¿POR QUÉ DEBEMOS LEER EL ANTIGUO TESTAMENTO? O EL DESAFÍO DE UN MUNDO ANTIGUO A UNA IGLESIA MODERNA
Desde que en el siglo II el primer reformador de la historia del cristianismo, Marción de Sínope (1), pusiera en la picota el Antiguo Testamento, contrastándolo con el Nuevo (2) y negándole valor como Escritura Sagrada para la Iglesia, han venido surgiendo hasta nuestros días legiones de neomarcionitas que han rechazado de plano la lectura o el estudio del Antiguo Testamento, esa primera y venerable parte de la Santa Biblia, por considerarlo superado o bien por rehusarle cualquier tipo de inspiración divina efectiva.
Si por otro lado tenemos en cuenta la epidémica proliferación de sectas y grupos religiosos extremistas desde el siglo XIX, cuya dependencia del Antiguo Testamento es total en lo que se refiere a doctrinas y praxis, siempre en detrimento del mensaje redentor de Cristo, el debate está servido. Nada nos debe extrañar, por tanto, que sean muchos los creyentes actuales, y muchos los estudiantes de seminarios, institutos bíblicos y facultades de teología, que se planteen abiertamente cuál debe ser nuestra actitud frente a los escritos veterotestamentarios y sus evidentes dificultades internas.
Intentaremos dar respuesta a esta cuestión, o por lo menos presentar un esbozo de solución a tan arduo problema. Con la ayuda de Dios.
Nadie con una cultura de nivel medio que en nuestros días abra el Antiguo Testamento y se adentre en sus libros, capítulos y versículos, de modo que lo lea entero (3), dejará de reconocer el inmenso valor literario de esta sin par obra maestra de la humanidad. La historia que narran sus páginas es la de un pueblo antiguo pequeño y débil que sortea mil y una dificultades para establecerse en una tierra que considera suya; se trata de una colección de relatos cruentos en los que hebreos y extranjeros, reyes y esclavos, hombres y mujeres, adultos y niños, culpables e inocentes sufren por igual; una historia de sangre derramada que baña el suelo palestino y lo impregna de modo que interpela al lector con una vitalidad y unos colores que difícilmente se hallan en otros textos literarios antiguos o modernos. Junto a ello se encuentran poemas sublimes, algunos de gran antigüedad, además de sentencias de sabios, relatos deliciosamente novelados, oráculos proféticos y toda una serie de narraciones míticas que hoy ya forman parte del elenco cultural del género humano. El Antiguo Testamento en su conjunto es una colección literaria llena de imágenes impactantes y un vitalismo digno de encomio. No tiene nada de extraño que incluso en nuestros días siga siendo fuente de inspiración de obras literarias de valor o de producciones cinematográficas que todo el mundo conoce.
Pero es algo más. El Antiguo Testamento responde a una selección deliberada de tradiciones y documentación en las que los recopiladores leyeron, no meras crónicas, literatura o saberes humanos, sino una historia sagrada, lo que la teología cristiana designa como Historia de la Salvación (4), en la que el protagonista no es Israel, sino Dios. De este modo, el Antiguo Testamento se concibe como una “gesta Dei per hebraeos” y deviene la Sagrada Escritura del judaísmo posterior, de donde pasará al cristianismo (5).
Por eso, cuando el Nuevo Testamento se refiere a las Escrituras, alude única y exclusivamente al Antiguo, que cita de continuo. Dicho de otro modo, la Iglesia primitiva heredó de Israel el Antiguo Testamento y no conoció otra Escritura Sagrada por lo menos hasta el siglo II, cuando el Nuevo, ya completo, circulaba entre las comunidades cristianas (6). Desde entonces hasta hoy, la Iglesia universal, haciendo caso omiso de marcionitas y neomarcionitas de antiguo y nuevo cuño (7), ha reconocido que en las Sagradas Escrituras hay dos partes: la heredada del judaísmo y la de composición propia, el Antiguo y el Nuevo Testamento. Así consta en las declaraciones y confesiones de fe de las distintas denominaciones, de modo que es una cuestión para siempre zanjada (8).
