La formación de un mito: el modernismo, causa de la deserción de la fe
Casi desde los primeros años de mi conversión
(hace ya más de cuatro decenios) vengo reflexionando sobre el alejamiento
progresivo, en especial de la juventud, de ese camino y forma de vida enseñados
por Jesús. ¿Por qué algo tan precioso y
trascendental es rechazado tan masiva y ligeramente? En mis días de
estudiante de teología en Inglaterra escuché repetidamente una razón que casi me convence. La culpa, se decía con variados
matices pero igual contenido, es del llamado «liberalismo» o «modernismo»
teológico. Todos los males que afligen al protestantismo actual se debían a
una única causa: a la disección racionalista de las eternas verdades de la
Palabra de Dios practicada por los profesores de los seminarios liberales. Y
como estos lo ponían todo en duda, ya no se podía seguir creyendo en nada. El liberalismo echaba a pique las
antiguas e inconmovibles verdades del Evangelio. Lo que parecía historia se
calificaba de mito, las enseñanzas contenidas en la revelación eran meros
préstamos tomados del entorno cultural. Al desaparecer el elemento histórico y
sobrenatural del cristianismo, la versión liberal proponía una nueva reforma en
los conceptos y contenidos de la fe, centrados casi única y exclusivamente en
un solo credo: la Paternidad divina y la Hermandad de todos los hombres. Si es
esto lo que se predicaba desde los púlpitos, entonces era natural que la gente
perdiera el temor de Dios y el interés por la salvación eterna, y acabara por
abandonar las iglesias y el cristianismo en definitiva.
Es
incuestionable que la
Alta Crítica sometió la Biblia a una lectura imposible, los más atrevidos,
deslumbrados por la reciente ciencia de las religiones comparadas, solo veían
leyendas copiadas de Egipto o Mesopotamia. En el afán de descubrir rastros
mitológicos se llegó a equiparar los doce hijos de Jacob con los doce signos
del zodiaco. Es cierto que la relectura del cristianismo a la luz de la modernidad,
con sus parámetros de racionalidad y análisis científico, hicieron tambalear la
fe de muchos, pero de ahí a pretender
que el descreimiento generalizado de las masas y el abandono de las prácticas
religiosas se deban a esa y única causa, de corte académico, que muchas veces
no salía de los centros elitistas y casi esotéricos de algunas instituciones
teológicas, es otorgar una capacidad de cambio a las instituciones educativas
que, generalmente, no tienen. Las academias reciben más que crean. Las novedades
intelectuales y teológicas suelen ser resultados, no causas, de
transformaciones sociales, de las que ellas se hacen eco y a las que aportan el
aparato técnico de la reflexión y análisis. Son los cambios sociales los que convienen analizar con seriedad,
son ellos los que mueven, primero lenta e imperceptiblemente la historia, que
después son conceptualizados por los intelectuales, los académicos y los
especialistas.
Es decir, que las «novedades» teológicas, por más revolucionarias que parezcan
al reducido círculo de los dedicados a ellas, son más "actas
notariales" de situaciones de hecho que agentes de cambio. Son el síntoma
intelectual de una transformación social ya hecha realidad, no generan cambios
de mentalidad o actitudes, solo dan
cuenta de ellas y tratan de reflexionarlas a la luz de la fe. Las raíces de
los cambios hay que buscarlas en una serie de factores políticos y económicos
que poco a poco van cambiando la sociedad de un modo irreversible. De repente parece que cambian las formas de
ver la vida, de actuar y hasta de sentir. Los síntomas más manifiestos son
las barreras generacionales, la extrañeza que una generación experimenta
respecto a otra.
