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¿Quién vació las iglesias? 2.ª parte - Por Alfonso Ropero

 


Para la primera parte https://www.pensamientoprotestante.com/2020/12/quien-vacio-las-iglesias-1-parte-por.html

Pero esto era lo que los evangélicos se negaban a reconocer: la transformación política, económica y religiosa de la sociedad y, por tanto, la necesidad de repensar la fe en vistas a la nueva situación. Darwin, los movimientos so­cialistas, la idea del progreso, habían entrado en escena; como después lo ha­rían el psicoanálisis, el existencialismo y el secularismo ideológico. La Segunda Guerra mundial representa un giro decisivo en todos los órdenes de factores. Las Igle­sias protestantes de Europa sufrieron un revés del que desde entonces no se han recupe­rado. Algo había cambiado, y mucho. Acusar unilateralmente al liberalismo te­ológico es una falta de responsabilidad: un pecado de idolatría que no quiere someter su «imagen» de Dios, cons­truida, según se cree, de materiales directamente extraídos de la cantera bí­blica, a la «imagen» de Dios que proyecta la luz de la revelación de Dios.

Pero esto era lo que los evangélicos se negaban a reconocer: la transformación política, económica y religiosa de la sociedad y, por tanto, la necesidad de repensar la fe en vistas a la nueva situación.


Veamos algunos ejemplos tomados de la vida de las iglesias británicas para probar de un modo gráfico lo que aquí se mantiene.

En la pequeña y remota isla de Lewis, en las tierras altas de Escocia, renombrada como el punto más bendecido de Escocia en lo que se refiere a sano testimonio evangélico, todo parece marchar como siempre, desde que su nombre fuera aso­ciado al avivamiento del año 1828, cuando toda la isla fue despertada de su formalismo y superstición gracias a la predicación de Alexander Macleod. Tres denominaciones presbiterianas pro­veyeron con sus púlpitos la enseñanza religiosa en la más pura tradición refor­mada. Nada de liberalismo ni alta crítica en sus iglesias. De 1938-1939 tuvo lugar el último avivamiento del que se tiene noti­cia en Escocia. Pero Europa había entrado en gue­rra. Muchos jóvenes fueron llamados a filas. Jóvenes llenos de fe y entusiasmo, vírgenes tocante a coqueteos con el libe­ralismo o la ilustración.




La vuelta a casa fue desoladora, no habían pasado por el «virus del modernismo académico», pero traían consigo el descreimiento y la frialdad religiosa. Dejaron de asistir a las iglesias, de creer en las enseñanzas de la Biblia. ¿Qué había ocurrido? «Muchos regre­saron con un vacío espiritual en sus vi­das, confundidos y desconcertados por lo que habían visto en Europa y en otras partes.»[1] La guerra había alumbrado un nuevo mundo, un mundo de horror, soledad y desesperación. La deducción que sacará la teología posterior es que Dios murió en las trincheras europeas, en los campos de exterminio como Auschwitz, de tal modo que hoy tenemos una teología pre y post Auschwitz. Pero, incluso en este ejemplo, la teología fue a remolque de la sociedad. Se limitó a levantar acta de un hecho social: la perdida absoluta de la fe, del sentido de la vida y de la providencia divina en las trincheras, ante el fuego enemigo y los horrores de la guerra, guerra en la que saltaron por los aires las ideas de humanidad, progreso, religión, patria, solidaridad.


La deducción que sacará la teología posterior es que Dios murió en las trincheras europeas, en los campos de exterminio como Auschwitz, de tal modo que hoy tenemos una teología pre y post Auschwitz.


La notable Misión de Fe escocesa envió a sus hombres, «peregrinos», según se les conoce, a la isla de Lewis a predicar el Evangelio. Todo el mundo sabía que se trataba del viejo Evangelio, el Evangelio que les había reconfortado y ganado sus corazones en años anteriores, pero ahora muy pocos, si alguno, tenía interés en el mismo. Los intrépidos misioneros de fe, con la misma dedicación e idéntica fide­lidad doctrinal, se encuentran con las puertas cerradas allí donde antes se les abrían con generosidad y abundancia. No habían cambiado ellos, ni por efecto del liberalismo ni por la alta crítica: había cambiado la sociedad. «En la actualidad los peregrinos en Escocia e Inglaterra tienen que sembrar la semilla —si es que se les presta atención—, antes de que se pueda pensar en una cosecha”.[2] Es evidente que el acercamiento a la gente desde el Evangelio tiene que conducirse por otros cauces.