La cuestión que se nos plantea en la actualidad es cómo nos acercamos a los escritos del Antiguo Testamento. Es evidente que las lecturas literalistas —las propias de las sectas y los movimientos de corte fundamentalista— generan problemas graves al enfrentarse directamente con el mensaje del evangelio y conformar un tipo de religiosidad centrada en puntos de vista muy arcaicos, completamente obsoletos y además inhumanos. Una simple ojeada a las creencias y la praxis de ciertos grupos basta para confirmarlo. Pero tampoco nos es útil el enfoque de quienes eliminan de un plumazo toda la credibilidad de los escritos veterotestamentarios reduciéndolos a historias mitificadas o mera literatura oriental. Pensamos que, como en todo, el equilibrio es la mejor solución, un equilibrio que sintetizamos en cuatro puntos fundamentales:
El primero podemos enunciarlo así: DIOS SE REVELA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO AL PUEBLO DE ISRAEL. Pretender lo contrario es dar al traste con el hilo conductor que atraviesa todos sus escritos componentes, los treinta y nueve canónicos e incluso los deuterocanónicos añadidos más tarde. Sin pretensiones de adentrarnos en el complicado proceso de redacción y composición de los escritos veterotestamentarios, lo cierto es que cuando hoy leemos el resultado final, ya sea que aceptemos el orden cristiano de estos escritos (9) o el judío (10), el Dios de Israel es una realidad patente desde el comienzo del mundo (Génesis 1:1) hasta la restauración del pueblo judío tras la cautividad de Babilonia; siempre está ahí (11) y sale al encuentro de su pueblo con la finalidad de rescatarlo de sus tribulaciones y cumplir en él las promesas realizadas a los antiguos patriarcas Abraham, Isaac y Jacob (12). La historia de Moisés y la zarza ardiente en el Sinaí (Éxodo 3-4), además de aludir a lo que sin duda fue un hecho real en la vida del gran legislador de Israel, es paradigmática de todo lo que significará la historia posterior de la nación hebrea: un encuentro de Dios con su pueblo para redimirlo, algo que de alguna manera se encierra en la revelación del Nombre Sacrosanto, el Tetragrámmaton YHWH, sin concesiones a la especulación gratuita que a veces lo ha acompañado. La alianza del Sinaí tendrá como finalidad hacer de Yahweh el Dios de Israel y de Israel el pueblo de Dios, pacto de consecuencias eternas cuyo recuerdo atravesará todo el Antiguo Testamento y será revivido cada año por la liturgia del templo de Jerusalén, especialmente en ciertas festividades señaladas. Los judíos actuales continúan “mutatis mutandis” estas venerables tradiciones hasta el día de hoy.
El segundo es la consecuencia lógica del primero: ISRAEL RECOGE LA REVELACIÓN DIVINA CONFORME A SUS PATRONES CULTURALES DE PENSAMIENTO. Primero por medio de una serie de tradiciones tribales, orales al comienzo, y luego efectuando una selección crítica de todas ellas hasta ponerlas por escrito en los libros veterotestamentarios que hoy leemos. Por ello carece de sentido una aproximación literalista a los conceptos y esquemas mentales que reflejan pretendiendo revivirlos en la actualidad. La imagen de Dios que proyectan algunas de las tradiciones antiguas de Israel es diametralmente opuesta al Dios Padre revelado en Cristo que hallamos en el Nuevo Testamento: un Dios tribal que exige genocidios inmisericordes o que establece leyes que pisotean deliberadamente derechos humanos fundamentales no se corresponde con la imagen divina que nos transmite el cristianismo (13); asimismo, un Dios que se arrepiente de haber tomado ciertas decisiones está más cerca de las divinidades de los panteones paganos clásicos que del Dios Omnipotente que otras tradiciones veterotestamentarias presentan (14), y por supuesto, del Dios del Nuevo Testamento. Por otro lado, la reglamentación social que rige al antiguo Israel no tiene aplicación alguna en nuestro entorno actual, salvo en comunidades aisladas que pretendan romper literalmente todo vínculo con el resto del género humano. Y es muy evidente que las concepciones del mundo y sus orígenes que leemos en los once primeros capítulos del Génesis (15) no concuerdan con los datos objetivos que hoy poseemos acerca de los comienzos de la tierra, de la vida en general, de nuestra propia especie o de la historia. Al leer el Antiguo Testamento no podemos obviar estos elementos, por lo que se impone un proceso de selección de tradiciones israelitas y despojarlas de sus componentes culturales para descubrir el núcleo de la revelación, la palabra viva del Dios Viviente que nos habla a través de ellas. Esta labor, que parece reservada a especialistas, debe introducirse de forma simplificada en las parroquias, en los estudios bíblicos y, en la medida en que sea pertinente, hasta en las escuelas dominicales. De no ser así, se corre el riesgo de colocar en las manos de los creyentes, especialmente los más sencillos, no la palabra divina, sino una bomba de relojería de efectos devastadores.
