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Adoradores - Por Juan F. Muela

«…porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren»
(Evangelio según Juan 4: 23b-24)

Ciertamente, hay muy pocas ocasiones en que Jesús hable sobre adoración y esta es sin duda su declaración más contundente al respecto y, me atrevería a decir, casi su palabra final sobre el tema.

A diferencia de cómo han cargado las tintas todas las tradiciones cristianas a lo largo de la Historia (de las sacratísimas y, a menudo, onerosas liturgias orientales a los pretenciosos y vacuos «adoradores profesionales» modernos), no deja de llamar la atención lo muy poco que Jesús habló sobre la adoración. Pareciera que casi zanjó el tema en dos o tres sentencias bastante tajantes y jamás volvió a considerarlo. Caso resuelto y pasemos a otra cosa.

No deja de ser llamativo que Jesús nunca apelara a que las masas «adoraran a Dios» ni organizara nunca con los suyos, que sepamos, ningún tipo de acto de adoración o culto. No les comunicó ningún tipo de vía o metodología mística ni les encaminó hacia un modo de vida esencialmente contemplativo. En muy raras ocasiones recibió adoración y, aunque no la rechazó expresamente, nunca la alentó ni la demandó.

Aquel que citando al profeta Oseas pedía «…misericordia quiero y no sacrificio» nos habla, sí, de un Padre que busca adoradores verdaderos y no aduladores pomposos e interesados, que de esos ya tenía -y tiene- muchos. Y poco más. Como quitándole excesiva importancia a la cuestión.

Cuando hablaba, por ejemplo, sobre la oración, que es un tema muy ligado a aquel, ponía toda la prioridad no tanto (más bien nada) en la obligación, el deber y la técnica como en la intimidad, la apertura, la sencillez, la autenticidad, la humildad y la huída de todo tipo de alarde o notoriedad pública. Para orar a Dios, para adorarle, basta con saberse ante Él con actitud humilde (que no humillante), de dependencia y gratitud, reconociéndole como lo que es, el Padre bueno que cubre nuestra indigencia, perdona nuestros pecados, actúa a nuestro favor y nos acoge. Y para eso no hay ni puede haber fórmulas. Es mucho más cuestión de ser y sintonizar que de decir o de hacer.

Jesús también abogará por desterrar de la vida de piedad todo exhibicionismo, toda grandilocuencia y toda palabrería. Quien conozca a Jesús sabe bien lo poco que le gustaban los montajes, los espectáculos y las pirotecnias multitudinarias. Siempre hará hincapié en el aspecto personal e íntimo muy por encima del público y notorio, sabedor como era de que toda exposición pública de piedad degenera fácilmente en fraude, en manipulación y en hipocresía. Y ese, desde luego, no era -ni es- el camino.

Así, nos dice, la adoración que Dios busca no es un precepto regulado a cumplir porque así Él en su derecho desea o nos demanda sino un signo, tan natural como espontáneo, de que somos sensibles a la parte más profunda de nuestro propio espíritu, de que no andamos por la vida ciegos e indiferentes, de que estamos despiertos y vivos, agradecidos y felices. Y de que esa vida, esa gratitud y esa felicidad tienen un directo responsable que es Dios mismo.

Porque comprender mejor Quién y cómo es ese Dios al que adoramos y alabamos nos hace más conscientes, más sabios y más felices porque hemos entrado nada menos que en la comprensión de la dinámica y el sentido de la vida plena.

Puede adorarse a Dios en silencio, en casa, andando por la calle, en el trabajo, en medio de la naturaleza o en muchos momentos y formas que no pueden -ni deben- ser nunca pautadas. La adoración es una actitud tan radical como personal de nuestro ser: cuerpo, espíritu y mente centrados en lo esencial y libres para expresarse.

Al pedirnos esa clase de adoración Jesús nos abre a todos sin excepción, la puerta hacia Dios de par en par y nos dice que disfrutemos de Él a manos llenas, de forma tan directa como sencilla, abriéndonos a su disponibilidad pero también ofreciéndole la nuestra: “Contamos contigo. Cuenta con nosotros”.

Cuando Jesús dijo que se debe adorar al Padre en «espíritu y en verdad», sin duda alguna se estaba refiriendo a adoptar una actitud mental plenamente consciente del maravilloso Dios que tenemos. Tener clara en nuestra mente la verdad del Dios de amor que adoramos se convertirá así en una respuesta de alabanza, gratitud y reverencia cuando invocamos su nombre y nos acercamos a Él. Adorar a Dios con esta actitud significa que al buscarle me acercaré a Él con confianza –con fe-, con un corazón vibrando de felicidad por saberme hijo Suyo. En otras palabras mi encuentro con Dios para adorarle no es un acto servil, gregario y reglamentado sino el sencillo y a la vez profundo encuentro entre dos personas que, desde lo más hondo de su espíritu, se aman.

Dos personas que, pese a todo, se aman de verdad.







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