos o incitase un sentimiento de humanidad en todos los ámbitos, surgió una visión muy distinta de los castigos del infierno. Muchas personas o bien alteraron su concepción de ellos o los rechazaron de plano»[1].
Disputa episcopal sobre el infierno
Hace siete décadas, a principios de 1953 se desató un acalorado debate sobre el infierno en Noruega (de confesión luterana) cuando el venerable profesor Ole Hallesby (1879-1961), hablando por el sistema de radiodifusión estatal, sorprendió a los radioyentes escandinavos con la siguiente advertencia: «¡Si no eres creyente, ten cuidado! Si colapsaras y cayeras muerto repentinamente ¡te estrellarías directamente en el infierno!».
De inmediato los periódicos noruegos se llenaron de cartas al director exigiendo que el doctor Hallesby, entonces de 74 años, fuera expulsado de la emisora por sus ideas fundamentalistas; otros, por contra, le defendieron como profeta de Dios ante un mundo descreído. Hasta la prensa estadounidense se hizo eco de la polémica, dado el número de luteranos en aquella gran nación. Las revistas denominacionales no dejaron de informar de la cuestión, dada la novedad y gravedad del caso[2].
A medida que la controversia avanzaba, un viejo oponente teológico de Hallesby, el obispo de Hamar, Kristian Schjelderup (1894-1980), de 60 años, entró en la discusión diciendo: «Me alegro de que en el día del juicio final no serán los teólogos y los príncipes de la iglesia quienes nos juzguen, sino el Hijo de hombre en persona. Y no dudo de que el amor y misericordia de Dios son más grandes que lo que deja traslucir la doctrina de las penas eternas del infierno… Para mí, la doctrina del castigo eterno del infierno no pertenece a la religión del amor».
Los partidarios de Hallesby acusaron al obispo Schjelderup de «infidelidad a sus votos de ordenación». El obispo Eivind Berggrav intentó suavizar las cosas declarando, en Kirke og Kultur, que el luteranismo no requiere una «interpretación jurídicamente literal de las confesiones históricas». El caso fue llevado al gabinete secular de la nación a través del Ministro de Asuntos Eclesiásticos, Birger Bergersen. Pero Bergersen, a su vez, pidió su opinión a los obispos y profesores de teología. Sin embargo, estaban divididos. La opinión mayoritaria fue presentada por el profesor de derecho constitucional Castberg, de la Universidad de Oslo, quien declaró que el Estado debe definir la doctrina. Luego, el gabinete respaldó al obispo Schjelderup, quien había «proscrito» o negado el tormento eterno. Esto, a su vez, llevó al obispo Eivind Berggrav, ex primado, a cuestionar la opinión del gabinete. De modo que hubo división y conflicto generalizados, que involucró tanto a teólogos como a laicos, citando prácticamente toda la Biblia cada partido. Algunas de las críticas más fuertes al obispo Schjelderup procedieron de la Facultad Libre de Oslo, donde Hallesby era profesor.
Schjelderup se negó a defenderse o a justificar su posición. Sin embargo, habló dramáticamente de sus dificultades en su diócesis, donde «círculos dirigentes de Oslo» organizaron un boicot, y pidió a la convención que, si realmente quería que dimitiera, lo dijera claramente. El obispo Ame Fjellbu respondió que sería «una catástrofe» si Schjelderup dimitiera.
A medida que la disputa crecía y se extendía por las iglesias luteranas hermanas de Suecia y Dinamarca, el Ministerio de Iglesia y Educación se vio obligado a publicar un documento de 100 páginas diseñado para resolver la cuestión. La solución no pudo ser más salomónica: ambas partes podrían tener razón. Hay «un lugar para las sombras en la interpretación de la Biblia, y la ciencia no ha encontrado ninguna visión homogénea sobre las palabras de la Biblia sobre la perdición».
Ole Hallesby
Las partes en conflicto
Ole Hallesby fue un personaje fascinante y conocido por lectores evangélicos de generaciones pasadas. Su libro sobre la oración se convirtió en un clásico de la literatura devocional, traducido y publicado en español, que se nos recomendó como lo mejor en el tema.