El tercer punto, y siguiendo la lógica del precedente, nos enseña algo realmente valioso: LA RELIGIÓN REVELADA DEL ANTIGUO TESTAMENTO EVIDENCIA UNA EVOLUCIÓN INTERNA CON DIVERSAS ESCUELAS DE PENSAMIENTO. Por decirlo de otro modo y por medio de ejemplos fáciles de comprender: no es el mismo estadio de comprensión de la realidad de Dios el que hallamos en las tradiciones del Éxodo o de Números que el que encontramos en los relatos patriarcales del libro del Génesis (capítulos 12-50), cuya redacción es mucho más reciente; los libros de Esdras y Nehemías no reflejan los puntos de vista que leemos en sus contemporáneos Rut o Jonás; dentro de las ciento cincuenta composiciones del Salterio nos topamos con diversas tendencias; y una magna obra como es el libro de Isaías hace patente una redacción diversa, toda ella de la misma escuela, ciertamente, pero en momentos distintos y con ópticas diversas conforme al medio vital en que ven la luz. Para no fatigar innecesariamente al amable lector nos limitaremos a señalar que el pensamiento religioso de Israel (16) parte de la idea de un Dios que sale a su encuentro para liberarlo y conducirlo por el desierto hasta la tierra prometida y que establece una alianza muy especial con él; más tarde en la tierra de Canaán, nunca realmente ocupada por los hebreos hasta los tiempos de la monarquía (17), Israel vive la crisis de la adaptación de su idea de Dios (un Dios del desierto) a la de un Dios que se enraíza en un país donde los naturales tributan culto a ciertas divinidades naturales (los famosos baales con sus correspondientes astartés, las divinas consortes) nunca debidamente relegadas (18); al mismo tiempo, los profetas desarrollan algo nuevo, un concepto diferente: Dios no solo dirige a Israel, sino que también actúa entre las naciones paganas, e incluso las contempla como pueblos suyos que algún día serán en un tiempo futuro (19); finalmente, el exilio babilónico será el crisol donde la prístina fe de Israel alcanzará su máximo desarrollo al ser contrastada con las religiones de los pueblos de Oriente y al verse obligada a replantearse desde su base. En este momento, Israel (o el pueblo judío, hablando con mayor propiedad) comprende que su Dios no es solo un Dios nacional o tribal, sino que es el Creador del mundo y de todos los seres humanos, por lo que sus promesas para Israel alcanzan también a las naciones (20), en lo cual incide además el incipiente mesianismo que se detecta en ciertos pasajes tardíos, como especialmente el cuarto cántico del Siervo de Yahweh (Isaías 52:13 – 53:12), sin duda uno de los más conocidos.
En conclusión, el cuarto punto podríamos enunciarlo así: EL ANTIGUO TESTAMENTO, Y COMO EFECTO DE SU EVOLUCIÓN RELIGIOSA INTERNA, VA PREPARANDO POCO A POCO EL TERRENO AL NUEVO. De hecho, el Dios que Jesús revela definitivamente como Padre de todos los hombres se parece mucho más al Dios misericordioso que hallamos en Rut, Jonás o incluso el libro del Génesis, cuyas redacciones tardías nos hacen respirar la atmósfera neotestamentaria tanto en lo referente a Dios como a los hombres. Los amigos de la literatura deuterocanónica o apócrifa saben apreciar bien este rasgo, tan patente en escritos como el libro de Tobías o la Sabiduría de Salomón, entre otros.
Digámoslo sin ambages: el Antiguo Testamento es una joya, no solo literaria, sino también y por encima de todo teológica, una bendición para cuantos hoy leemos y estudiamos la Santa Biblia, pues en él hallamos esos oráculos sagrados que luego se harán patentes en Cristo. Es más que evidente el respeto de Jesús por las Sagradas Escrituras de su pueblo, que él lee en clave no literalista, con lo que nos deja abierta una puerta para su permanente estudio y profundización: las Escrituras veterotestamentarias, afirma, dan testimonio de él (San Lucas 24:27; San Juan 5:39).