Por eso, y dicho desde el principio y sin rodeos, me parece irresponsable y casi suicida señalar al «modernismo» teológico como la causa de la incredulidad y de la indiferencia religiosa. Seguir repitiéndolo con ciega insistencia por el espacio de un siglo solo contribuye a empeorar las cosas. Es un caso semejante a aquellos que, desde otro bando, pontificaban que todos los males de la sociedad moderna, a saber, la secularización de la política, la negación del dogma, el rechazo de la autoridad, el terror provocado por la revolución francesa y el endiosamiento de la razón, se debían a la ruptura de la Iglesia producida por el monje rebelde Lutero en el siglo XVI. Temo mucho que, desgraciadamente, los hijos de la Reforma han asumido y hecho suyo el mismo espíritu reaccionario que sus padres tuvieron que confrontar y refutar. Pero en este mundo mediocre y sin interés por comprender la realidad en su totalidad, siempre es más sencillo lamentarse y buscar «chivos expiatorios» que encarar la verdad con realismo, honestidad y rigor.
Por eso, y dicho desde el principio y sin rodeos, me parece irresponsable y casi suicida señalar al «modernismo» teológico como la causa de la incredulidad y de la indiferencia religiosa. Seguir repitiéndolo con ciega insistencia por el espacio de un siglo solo contribuye a empeorar las cosas.
El debate que planteamos en este escrito no se trata de una mera cuestión de
pura teoría, de bizantinismo académico, es algo mucho más serio y más grave,
nos afecta «cristianamente», pues pone en cuestión nuestro sistema educativo,
nuestra pastoral y nuestra misión en la sociedad actual.
Y lo primero que hay que averiguar no es quién se equivoca o se ha equivocado
para cargarle la culpa de la miseria de nuestros días; la cuestión primera es
una puesta en práctica de lo que aprendemos en ética evangélica aplicado al
análisis de nuestro mundo, que Cristo viene primero que todo a salvar y no a
condenar, y esto en todos los órdenes de la vida, la vida intelectual incluida.
Recurrir al «modernismo» como un fácil expediente explicativo de todos nuestros
males, no es solo un acto de ignorancia,
sino de culpable pereza intelectual, que se contenta con lo más fácil en
lugar de perseguir lo mejor y más correcto. El error en la emisión de juicios
causa daños a todas las partes, no soluciona nada, y, por si fuera poco, nos
deja en una peor situación que la anterior, frustrados y enfrentados unos a
otros, dando palos de ciego.
¿Qué se entiende por modernismo, o por
liberalismo, o por como quiera llamarse cualquier intento de expresar la fe
en un lenguaje diferente al tradicional? ¿Qué adelantamos con arrastrar un
trauma de nuestros padres, cuya realidad que lo produjo ha dejado de existir? La tentación demoníaca consiste en atribuir
a otros las causas de nuestros propios males, de evitar así el examen y
reflexión sobre nosotros mismos y el juicio de Dios que nos interpela a preguntarnos
sobre nuestros propios caminos, a abrir las ventanas para que entre la luz
antes de fijarnos en la mota de polvo en el cristal ajeno.
Que las iglesias evangélicas europeas se encuentran en un estado de decadencia
numérica nadie lo duda. Pero que la causa de esa desertización cristiana en
nuestro continente se deba esencial y principalmente a los nuevos métodos
interpretativos y analíticos de la llamada teología liberal es una cuestión
abierta al debate. Debate sobre cuestiones académicas pero no académico. Sería
una pérdida de tiempo imperdonable enredarnos aquí en frívolas cuestiones de
erudición histórica y de hermenéutica. No se trata de eso, sino de algo mucho
más práctico. Y más vital. Es una cuestión ineludible de enorme trascendencia
para el presente y futuro de nuestras iglesias.