«El trabajo de la oración —afirma Hallesby— es un prerrequisito para cualquier otro trabajo en el reino de Dios, por la sencilla razón de que es mediante la oración que unimos a nuestra impotencia los poderes del cielo, los poderes que pueden convertir el agua en vino y remover montañas en el camino de nuestra propia vida y en la vida de los demás; los poderes que pueden despertar a los que duermen en el pecado y resucitar a los muertos; los poderes que pueden capturar fortalezas y hacer posible lo imposible»[3].
Miembro de una familia de 8 hijos, su padre era agricultor, y al mismo tiempo pastor asistente en su parroquia local, una parroquia alimentada en la tradición de Hans Nielsen Hauge (1771-1824), predicador pietista que dio origen a un gran avivamiento espiritual en Noruega[4]. Predicador popular y escritor de libros devocionales muy leídos, fue tanto un renovador de la espiritualidad como un reformador social del país. Ayudó a que grandes núcelos de la población más pobre se incorporaran a la sociedad productiva. Todavía hoy se puede ver vestigios del trabajo de Hauge entre aquellos seguidores que fundaron empresas como Møllers Tran, Lilleborg y Ekornes en Sunnmøre. Otros sectores fuertemente influenciados por los haugeanos hasta el día de hoy incluyen la industria pesquera y naviera a lo largo de la costa noruega[5]. ¿Quién dice que la espiritualidad no tiene nada que ver con la práctica social y económica?
Hallesby estudió la Universidad de Noruega en 1903; donde se enfrentó al modernismo teológico de sus profesores, entendiendo por modernismo la negación del elemento sobrenatural en el cristianismo. En medio de esa controversia Hallesby tuvo una experiencia de «conversión» que le llevó a adoptar la fe de su padre y la tradición pietista del luteranismo. Licenciado en teología, lo primero que hizo fue dedicarse a la predicación itinerante al estilo de Hauge. Poco después fue invitado a ser catedrático de Teología en la recién formada Facultad Libre de Teología de Noruega, creada como respuesta conservadora a la Universidad Estatal. También se desempeñaría como presidente de la Misión Luterana Interior, parecida a un ministerio paraeclesiástico de hoy en día. Fue uno de los fundadores principales de la Sociedad Noruega de Estudiantes Cristianos. Hallesby fue como un icono para el movimiento que quería regresar al pasado haugeano de Noruega, piadoso y trabajador.
Durante la ocupación alemana del país, Hallesby utilizó su plataforma como predicador popular para condenar públicamente a los nazis; fue arrestado y pasó los años 1943 a 1945 en un campo de concentración en Oslo.
Kristian Schjelderup
Por su parte, Kristian Schjelderup era hijo del obispo del mismo nombre. Doctorado en teología, trabajó como investigador de 1921 a 1927, buscando conciliar creencias y conocimientos del mundo moderno inspirado por Rudolf Otto, a quien había conocido durante un semestre en la Universidad de Marburgo. Viajó al lejano Oriente para estudiar hinduismo y budismo. También estudió psicoanálisis con Oskar Pfister en Zúrich y tradujo algunas obras de Sigmund Freud. En 1932, él y su hermano Harald, publicaron conjuntamente Über drei Haupttypen der religiösen Erlebnisformen und ihre psychologische Grundlage (Sobre tres tipos principales de forma de la experiencia religiosa y sus bases psicológicas). Publicó varios artículos, incluida una serie sobre los orígenes históricos del cristianismo, publicada más tarde en forma de libro: Hvem Jesus var og hvad kirken har gjørt ham til (Quién fue Jesús y qué hizo la Iglesia con él), en el que criticaba la teología liberal por su indecisión y despertó serios desacuerdos en el departamento de teología de la universidad. En 1935 publicó På vei mot hedenskapet (En el camino hacia el paganismo), criticando la política nazi alemana de nacionalismo, militarismo, racismo y antisemitismo que influyó en el movimiento religioso alemán. En 1942 fue encarcelado en el campo de concentración de Grini por los ocupantes nazis de Noruega. Poco después de la guerra fue ordenado pastor, capellán y finalmente nombrado obispo de Hamar.