Sin Cristo, el Antiguo Testamento es solo un testimonio de la fe del antiguo Israel, con sus luces y sombras, con sus aciertos y errores, con sus altos y bajos, con sus acuerdos y desacuerdos, con sus aserciones y contradicciones. Con Cristo, es la palabra de Dios.
Notas:_________________
1. Tildado por algunos de “Lutero avant la lettre”.
2. En su obra hoy perdida Antítesis, reconstruida por HARNACK A. v. Marcion. Das Evangelium von fremden Gott. Leipzig: TU. 1924, 89-92.
3. Incluidos los llamados libros deuterocanónicos o apócrifos, que forman parte de las ediciones católicas e interconfesionales de la Biblia.
4. Que el antiguo Israel dispuso de crónicas cortesanas y relatos puramente históricos, al estilo de otros pueblos de su entorno geográfico y cultural, es algo que los propios escritos veterotestamentarios atestiguan. Cf. 1 Reyes 14:19; 2 Crónicas 13:22.
5. Jesús y los Apóstoles no conocieron otra Escritura que el Antiguo Testamento. Y es dudoso que los Apóstoles y sus discípulos, al componer los escritos neotestamentarios, tuvieran conciencia clara de estar escribiendo la segunda parte de lo que luego se llamaría la Biblia.
6. Aunque los veintisiete escritos que componen el Nuevo Testamento fueran redactados en su mayoría durante el siglo I, es de suponer que no todas las congregaciones cristianas dispondrían de copias de cada uno de ellos. Por otro lado, no fue sino hasta los siglos IV y V cuando el conjunto de la Cristiandad reconoció el valor canónico de los veintisiete escritos neotestamentarios. Hasta ese momento había habido dudas sobre algunos de ellos en ciertos sectores.
7. Marción de Sínope, al elaborar un canon sagrado particular del Nuevo Testamento compuesto exclusivamente de escritos paulinos y el Evangelio de San Lucas, impulsó a la Iglesia a delimitar el canon neotestamentario universal.
8. La cuestión del valor que se haya dado a cada uno de los dos en las distintas denominaciones cristianas es otra historia.
9. Libros llamados históricos (a veces se distingue el Pentateuco de este conjunto), sapienciales y proféticos.
10. La Ley de Moisés (Torah), los Profetas (Nebiim) y los Escritos (Ketubim).
11. Ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo hallamos disquisiciones filosóficas sobre el ser o la naturaleza de Dios.
12. No siempre los estudiosos han reconocido el valor de las figuras patriarcales al elaborar una síntesis del pensamiento veterotestamentario, pero son personajes de un inmenso valor teológico.
13. Aunque a muchos de nuestros contemporáneos no gusten tales comparaciones, es muy evidente la similitud de ciertos aspectos de la antigua religión de Israel con el islam de nuestros días, especialmente con su vertiente más extremista. No hay que olvidar que los árabes y los hebreos (no los judíos actuales) comparten un mismo fondo étnico y cultural semítico.
14. El asunto de las “contradicciones internas” de la Biblia, que tantos ríos de tinta ha hecho correr en medios cristianos ultraconservadores, es especialmente patente en el Antiguo Testamento.
15. “Primeval History”, al decir de algunos exegetas actuales.
16. Nos referimos al pueblo de Israel ya constituido, el pueblo que nace en Egipto en un régimen de esclavitud.
17. Pese a la visión idealizada que hoy leemos en el libro de Josué. El libro de los Jueces resulta en este sentido mucho más realista.
18. Recuérdese que la gran acusación de los profetas contra Israel es el haber abandonado a su Dios para adorar a los dioses de las naciones cananeas.
19. Véanse en este sentido los llamados “Oráculos de las naciones” que leemos en los profetas preexílicos, especialmente Isaías.
20. La literatura apocalíptica, que se gesta en el exilio y postexilio, representa una reacción nacionalista judía frente a los pueblos opresores.