Me permito hacer una distinción previa
entre evangélicos y «evangelicalismo», y protestantes y «protestantismo»,
ya que es entre los primeros que surge principalmente la polémica
antimodernista. No solo se origina en ellos, sino que se mantiene a lo largo
de los años con el mismo vigor con que se inició, pese al tremendo cambio de
situación y significación de la escena mundial y eclesial. Por evangelicalismo quiero significar
esa expresión del cristianismo que carga toda la fuerza de su acento en la
experiencia de conversión o nuevo nacimiento, que acepta de buena fe en un
credo simple y dogmático sacado de una interpretación literalista de la
Biblia. Respecto al mundo exterior, manifiesta evidentes muestras de
impaciencia hacia la cultura y todo lo que tiene que ver con la sociedad
secular, sea política, economía o arte. Su génesis histórica la podríamos fijar
en el siglo XVIII con los avivamientos de Whitefield y Wesley, aunque su origen
es la Reforma misma. Es una versión del cristianismo reducida a sus elementos
más mínimos y simples. El
protestantismo, por contra, parte también de la importancia de experiencia
del nuevo nacimiento, por la que el creyente sabe por fe que Dios le perdona
y le declara justo, pero en ningún modo rechaza todo lo bueno, todo lo
positivo, todo lo relevante que pueda aportar la cultura secular, la academia y
las ciencias. No es antiintelectualista, aunque sí crítico de la cultura, por
amor a la misma, y siempre en nombre de la verdad evangélica y en espíritu de
amor y respeto.
Me permito hacer una distinción previa entre evangélicos y «evangelicalismo», y protestantes y «protestantismo», ya que es entre los primeros que surge principalmente la polémica antimodernista. No solo se origina en ellos, sino que se mantiene a lo largo de los años con el mismo vigor con que se inició, pese al tremendo cambio de situación y significación de la escena mundial y eclesial.
I. Kant
Y el «liberalismo», ¿qué es el
liberalismo? Bueno, simplificando bastante, el liberalismo teológico representa
ese movimiento, o estado de ánimo intelectual, que surge del encontronazo con
el nuevo tipo «ilustrado» de pensar que rechaza lo divino-sobrenatural y, en
concreto, el recurso a la autoridad de la tradición —eclesial, bíblica, social—
para dirimir asuntos del conocimiento y que se acoge a la autonomía de la
razón ilustrada por la filosofía y la ciencia modernas. Kant lo expresó con concisión:
«Atrévete a hacer uso de la razón.» Este es el lema y el programa que marca un
cambio revolucionario en el pensamiento y en la actitud occidental. Los hombres
de la Ilustración recurren a la autoridad
última y definitiva de la razón para pasar revista crítica a las creencias
recibidas mediante la autoridad bíblica o eclesial y declaran nulas e inservibles
todas aquellas que no puedan pasar el riguroso examen de la razón. Los
teólogos que responden al desafío de la Ilustración desde el interior de sus
premisas lógicas y racionales son los
teólogos liberales. Inglaterra amortiguará el impacto del nuevo pensamiento
ilustrado gracias al avivamiento evangélico de Whitefield y los Wesleys, que
transforma la sociedad en gran medida, y que comunica a la fe un celo irrefrenable,
cifrado en la formación de sociedades misioneras y la creación de sociedades
filantrópicas de todo tipo. Este tipo de cristianismo se podrá permitir el lujo
de ignorar durante un siglo el cambio revolucionario producido en la cultura
por la filosofía ilustrada, pese a que las ideas antitrinitarias y deístas se
habían infiltrado en buen número de ministros presbiterianos y anglicanos.
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I. Kant |
Alemania, por contra, después de su retraso cultural provocado por las guerras de religión, se levanta hacia la cumbre de la filosofía europea, con pensadores de primer rango como Kant, Fichte, Hegel, Herder. Kant había sido educado en un pietismo riguroso, pero no muy ineficaz. La teología, como estudio y repuesta humana a la autorevelación divina, no pudo vivir de espaldas al tremendo y siempre nuevo desafío cultural y dio lugar a nuevas versiones de la fe de corte decididamente liberal; es decir, apartándose sensiblemente de la interpretación tradicional recibida en los Credos y Confesiones de fe de la Iglesia. Con el descubrimiento de ese nuevo método de entender la realidad, la Biblia y al hombre mismo, se cometieron muchos excesos y provocaron la reacción de muchos evangélicos que tendrán a Alemania por cuna del liberalismo y «apostasía» de la fe.