Consideremos otro caso paradigmático. Me refiero a William Lax, ministro metodista en Poplar, Londres, evangélico conservador, y que llegó a ser elegido alcalde de la ciudad. En defensa de la memoria de sus buenos años de for­mación teológica en un seminario de su denominación (1892), sale al frente de los que se sienten traumatizados por los «estragos» liberales, y les dirige estas palabras llenas de jovialidad: «Confórtese quienquiera que tema que la corrupción modernista ha afectado a nues­tros jóvenes predicadores. Los colegios son casas de evangelismo así como de estudio.»[3]
Al comenzar el siglo XX el metodismo inglés se encontraba en una especie de éxtasis espiritual: «Cristo triunfa. Res­piramos una atmósfera cargada de fer­vor. El celo y la devoción se encuen­tran en el punto máximo de acción, esperando el momento de extenderse por todas partes. Las conversiones es­tán al orden del día.» Un domingo sin conversiones era un fenómeno extraño. Los predicadores parecían estar fundi­dos con el Espíritu Santo en un mismo ser. Los llamamientos a nacer de nuevo eran irresistibles. Pero de repente, en cuestión de años, algo cambia. Las escenas de conversión ya no son tan frecuentes como antes. ¿Ha dejado el Espíritu de Dios de actuar en los corazones? se pregunta. ¿Ha sufrido la naturaleza humana una transformación tan radical? «Ciertamente —responde— algún cam­bio sutil pero tremendo ha tenido lugar en la actitud mental y la consideración del mundo por la Iglesia durante la última generación. Es tan general y tan completo que ninguna acusación gene­ral de apostasía puede colocarse en la puerta de la Iglesia. Porque nunca hubo más auténtica ansiedad que ahora entre los seguidores de Cristo de ver extendido el Reino de Dios; y cara al mundo hay una determinación cris­tiana más grande que antes.»[4]


William Lax

Las iglesias fieles contemplan que la infi­delidad avanza pese a la reduplicación de sus esfuerzos y lo genuino de su celo. El problema aparte de estar den­tro, está fuera y se precisa una nueva estrategia para darle solución. William Lax apunta a un factor que siempre ha sido el talón de Aquiles del evangelica­lismo: su fragmentación, su falta de unidad y coordinación. Su disposición y prontitud a separarse de un grupo para fundar otro nuevo por cuestiones la mayoría de las veces triviales. Este es el pecado por excelencia del evangelicalismo. Haber elevado al nivel de obli­gación cristiana lo que es a todas luces un pecado grave denunciado en las Escrituras: el cisma, el espíritu divisionario, justificado como «deber de separación», sobre la base de unos textos bíblicos desconectados de su con­texto y en abierta oposición al tenor general de la Escritura.


William Lax
Es el resul­tado: es el caos y la corrupción de la fe, tanto moral como intelectual. Este es uno de los graves problemas que se escabullen tras la pantalla de celo por causa de Dios, en cuya denuncia del liberalismo y sus efectos negati­vos se cierra los ojos a la propia apostasía, a los males internos. «Quiero ver iglesias más eficaces en Gran Bretaña —escribe Lax—. Pero no hay duda de que las iglesias van a atravesar un tiempo difícil. Vivimos en una época de agnosticismo insidioso. Las cosas materiales y mundanas reclaman la atención de las masas. Comparado con hace cuarenta años, las iglesias han perdido terreno». El problema es que trabajamos aislados, no en oposición unos a otros, ciertamente, pero apenas si hay unidad entre nosotros; estamos demasiado ocupados con nuestros asuntos priva­dos. La mayoría de nuestros esfuerzos se desperdician. Necesitamos unirnos más, cerrar filas y avanzar hombro con hombro. ¿Qué no se puede llevar a cabo con un Evangelio como el que Cristo nos ha confiado? No nos equivoquemos. Inglaterra ne­cesita a Cristo más que nunca, aun­que no sea consciente de ello. El mundo entero necesita el Agua de Vida.[5]


William Lax apunta a un factor que siempre ha sido el talón de Aquiles del evangelica­lismo: su fragmentación, su falta de unidad y coordinación. Su disposición y prontitud a separarse de un grupo para fundar otro nuevo por cuestiones la mayoría de las veces triviales. Este es el pecado por excelencia del evangelicalismo.


El evangelicalismo hace aguas no por culpa del liberalismo o modernismo, sino por su propia in­capacidad de ofrecer respuestas a la cultura, a la sociedad moderna y también por la ausencia de hombres notables entre sus filas, de personas de fe, devoción y sabiduría que, desde la Escritura y la experiencia creyente, sepan responder las pre­guntas que realmente hay que responder.