El enfrentamiento, con el motivo del infierno por medio, entre Hallesby y Schjelderup fue un choque de dos gigantes de la Iglesia luterana noruega entre la tradición y la modernidad. Hoy, casi siete décadas después, continúa la misma lucha, pero con una diferencia significativa, mientras que entonces la población noruega, y la europea en general, creía mayoritariamente que después de la muerte la gente va al cielo o al infierno o al cielo, el porcentaje ha ido disminuyendo rápidamente a partir de la década de 1970. Incluso en muchas iglesias minoritarias que todavía comparten la creencia en el infierno y la perdición eterna, los pastores no suelen prodigarse sobre esos temas. El concepto de «tormento» es francamente intolerable a la sensibilidad moderna. Muchos teólogos, principalmente católicos, suelen bromear diciendo que el infierno existe, pero está vacío: «Si el infierno existe, está por estrenar» (Urs von Baltahasar).
El desafío de los números y el mensaje cristiano
Hace solo treinta años que todavía se admitía la doctrina del infierno en un porcentaje alto a un nivel popular en toda la cristiandad. En 1991 U.S. News and World Report publicó los resultados de una encuesta religiosa bajo el título «El regreso de la sobriedad al infierno». El 65% de las personas encuestadas en Estados Unidos todavía creían en la doctrina del infierno[6]. Otras cifras lo respaldan: Irlanda 50%, Irlanda del Norte 78%, Canadá 38%, Italia 36%, España 27%, Gran Bretaña 25%. En otros países europeos el porcentaje es menor, pero la creencia aún sobrevive: Francia 16%, Bélgica 15%, Países Bajos 14%, Alemania Occidental 13%, Dinamarca 8% y Suecia 7%.
Si entramos con más detalle en España, vemos que según datos de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre Religión realizada en 1998, un 23,9% de españoles está completamente convencido de la supervivencia del alma tras la muerte, mientras un 24,7% considera que «probablemente sí» existe esta posibilidad. Por el contrario, un 27% está totalmente convencido que la existencia humana finaliza con la muerte, mientras un 12,1% se decanta por esta probabilidad, pero sin tener una certeza total. Un 11,7% mantiene dudas acerca de esta cuestión.
En cuanto al cielo, un 45,7% sí cree en su existencia, de los que un 22,1% están completamente convencidos, mientras un 43,5% no lo cree, de los que un 30 por ciento también tiene total certeza de que no existe. Un 10,2% no sabe qué opinar.
En lo que se refiere al infierno, existe una mayor unanimidad. Así un 55,3% niega su existencia, de los que un 38,2% lo afirma con rotundidad. Un 23,2%, en cambio, sí cree en el fuego eterno. De ellos, un 16% está totalmente convencido de la veracidad del averno.
Todas estas opiniones se derivan de la postura de los españoles respecto a la religión y, más concretamente, de la existencia de Dios. Prácticamente la mitad de los españoles mayores de edad (45,5%) aseguran que Dios existe verdaderamente, en cambio, un 8,5% asegura categóricamente no creer en Dios. Esto fue finales del siglo pasado, cuando el 95,4 por ciento de los españoles aseguraban haber recibido una educación religiosa católica, un 3,9 por ciento no tuvo educación religiosa alguna, mientras un 0,5 por ciento fue educado en otra religión. De este grupo, un 36,4% creció en la educación musulmana; un porcentaje idéntico, como testigo de Jehová; un 18,2 por ciento, como protestante, y un 9,1 por ciento, en la iglesia de Filadelfia[7].
La situación ha cambiado significativamente desde entonces, según el estudio de Ipsos, Global Religion 2023. Creencias religiosas alrededor del mundo, en España, el 44% de la población dice creer en Dios o en una fuerza superior frente a un 32% que declara no creer en nada. Los que creen en Dios tal y como se describen en las Sagradas Escrituras se reducen a un 23%, un porcentaje similar a los que declaran creer en una fuerza superior, pero no en Dios (22%). Curiosamente, España se sitúa entre los países donde más porcentaje de la población piensa que la religión hace más mal que bien al mundo, 9 puntos más que la media global (47%)[8].