No hace tanto que Carl E. Braaten, uno de los teólogos luteranos más destacados en la escena estadounidense, se preguntaba por qué colegas tan importantes como Jaroslav Pelikan, Robert Wilken, Jay Rochelle, Bruce Marshall, Reinhard Huetter y Mickey Mattox, abandonan el luteranismo para unirse a otras iglesias. Y señalaba una causa: “el atolladero que algunos han llamado el Protestantismo Liberal”. ¿Qué se entiende aquí por Protestantismo Liberal? Según Braaten es una “piedad vacía”. La iglesia convertida en una especie de club de clase media y personas mayores en un ambiente de incredulidad general y nulo testimonio. De ser así, el problema habría que buscarlo más en el “corazón” que en la cabeza, y afecta más a la práctica que a la teoría. ¿Por qué no hablar simple y llanamente de Escepticismo? Pues es de escepticismo y no de liberalismo de lo que se trata. Es el escepticismo el que se viste de liberalismo para justificarse a sí mismo, pero creo que son cosas bien distintas. Nuestros discursos siguen a nuestros hechos.
Sin embargo, el evangelicalismo no se para en distingos, para él todos son iguales; los que estudian con rigor y ciencia la Biblia, que los que niegan su autoridad; los que viven de una forma consecuente con su fe, que los son indiferentes a la misma. Enemigo de lo que ignora, culpa y rechaza a las academias y seminarios teológicos.
¿Qué se entiende aquí por Protestantismo Liberal? Según Braaten es una “piedad vacía”. La iglesia convertida en una especie de club de clase media y personas mayores en un ambiente de incredulidad general y nulo testimonio. De ser así, el problema habría que buscarlo más en el “corazón” que en la cabeza, y afecta más a la práctica que a la teoría. ¿Por qué no hablar simple y llanamente de Escepticismo?
Es cierto que en las grandes tradiciones protestantes muchos viven su fe de
modo problemático. Se sienten perplejos, la fe sencilla declina por todas
partes, aumenta el ateísmo y la indiferencia. Por eso, los más tradicionalistas
—o quizá más comprometidos— llaman a un decidido retorno a los fundamentos, a
los viejos y seguros caminos de antaño frente a las novedades apóstatas del
modernismo. Los liberales se defienden
acusando a su vez a los tradicionalistas de no haber sabido adaptarse a los
nuevos tiempos.[1] Si en lugar de haber reaccionado negativamente, con
condenas –la mayoría de las veces de parte de una minoría ruidosa- se hubiera
continuado en la línea de la comprensión y el compromiso con la verdad del
Evangelio según la Escritura, seguros de que su garantía última reside en Dios
y no en la débil defensa humana se habrían evitado muchas rupturas y derroche
de energías, que era necesario haber empleado en otros frentes. Muchos pastores
y líderes cristianos de fines del siglo XIX y comienzos del XX «optaron» por la
«solución modernista» para detener el éxodo de los fieles hacia el mundo, que
se venía produciendo desde hacía, por lo menos, un siglo; éxodo que ellos no
habían provocado con sus prédicas «novedosas», sino que ya estaba ahí, dado por
la nueva situación económica de la sociedad industrial, la que les provoca a
ellos a intentar detener la hemorragia de fugas desde una perspectiva
cristiana, pero relev
ante, acorde a la exigencia de los nuevos tiempos. En su versión más noble y original el
liberalismo fue un intento de devolver a la fe su relevancia ética,
espiritual y cultural, en medio de una sociedad que había llegado a creer que
Dios no ofrecía ninguna salvación digna de ser aceptada.[2]

Juzgada por su intención antes que por sus resultados, la teología liberal fue un esfuerzo tremendo, aunque errático, por ofrecer una respuesta a la Ilustración y a la cultura que esta alumbró.