La fe cristiana vivida a conciencia, con el corazón y la mente, nunca ha sido popular ni mayoritaria. Soren Kierkegaard decía que no se encuentra un caballero cristiano a la vuelta de cada esquina. No hay que engañarse respecto al pasado y una ver­sión más o menos romántica de la histo­ria de antaño y de los grandes avivamientos espirituales pasados. En el siglo XIX había mucha religión en Europa, pero ¿cuánto cristianismo auténtico? Las igle­sias se llenaban, pero ¿por qué causa? ¿Qué atraía a los congregantes? Según un contemporáneo se iba a los cultos para disfrutar de la elocuencia del predicador. «La mayoría de los predicadores popula­res no procuraban tanto convencer como discutir un tema de un modo maestro y elocuente y pasar un “buen tiempo”».[6]

El púlpito dominaba la vida social de la era victoriana y la gente comentaba en la barbería el sermón del domingo como hoy se pueda hacer respecto al fútbol o la política. Los predicadores eran antaño el equivalente de los modernos ídolos del cine, o del deporte, o de la política. Muchos iban a «paladear» un buen ser­món, de ahí la perniciosa costumbre de cambios frecuentes de membresía eclesial en búsqueda de un lugar cómodo y de iglesias que no eran centro de comunión y servicio responsable a la comunidad y desarrollo de los dones de Dios, sino centros de predicación con una mínima expresión de vida comunitaria y cutual. Versión antigua y precedente del consumidor moderno que alegremente pasa de un supermercado a otro por el gusto de la compra. Era de esperar que cuando el nuevo mundo de la comunicación y del espectáculo se introdujera en los hogares en virtud de la técnica, la fe de muchos se enfriara y desapareciera, porque nunca la hubo. Culpar al liberalismo teológico de semejante vacío es una tontería suprema. Siempre es más cómodo y menos com­prometido sentarse en casa delante de un aparato de radio o de una televisión y elegir entre los programas el mejor.


Los predicadores eran antaño el equivalente de los modernos ídolos del cine, o del deporte, o de la política.


Los con­servadores perdieron la batalla en sus propias iglesias, delante de sus narices. Otros, que tienen a sus iglesias por más dignas y más serias, en cuanto represen­tan una tradición teológica más elabo­rada y una liturgia responsable sin técni­cas de espectáculo, pasan por alto el daño producido por las controversias en torno a las proposiciones a creer y los supuestos errores a evitar, en lugar de cuidar la comunión personal de los cre­yentes en Cristo y el pleno desarrollo de sus dones espirituales y facultades natu­rales en el arte, la ciencia y la vida pública. Es fácil culpar a los demás de nuestras propias carencias y de nuestras faltas. Piensa el pobre que el rico lo es a su costa, pero no siempre es el caso.

Muchos liberales tuvieron al menos el coraje de salir a la calle y entrar en las universidades para encontrarse con el hombre del mundo,[14] mientras que el evangelicalismo lamentaba las pérdi­das e intentaba detenerlas ensanchando aún más la sima que los alejaba del mundo de la cultura y producía más bajas todavía, cerrando fatalmente el círculo de la frustración y la impotencia. El resultado iba a ser catastrófico en todos los niveles. Dejada la cultura a su propia suerte, los hijos propios de la iglesia se iban a encontrar abandonados a su vez a su suerte, sin referencias ni puntos de apoyo en qué sostenerse, de naufragio en naufragio tan pronto entraban en contacto con el mundo moderno en las escuelas y universidades. Las iglesias creían que cerrando puertas y ventanas evitarían el veneno del liberalismo y del moder­nismo, y lo que hacían era asfixiar a sus mismos hijos y verse, por tanto, huérfano de ellos.


El evangelicalismo cayó en la trampa del sectarismo. Orgullosos de su sana doctrina, inmaculada y virgen antes, en y después de su parto dogmático, lo único que quedaba era consolarse de que «entre los pequeños grupos religiosos podemos en­contrar un puerto seguro para el evange­licalismo».[8] Semejante manera de interpretar la historia de la Iglesia cede a la tentación derrotista que ve mermada en su minoría sus prejuicios escatológi­cos sobre la inmediatez del fin del mundo como respuesta divina a la apos­tasía general de la Iglesia.


Las iglesias creían que cerrando puertas y ventanas evitarían el veneno del liberalismo y del moder­nismo, y lo que hacían era asfixiar a sus mismos hijos y verse, por tanto, huérfano de ellos.