Sin duda, este es un gran desafío para los maestros de la pastoral y de la evangelización. Los más conservadores o fundamentalistas dirán que hemos llegado a esta situación precisamente porque en las iglesias se ha dejado de predicar sobre el infierno por miedo a ofender al pecador; al perderse el temor de Dios, y el castigo correspondiente a las malas acciones, crece la indiferencia a la religión y sus llamamientos a una vida honesta, justa y santa. Total, ¿para qué? Si no hay condenación, que cada cual vida como más le apetezca. Por eso, se afirma, la doctrina del infierno debe ser predicada para enfrentar al pecador con la responsabilidad que tienen sus actos y su actitud en la vida, cuya gravedad respecto a Dios y la santidad le pueden acarrear la condenación después de muerto, con consecuencias horrendas para toda la eternidad. Según esta manera de ver, es sobre el trasfondo de la perdición que se puede llevar a alguien a tomar una decisión por la salvación en Cristo.
En el lado contrario están los que aseguran que presentar por igual la revelación de la salvación y de la condenación es falsear el cristianismo.
«¡Cuánto daño se ha hecho con el infierno, culpabilidades y condenación! No hay sistema de seguridad más represivo que meter en la conciencia de la gente la posibilidad del infierno»[9].
A la salvación se llega reconociendo la propia debilidad. «Cuando soy débil es cuando soy fuerte» (2 Co 12:10) y al mismo tiempo acogemos la infinita misericordia del Señor. Posiblemente el infierno lo creamos en esta vida ¡cuántas situaciones infernales en la vida familiar, social, en las relaciones de vida comunitaria, en odios inveterados por motivos políticos, bélicos, laborales. Dios quiere que toda la humanidad se salve (1 Tim 2:3). Dios no es neutral y quiere la salvación de todos, de los angustiados, de los desesperados, de los desilusionados, de los marginados, de los desesperados, de todos aquellos que lloran y sufren por la justicia; y también de los que meten en problemas y atentan con la ley y contra su propia vida; de los renegados, de los rebeldes. El Evangelio es oferta de vida. «Yo he venido para que tengan vida, y vida en abundancia» (Jn 10:10). Dios conoce de antemano quiénes y cómo somos, por eso, como padre, espera siempre el retorno del hijo perdido; busca la oveja perdida. La iglesia tiene que enseñar, vivir y contagiar el amor de Dios, mediante el que la vida vale la pena, adquiere una dignidad inquebrantable; el cristiano tiene que mostrar amor en todas sus relaciones, haciendo ver a los heridos, humillados o disminuidos, espiritualmente hablando, que Jesucristo es digno de ser seguido, que su mensaje es lo más importante de la vida, el camino seguro que nos lleva a una vida mejor y a una muerte esperanzada, pues Jesucristo es precisamente el vivió y murió para liberar a los habitan en «valle de sombras y de muerte» (Sal 23:4).
«No anulamos el infierno, sino que apelamos a una justicia superior»
No es el miedo lo que llevo a los primeros discípulos a Jesús, sino la atracción, la singularidad de su mensaje y de su persona; su gracia: «Ni yo te condeno» (Jn 8:11), dijo a una pecadora notoria. Jesús sabía de sobra que pecador rima con perdedor, y que el primer pecador, fue al mismo tiempo el primer perdedor, queriendo ser igual a Dios, que ya lo era por semejanza, se desnaturalizó a sí mismo, y cambió la imagen de Dios por una mísera condición de muerte. El ser humano, en su lucha por triunfar e imponerse a los demás, se ha convertido en un mecanismo de discriminación y muerte, de horrores, de rencor y envida; el hermano mata al hermano; el ofendido una vez ofende setenta veces siete a cambio. Tal es la dinámica del infierno, creado por el hombre, no por Dios. El infierno es la negación del prójimo. La elección errada de lo propio contra lo de los demás; la creencia equivocado de que uno es alguien si anula al otro. De esta manera se ha creado una red, una malla tal que ha enredado a la humanidad en su propia esclavitud e infierno, creyendo ser libre y alcanzar los cielos. Solo un Dios puede liberarnos y salvarnos de nosotros mismos, de nuestra falsa libertad y de nuestro propio infierno en el que hemos caído, sin saber cómo salir de él. Por eso es el Evangelio es relevante, es necesario, es urgente: «si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Jn 8:36).
