Como cada 31 de octubre en un buen número de iglesias protestantes se conmemorará la Reforma del siglo XVI. Se darán discursos elogiando la gran gesta de los padres reformadores; se predicará por enésima vez la doctrina esencial de la justificación por la fe sola, por si aún quedan dudas al respecto. Los más renovadores apelarán a uno de los lemas más desafiantes de la Reforma: “la iglesia reformada siempre reformándose”, o dicho en sacrosanto latín: Ecclesia reformata semper reformanda, asumiendo que esto ha sido cierto alguna vez, o que puede serlo en el futuro.
Mi
impresión es abiertamente contraria. Me parece que el protestantismo es esencialmente irreformable. Esto es así
desde el mismo principio. El ejemplo más claro es la cuestión del bautismo. Cuando
algunos creyentes inspirados por los principios reformados de vuelta a los
orígenes, de fundamentar su fe en la Escritura, y solo en la Escritura, descubrieron que el bautismo cristiano en el
Nuevo Testamento es bautismo de creyentes, es decir, de personas
suficientemente adultas como para comprender y aceptar el mensaje de salvación, y se
dedicaron a compartir esta verdad con sus correligionarios se toparon con la
más absoluta de las oposiciones. El bautismo de infantes era intocable, irreformable. Negar su fundamento
bíblico y atreverse a practicar el bautismo de adultos se convirtió en un
delito de alta traición, en una herejía que se pagaba con la pena de muerte. Y
vaya que se aplicó la sentencia de muerte con generosidad abundante. Ahí está
el Espejo de los mártires (The Martyr’ Mirror, Thielman J. Van
Bragh) para confirmarlo.
Mi impresión es abiertamente contraria. Me parece que el protestantismo es esencialmente irreformable. Esto es así desde el mismo principio. El ejemplo más claro es la cuestión del bautismo.
En
los países reformados había que estar loco
para tomarse en serio y literalmente los principios protestantes escritos en
letras de oro y atreverse a ponerlos en práctica. Es lo que quiso demostrar el
escritor Premio Nobel de Literatura Gerhart Haputmann (1862-1946), en su novela Emanuel
Quint. El loco en Cristo (Der Naer in Christo Emanuel Quint, 1910), que comienza de esta manera magnífica: “La mañana de un domingo del
mes de mayo, Emanuel Quint se levantó de su jergón en el suelo de la pequeña
cabaña que el padre, con muy poco derecho por cierto, decía que era suya”. Después
de lo cual se lavó con agua clara de la montaña y se puso a predicar el
evangelio con base a la doctrina del sacerdocio universal de todos los santos.
Una labor loable, pero había un problema: no tenía licencia para predicar. Era
un laico al que no le estaba permitido ejercer ese sagrado ministerio. Pero
como Emanuel Quint estaba loco por
Cristo no hizo caso y se puso a anunciar por todas partes el reino de Dios, lo
cual le atrajo la persecución y la cárcel. Estamos hablando de la Alemania del
siglo XIX, no de España. Doscientos años después de la Reforma, a John Wesley
le costó trabajo admitir a los laicos en el ministerio.
Todavía hoy, cuando algún profesor de seminario inquieto se toma en serio la libertad de cátedra, o el llamado libre examen, y se pone a discurrir sobre la posibilidad del ministerio de la mujer en alguna de las vetustas iglesias reformadas, puede que al día siguiente se encuentre de patitas en la calle.
Claro
que, siempre habrá una iglesia reformada más liberal que acepte este punto. Porque ocurre que la “reforma” del
protestantismo siempre se da por división, ruptura, rompimiento, con los
traumas que esto causa y la dispersión de medios, recursos y talentos en un
“todos aparte” que imposibilita las acciones conjuntas que el acercamiento a la
sociedad moderna exige.
Parece
ser que no hay otro camino; pedir un mínimo cambio en algún punto doctrinal,
por más pequeño que sea, o en alguna costumbre heredada del pasado, se topa con
la más férrea negación en nombre de las intocables Confesiones de Fe o
seculares estatutos eclesiales. Desde Grand Rapids, Michigan, al Chaco
argentino, algunas iglesias han discutido acaloradamente si el lenguaje de su
tierra patria, holandés, alemán o sueco, debe seguir siendo utilizado como idioma
litúrgico, o adoptar el idioma del pueblo donde viven, algunos por más de
doscientos años. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las iglesias
reformadas fueron nacionalistas: Iglesia de Inglaterra, Iglesia de Irlanda, Iglesia de Gales, Iglesia de Escocia…
Porque ocurre que la “reforma” del protestantismo siempre se da por división, ruptura, rompimiento, con los traumas que esto causa y la dispersión de medios, recursos y talentos en un “todos aparte” que imposibilita las acciones conjuntas que el acercamiento a la sociedad moderna exige.
Los
más resignados, se callarán ante los obstáculos impuestos a la reforma o
renovación deseada, y continuarán manteniendo la comunión con sus viejos
hermanos por mera rutina; los más atrevidos, comenzarán a reunir seguidores en
torno a sí y formarán una comunidad separada, que con el tiempo puede dar lugar
a nueva denominación, de la que volverá a surgir otra y otra. Los precedentes
de ruptura no se olvidan y se evocan como justificación por iniciar una nueva
andadura separados de la “iglesia madre” en base a una nueva verdad nunca antes
comprendida.