El fallo esencial del liberalismo, dicho no por sus detractores, fue la pérdida del sentido de lo sagrado, de la potencia divina, que aún sigue tarando mucho del pensamiento protestante. Mircea Eliade, refiere en su diario cómo el protestantismo liberal prefiere «un simple hombre y una serie de hechos históricos». Los teólogos protestantes se avergüenzan de Dios»,[3] pero todo esto y las críticas y reflexiones que podríamos hacer al respecto, no quita el coraje y el valor que representa estudiar de nuevo la Escritura y repensar la propia comprensión de la misma a una luz diferente. La experiencia moderna ilustrada aportó datos irrefutables que no se podían ignorar. «Si son reales, lo que se impone es “verlos”, dejando que cuestionen nuestra concepción de Dios, para que la modifiquemos en lo que sea necesario. No se trata de modificar la fe en Dios, y mucho menos de modificar a Dios. Repitamos: Se trata sólo de modificar nuestras ideas acerca de Dios, nuestra imagen de Dios. Igual que no se trataba de negar que la Biblia sea Palabra inspirada, portadora de revelación, sino de revisar nuestra concepción de lo que son la inspiración y la revelación.»[4] «Resistirse sistemáticamente a toda crítica puede parecer celo por la gloria de Dios, pero, de ordinario, indica el narcisismo de quien no quiere renunciar a las propias concepciones y la inseguridad de quien no se atreve a abrirse al proceso inacabable de “dejar a Dios ser Dios”, exponiéndose a que, una detrás de otra, se le vayan rompiendo sus imágenes.»[5]
Hasta el día presente los resultados de la teología liberal y de la alta crítica se siguen aduciendo como causas directas de la destrucción de la autoridad bíblica como Palabra de Dios y del gran crimen perpetrado contra la Iglesia y el mundo.[6] «El liberalismo no es cristianismo», decía J. G. Machen en los años veinte del siglo XX, es otra religión, es puro paganismo. Las Iglesias protestantes se dividen, se denigran los seminarios de teología como aulas de impiedad e incredulidad. Se fundan colegios bíblicos con la intención de anular los manuales de teología moderna y poner en su lugar única y exclusivamente la Sagrada Escritura. Al futuro candidato al ministerio evangélico le bastará un conocimiento básico y conservador de la Biblia, y, si es posible, con un gran acopio de citas de memoria. Otros, hasta abandonan los colegios bíblicos, como A.W. Pink, y se bastan a sí mismos con la sola Biblia y sus propias luces y recursos.
El evangelicalismo y su progenie han resultado expertos en controversias y divisiones que, empezando con los liberales, continuó con los propios compañeros de campaña antimoderna y terminó en una guerra de todos contra todos, buscando cada cual por su cuenta ser más fiel a los «fundamentos» del Evangelio que el resto. Es una ley universal, fatal: la sospecha y la suspicacia desplazan la confianza; materializan sus propios temores. Una escatología triunfalista da lugar a otra derrotista. En este ambiente, lo único que se espera es la inmediata Segunda Venida de Cristo como solución infalible a tanta impiedad y apostasía. No se advierte que ese espíritu de polémica es culpable directo de la debilitación de la fe en medio de la sociedad. Según el Dr. Stewart Lawton, un observador de la Inglaterra de 1650 probablemente no hubiera concebido una alternativa viable al calvinismo como forma futura de la religión, hasta tal punto estaba arraigado el calvinismo en los púlpitos y en las universidades. Sin embargo, en menos de la mitad de un siglo, esa teología iba a desaparecer de la escena pública, junto a buen número de grupos y partidos. «Hubo muchos motivos para este notable giro de acontecimientos, pero uno de ellos fue sin lugar a duda que la gente se cansó de tantas controversias sobre temas como la predestinación.»[7]
Hoy la historia se repite y cuando el evangelicalismo parecía que iba a ganarlo todo —en lo que se refiere a la escena norteamericana— lo pierde por discusiones bizantinas que no guardan relación con los intereses en juego en la sociedad moderna. Polémicas irritantes que neutralizan el pensamiento y suicidan los mejores espíritus del evangelicalismo, que se marchan o mueren aislados; a lo que hay que añadir los escándalos y la corrupción debida a tanto espíritu de superficialidad y ordinariez mental, espiritual y doctrinal.