De Cristo se dice que era la vida y la luz de los hombres contra las que el poder de las tinieblas se estrellan (Jn 1:4-5), sin embargo, un poco más adelante el mismo evangelista, después de haberse elevado a lo más alto, a la esfera de la vida eterna de Cristo, bajando al polvo de la historia en la tierras, no dice que ciertamente la luz vino al mundo, pero no fue bien recibida (Jn 1:11); aquellos a quienes se dirigía aquella eterna claridad, «amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3:19). Amaron más las tinieblas es la valoración moral de una circunstancia que se da en todo tiempo y todo reino del saber humano, el rechazo de lo nuevo, de la novedad, frente a las acariciadas creencias del pasado, el prestigio de lo establecido; totalmente previsible en el mensaje radical de Jesús frente a las corrientes doctrinales de su época; por eso, Jesús, perfectamente consciente de este fenómeno, rechazado escarnecido sobre una cruz maldita, ruega al Padre que los perdone, «porque no saben lo que hacen» (Lc 23:24); lo mismo que dirá su discípulo y primer mártir de la nueva fe: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hechos 7:60). Esta manera de reaccionar, tanto del fundador del cristianismo como del primero de una gran lista de confesores cristianos, nos muestra un nuevo espíritu, una nueva manera de entender la humanidad y su malicia, producto de la ignorancia y del engaño, como ya hemos dicho, el pecador es un perdedor, y aquellos cuyas voces reclamaron la muerte de Jesús, tuvieron que presenciar la pérdida de lo que más querían.
Esto tiene muchas implicaciones pastorales y teológicas de cara a la misión, y a la doctrina que nos ocupa, la condenación de los incrédulos, de los impíos, el infierno de los que, sin saberlo, eligieron contra su propio bien. ¿Se vengará Dios de ellos, aun sabiendo que son nada, seres de hábitos, cuyo destino es tropezar? ¿No conoce Dios mejor que nadie el corazón del ser humano? ¿No ha dado Dios su Amor, su Hijo, por la salvación del mundo? ¿No es Jesucristo en su muerte el fin de la dinámica del sacrificio, como supo ver René Girard?
No podemos negar que el ser humano se merece no uno, sino mil infiernos. Por su egoísmo, por su malicia, por su falta de generosidad, por su codicia, por su envidia, por esos mil y un gestos que convierten la tierra en un verdadero infierno. El ser humano en masa hace de verdugo de los criminales de la historia, de ahí el linchamiento tan generalizado en todas las culturas. La malicia humana también se manifiesta en el deseo de hacer justicia. Es humano, demasiado humano, desear la muerte del enemigo. Hace falta todo un Dios para enseñarnos a perdonar, y qué difícil lo tiene. Jesús cuenta la parábola de un individuo a quien su señor le perdonó mucho, una deuda inconmensurable; pero él, a su vez, no fue capaz de perdonar ni la más mínima deuda (Mt 18:23-35).
El infierno existe, no hay duda, lo creamos nosotros. Nos lo creamos a nosotros mismos, y por ende, a los demás. ¡Hay tantas maneras de hacer daño, de crear el horror! Violadores, idólatras, adúlteros, ladrones, avaros, estafadores, pederastas, traficantes de personas, criminales, perjuros… Para ellos, y tantos otros, no hay lugar en el reino de Dios (cf. 1 Co 6:9-10). Son gente aborrecible y despreciable a los que todos encerraríamos en un calabozo del que no salgan nunca jamás. Pero ocurre, que a estos a quienes Dios llama mediante el Evangelio y lo introduce precisamente en el reino de Dios, como dice el apóstol a renglón seguido: «esto erais algunos de vosotros; pero fuisteis lavados, santificados, justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (cf. 1 Co 6:11). ¿No parece excesivo Dios en su perdón de gente tan corrupta?