Tengo que admitir que, a veces, las denominaciones se atreven a dar pasos hacia la reforma de los viejos caminos, e introducen cambios que, por lo general salen mal, en cuanto a la unidad de la iglesia, lo cual resulta muy perjudicial para el testimonio cristiano, si es que consideramos la unidad de la iglesia como uno de los principios más valorados por los apóstoles, comenzando por Cristo: “Que todos sea uno” (Jn 17, 21). “Os ruego hermanos, que señaléis a aquellos que causan divisiones” (Ro 16, 17). “Que no haya divisiones entre vosotros” (1 Cor 1, 10-13). Porque lo que suele ocurrir en estos casos, con razón o sin ella, es que algunos de levantarán en defensa de la “sana doctrina”, o de los “principios reformados”, acusando al cuerpo principal de la iglesia de haberse dejado llevar por ideas “liberales”, desvirtuando así el mensaje del evangelio según fue transmitido por los Padres fundadores de la Reforma, dando lugar a iglesias pretendidamente más fieles al legado de los antiguos. Tal es el origen, y esto es solo un ejemplo, de iglesias como la Presbiteriana ortodoxa, o la Presbiteriana evangélica; la Metodista primitiva; o la Luterana del nuevo sínodo. Lo que aquí ocurre es que el lema de iglesia reformada siempre reformándose, inconscientemente lo cambian por iglesia reformada siempre reformada. Es decir, siempre idéntica sí misma, fiel a la Reforma de hace medio milenio como si allí se encontrara todo el evangelio, puro e inmaculadamente concebido.
En uno caso u
otro, no hay verdadera reforma, sino simple y llanamente división, cisma, causante
de la irreformabilidad del protestantismo por motivos sanos, fraternales y
actualizados, con vistas a un mejor servicio a la iglesia misma y a la comunidad
a la que debe iluminar con la luz del evangelio. La división, forzosamente,
disminuye recursos y talentos que solo pueden desarrollando cuando se actúa
conjuntamente. Eso explica el nacimiento de los llamados ministerios interdenominacionales
centrados en servicios y misiones que las iglesias divididas no pueden realizar
por sí mismas.
El protestantismo es irreformable porque aquellos que lo intentan, aun con sus mejores intenciones y argumentos sólidamente fundados en la Palabra de Dios, serán irremediablemente tildados de liberales, cuando no herejes, o cosas peores, condenándose así a una situación de recelo y ostracismo eclesial. Los defensores de la iglesia reformada siempre reformada consideran que cualquier reforma presente es una deformación. Así es imposible avanzar, entender y profundizar en el mensaje de Cristo desde su contexto a la situación presente.
El
protestantismo seguirá siendo irreformable si cree que con recitar el credo “la iglesia reformada siempre
reformándose” ya está en el camino correcto. Es más que probable que pase un
siglo y no se reforme ni una coma ni una tilde de la sacrosanta Confesión y
Libro de Orden y Disciplina. Complacido cada cual en su peculiar manera de
entender la fidelidad a la fe. Como aquel predicador que celebró sus bodas de
oro predicando el mismo sermón con que había iniciado su carrera
ministerial, sin cambiar una coma ni un punto. Hay quien nace infalible y con
la gracia de la sabiduría infusa. No, aquí lo que se impone, como todo
llamamiento a la conversión que procede de Dios, es reconocer la falta, para
así poder acceder a la enmienda, que es gracia, nunca imposición.
El protestantismo es irreformable porque aquellos que lo intentan, aun con sus mejores intenciones y argumentos sólidamente fundados en la Palabra de Dios, serán irremediablemente tildados de liberales, cuando no herejes, o cosas peores, condenándose así a una situación de recelo y ostracismo eclesial.
El
protestantismo no es reformable, porque no es generoso, al contrario, es
receloso, tiene demasiado miedo a la acción del Espíritu, ya que vive aferrado
a la letra, de la que se cree guardián y custodio.
Lo felicito por este interesante artículo que comparto en todas sus partes.
ResponderEliminarMuy acertado y honesto... urge un acercamiento crítico a la reforma y su aprecio. Si hacemos un assessment/ avalúo de las condiciones históricas actuales, hay que concluir que el proyecto Reformado no ha logrado adelantar el Reino De Dios...
ResponderEliminarUno quisiera preguntarle a este hermano qué cosas del pasado, de la pasada forma de leer la Biblia, en concreto se deben defender hasta la muerte como verdad absoluta, con una apropiada forma de leer la Biblia que es la Palabra de Dios. Y uno quisiera preguntarle a este hermano qué cosas considera q se deben cambiar ahora mismo, a la luz del evangelio (como dice). Sin esos aportes uno se queda con la sensación de q este hermano pelea con el viento. Suena argumentativo, maldice las tinieblas de la división y la falsa reforma (o deformación) pero no enciende luz. No dice nada.
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