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C. Spurgeon |
La Inglaterra victoriana del siglo XIX reunía todas las condiciones para presenciar el triunfo evangélico en la nación. Las iglesias británicas, aún a principios de siglo XIX, vivían de las rentas de los avivamientos del siglo anterior. La manera evangélica de ser era una forma encomiable en la sociedad de la época. Las llamadas iglesias “no conformistas” (ajenas a lazos con el Estado y la Iglesia anglicana), crecían en número, en poder y en influencia, con colegios y academias de prestigio. Muchos políticos acudían puntualmente a los sermones dominicales de los grandes predicadores evangélicos. Pero, al final de la centuria, cuando se cierra el siglo y se entra en el XX, la mayoría de la población pasa de ser una de la más religiosa a la más indiferente. Es por esa época cuando la teología alemana y la alta crítica comienzan a introducirse en los seminarios teológicos británicos, tanto estatales como independientes. Cunde la voz de alarma. Se buscan culpables. Se señalan las “nuevas ideas” venidas del continente. Charles H. Spurgeon, creyendo que el modernismo se había infiltrado en las iglesias de la Unión Bautista se sale de la misma. Es el período de la Downgrade, que anticipa las controversias que el evangelicalismo va a sostener contra el liberalismo, y se atribuye a Spurgeon un don profético, pues, aunque él se equivocó en este punto, y se quedó solo, sin nadie, depresivo hasta su muerte prematura. Pero quienes le ensalzan como un héroe de la verdad conceden que, si bien es cierto que en sus días aún no se había introducido la «apostasía» en los seminarios, como él pensaba, ya estaban en germen las semillas que llevarían a la apostasía y que él supo ver con anticipación. Sin embargo, lo único cierto es que el gran predicador londinense se precipitó en su ruptura y sirvió de justificación a muchos otros que vendrían tras él. Él puso la semilla de la discordia y de la sospecha y, si en rigor, esa semilla ya estaba ahí, él la plantó y le dio alas. Todavía hoy muchos se amparan en el precedente de Spurgeon para justificar sus divisiones. Mediante semejantes acciones el mundo evangélico iba a verse mermado y minado por fisuras internas, incapaces de comprender que la atmósfera espiritual de los tiempos había cambiado y, por tanto, ineficaz a la hora de hacerle frente, de presentar una alternativa de existencia humana a la luz de la Palabra de Dios.
Continuará.
Notas:
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[1] “The question has been asked whether the Evangelical Modernist view of the relation of Christian faith to truth and to history, and in particular the Evangelical Modernist view of Jesus Christ, can furnish forth a Gospel for sinful and suffering humanity. A negative answer to this question is confidently given in many quarters. Yet a candid survey of the facts does not bear out this negative. The prevalent neglect of public worship and the rampant paganism of our time are often adduced as the obvious results of our having strayet from the right path. But the evils might with just as much show reason be laid at the door of traditionalism, as the inevitable result of traditionalists having failed to move with the times” (Dr. Cecil John Cadoux, Mackennal Professor of Church History and Vice-Principal at Mansfield College, Oxford. The Case for evangelical Modernism, p, 173. Hodder and Stoughton, Londres 1938).
[2] "Una de las razones de la pérdida de fe religiosa en la sociedad occidental contemporánea puede muy bien ser que muchos individuos han llegado a pensar que Dios no ofrece una salvación real en los problemas concretos de la vida" (David A. Pailin, El carácter antropológico de la teología, p. 257 Sígueme, Salamanca 1995.
[3] Mircea Eliade, Fragmentos de un diario, p. 13, Espasa Calpe, Madrid 1979.
[4] A. Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, p. 31. Sal Terrae, Santander 1986.
[5] A.Torres Queiruga, ob. cit. p. 38.
[6] "I feel profoundly that the Higher Critics have perpretrated a great crime on the church and, indeed, on the world. Their influence has, from the standpoint of the present day, been a decidedly and a negative one. I am prepared to believe that not all of them may have meant to be negative. But I am entirely convinced that one hundred years of their ascendency in the church in this land (to look no further afield) has been little short of catastrophic» (Maurice Roberts, "The Guilt of the Higher Critical Movement» The Banner of Truth Magazine, p. 1 August-September 1992.
[7] S. Lawton, Truths that Compelled, p. 52. Hodder and Stoughton, Londres 1968.
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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; Historia general del cristianismo (con John Fletcher); Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.
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