Para nosotros, seres humanos, buenos a veces, pero no mejores que aquellos que condenamos, es duro aprender la ley del perdón divino. Quizá porque no conocemos al ser humano como Dios lo conoce. La vida de cada cual es un ovillo de necesidades y de vanidades que es difícil desmadejar. Por eso el ser humano es tan peligroso. Tan difícil de tratar. Pero la bondad de Dios es completamente diferente. Él tiene en sí mismo la fuente de su ser y beatitud y entiende a esa humanidad sometida al azar y la necesidad. Cierto que la reprende con fuerza, pero siempre por un motivo regenerador. Por lo que sabemos por la revelación magna de Dios en la persona de Jesús, él es el Dios de las sorpresas, de lo impredecible. Ya sabemos el veredicto sobre el pecado y su pena: lo clavó en la Cruz. Y sabemos también que Dios no juzga según las apariencias, sino según el corazón (1 Sm 16:7), ciertamente engañoso hasta para sí mismo, pero sin secretos para Dios (Jr 17:9). Es a ese conocimiento superior y a esa justicia inefable manifestada en Cristo a la que apelamos a la hora de hablar de la condenación eterna de los incrédulos. En la Cruz se manifestó el mayor de los crímenes, y el mayor de los perdones. Si grande es el misterio de iniquidad, mayor es la sabiduría de la gracia redentora.
H. Bavinck, Dogmática reformada, p. 990. CLIE, Barcelona 2023.
John Theodore Mueller, Theological Observer, Concordia Theological Monthly 29, 12 (1958), 141-143. Hasta el mismo teólogo católico Hans Küng, se ha eco de esta polémica para ofrecer su propia visión del tema (¿Vida eterna?, pp. 217ss. Cristiandad, Madrid 1983).
Ole Hallesby, La oracion cristiana. Casa Unida de Publicaciones, Buenos Aires 1955.
Comenzó a predicar sobre «la fe viva» en Noruega y Dinamarca después de una experiencia espiritual que creía que lo llamaba a compartir la seguridad de la salvación con otros. En ese momento, la predicación itinerante y las reuniones religiosas celebradas sin la supervisión de un pastor eran ilegales, y Hauge fue arrestado varias veces, en total fue encarcelado no menos de 14 veces entre 1794 y 1811, acusado de brujería y adulterio, y de violar la Ley del Konventikkelplakaten (Conventículo)de 1741 en una época en la que los noruegos no tenían derecho de reunión religiosa sin un ministro de la Iglesia luterana de Noruega no estaba presente.
Ola Honningdal Grytten y Truls Liland, eds., In the legacy of Hans Nielsen Hauge. Entrepreneurship in Economics, Management, Education and Politics (Bodoni Forlag, Bergen, Norway 2021); Ola Honningdal Grytten, “The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism: Entrepreneurship of the Norwegian Puritan Leader Hans Nielsen Hauge”, Review of European Studies, 5/1 (2013), pp. 31-44.
Una encuesta más reciente realizada en 2008 por el Pew Forum on Religion & Public Life, de Estados Unidos, señala que el 59% de los norteamericanos no cree ya en el infierno, lo que suponía un descenso del 12% de los que creían en el mismo en tan sólo siete años. «El escepticismo sobre el infierno está creciendo incluso en las iglesias y seminarios evangélicos, bastiones del evangelicalismo más conservador». Estas iglesias son congregaciones cristianas generalmente protestantes, caracterizadas por un énfasis en la evangelización, una experiencia personal de conversión, y la fe en la Biblia. Según explicó Mike Wittmer, profesor de Teología Sistemática del Grand Rapids Theological Seminary, «en un mundo plural, postmoderno, los estudiantes cada vez tienen más problemas para aceptar que la gente vaya al infierno para siempre porque no creen en lo correcto». https://www.tendencias21.es/Cada-vez-menos-estadounidenses-creen-en-el-infierno-segun-el-Pew-Forum_a2520.html
La mayoría de los españoles cree en el cielo, pero reniega del infierno, 31/10/2001, https://www.libertaddigital.com/sociedad/2001-10-31/la-mayoria-de-los-espanoles-cree-en-el-cielo-pero-reniega-del-infierno-49136/
El 43% de la población española se declara no religiosa, 15/5/2023, https://www.ipsos.com/es-es/two-global-religious-divides-geographic-and-generational
Tomás Muro Ugalde, Si el infierno existe, está por estrenar, https://www.feadulta.com/es/buscadoravanzado/item/11064-si-el-infierno-existe-esta-por-estrenar.HTML
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