 

Mientras tanto estas iglesias último refugio y bas­tión de la ortodoxia, se desgarran inter­namente por cuestiones mínimas y asun­tos secundarios. Incapaces de ofrecer una nueva interpretación de la doctrina, quizá por miedo a caer bajo sospecha de herejía se enredan en cuestiones domés­ticas que debilitan aún más la conciencia y el número del «remanente». De modo que se sana el cuerpo al costo de su vida, muy en sintonía con aquellos médicos sangradores de antaño. Si fuera cierta la leyenda que asegura que los liberales vaciaron las iglesias lo contrario también tendría que ser cierto, a saber, que los conservadores las llena­ron. Pero la triste realidad es que las iglesias más estrictas en su doctrina y política eclesial, como los Strict Baptist (Bautistas Estrictos), fueron los que más pérdidas experimentaron en el periodo de entreguerras (1918-1945). La vuelta a la «ortodoxia» de muchos púlpitos, de nin­gún modo supuso la vuelta de la feligre­sía, porque no era una cuestión de ortodoxia versus heterodoxia, sino de algo mucho más profundo y difícil: un cambio de mentalidad propiciado por los nuevos medios de producción, por la revolución industrial, el acceso de las masas al consumo, el avance de las ciencias en todos los campos.




Ese tipo de iglesias –refugio y puerto de la sana doctrina– comenzó a desarrollar una hostilidad abierta contra el estudio académico y a la misma labor teológica a la que se hacía culpable de todos los males. La oposición a la teología, ya en general y sin discriminar, llevó irreme­diablemente a la imperdonable supre­sión de ministros y pastores competentes al frente de las comunidades, lo que incidía negativamente en el crecimiento de las mismas. En las Iglesias Bautistas Estrictas, reducto y bastión de la «ortodoxia» calvinista, se produjo un vacío pastoral rellenado por predicadores itinerantes, que solo como medida de emergencia podía justificarse, con la consiguiente paralización de toda la vida cristiana, ya en el orden espiritual ya en el intelectual. «La ausencia de liderazgo pastoral se debe contar entre las mayores deficiencias de la época. Algunas veces diáconos obstinados, a menudo el único miembro masculino, asumía un liderazgo dictatorial... cuya ambición era aferrarse a su posición y autoridad contra el llamamiento a un pastor».[9] La casa hacía goteras por todas partes. Pero en lugar de ponerse a repararlas debidamente se permitía la indulgencia de acusar ciegamente a los seminarios teológicos de ser focos infectados por el liberalismo. «El resultado fue que, durante varias generaciones, las iglesias buscaron pastores mala­mente formados.» Muchas congrega­ciones dejaron de existir.[10]

Sobra decir que el paroxismo antili­beral, o anti lo que sea, desvía la atención de la realidad y produce un mecanismo de autodefensa costoso e inservible por cuanto el enemigo está dentro y no fuera de casa. No olvidemos la advertencia de la Escritura que dice: «Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios» (1 Pedro 4:17).
No se puede ni se debe usar el liberalismo, o cualquier otra etiqueta, como un arma arrojadiza para eliminar lo que disgusta o no se entiende. No es prudente, ni es cristiano. Usar el miedo a los errores liberales para rechazar la necesidad de ensanchar el campo de estudios teológicos, es una manera de repliegue que acaba en el sectarismo.

NOTAS
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[1] Andrew A. Woolsey, Channel of Revival, pp. 112-113, Faith Mission Press, Edimburgo 1982.
[2] Colin N. Peckham, Heritage of Revi­val, pp. 102-103. Faith Mission Press, Edimburgo 1986.
[3] Willian Lax, Lax of Poplar. His Book. The Autobiography, p. 131, Epworth Press, Londres 1937.
[4] Id, p. 150.
[5] Id, p. 225.
[6] Keri Evans, My Spiritual Pilgri­mage, p. 53. Pickring, Londres 1945.
[7] «Al no serme posible admitir que la fe sea inaceptable para la cultura y la cultura para la fe, la única alternativa posible era intentar la interpretación de los símbolos de la fe a través de las expresiones de nuestra propia cultura» Paul Tillich, Teología Sistemática, vol. III, pp. 14,15, Sígueme, Salamanca 1984.
[8] E.J. Poole-Connor, Evangelicalism in England, p. 260. Henry E. Walt-, Wortbing 1966.
[9] Allen Miller, “Up North of England Churches Then and Now”, en Grace Maga­zine, p. 8. Mayo 1995.
[10] Nigel Lacey, Grace Magazine, p. 11.


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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; Historia general del cristianismo (con John Fletcher); Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.





 

Comentarios

  1. "Si fuera cierta la leyenda que asegura que los liberales vaciaron las iglesias lo contrario también tendría que ser cierto, a saber, que los conservadores las llena­ron." Pues no será cierto en UK y Europa occidental, si excluimos el mundo pentecostal. Pero muy cierto en EEUU y resto del mundo. Usted lo ha visto más de cerca que yo D. Alfonso.

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