Desde que en el siglo II el primer reformador de la historia del cristianismo, Marción de Sínope (1), pusiera en la picota el Antiguo Testamento, contrastándolo con el Nuevo (2) y negándole valor como Escritura Sagrada para la Iglesia, han venido surgiendo hasta nuestros días legiones de neomarcionitas que han rechazado de plano la lectura o el estudio del Antiguo Testamento, esa primera y venerable parte de la Santa Biblia, por considerarlo superado o bien por rehusarle cualquier tipo de inspiración divina efectiva.
Si por otro lado tenemos en cuenta la epidémica proliferación de sectas y grupos religiosos extremistas desde el siglo XIX, cuya dependencia del Antiguo Testamento es total en lo que se refiere a doctrinas y praxis, siempre en detrimento del mensaje redentor de Cristo, el debate está servido. Nada nos debe extrañar, por tanto, que sean muchos los creyentes actuales, y muchos los estudiantes de seminarios, institutos bíblicos y facultades de teología, que se planteen abiertamente cuál debe ser nuestra actitud frente a los escritos veterotestamentarios y sus evidentes dificultades internas.
Intentaremos dar respuesta a esta cuestión, o por lo menos presentar un esbozo de solución a tan arduo problema. Con la ayuda de Dios.
Nadie con una cultura de nivel medio que en nuestros días abra el Antiguo Testamento y se adentre en sus libros, capítulos y versículos, de modo que lo lea entero (3), dejará de reconocer el inmenso valor literario de esta sin par obra maestra de la humanidad. La historia que narran sus páginas es la de un pueblo antiguo pequeño y débil que sortea mil y una dificultades para establecerse en una tierra que considera suya; se trata de una colección de relatos cruentos en los que hebreos y extranjeros, reyes y esclavos, hombres y mujeres, adultos y niños, culpables e inocentes sufren por igual; una historia de sangre derramada que baña el suelo palestino y lo impregna de modo que interpela al lector con una vitalidad y unos colores que difícilmente se hallan en otros textos literarios antiguos o modernos. Junto a ello se encuentran poemas sublimes, algunos de gran antigüedad, además de sentencias de sabios, relatos deliciosamente novelados, oráculos proféticos y toda una serie de narraciones míticas que hoy ya forman parte del elenco cultural del género humano. El Antiguo Testamento en su conjunto es una colección literaria llena de imágenes impactantes y un vitalismo digno de encomio. No tiene nada de extraño que incluso en nuestros días siga siendo fuente de inspiración de obras literarias de valor o de producciones cinematográficas que todo el mundo conoce.
se trata de una colección de relatos cruentos en los que hebreos y extranjeros, reyes y esclavos, hombres y mujeres, adultos y niños, culpables e inocentes sufren por igual; una historia de sangre derramada que baña el suelo palestino y lo impregna de modo que interpela al lector
Pero es algo más. El Antiguo Testamento responde a una selección deliberada de tradiciones y documentación en las que los recopiladores leyeron, no meras crónicas, literatura o saberes humanos, sino una historia sagrada, lo que la teología cristiana designa como Historia de la Salvación (4), en la que el protagonista no es Israel, sino Dios. De este modo, el Antiguo Testamento se concibe como una “gesta Dei per hebraeos” y deviene la Sagrada Escritura del judaísmo posterior, de donde pasará al cristianismo (5).
Por eso, cuando el Nuevo Testamento se refiere a las Escrituras, alude única y exclusivamente al Antiguo, que cita de continuo. Dicho de otro modo, la Iglesia primitiva heredó de Israel el Antiguo Testamento y no conoció otra Escritura Sagrada por lo menos hasta el siglo II, cuando el Nuevo, ya completo, circulaba entre las comunidades cristianas (6). Desde entonces hasta hoy, la Iglesia universal, haciendo caso omiso de marcionitas y neomarcionitas de antiguo y nuevo cuño (7), ha reconocido que en las Sagradas Escrituras hay dos partes: la heredada del judaísmo y la de composición propia, el Antiguo y el Nuevo Testamento. Así consta en las declaraciones y confesiones de fe de las distintas denominaciones, de modo que es una cuestión para siempre zanjada (8).
La cuestión que se nos plantea en la actualidad es cómo nos acercamos a los escritos del Antiguo Testamento. Es evidente que las lecturas literalistas —las propias de las sectas y los movimientos de corte fundamentalista— generan problemas graves al enfrentarse directamente con el mensaje del evangelio y conformar un tipo de religiosidad centrada en puntos de vista muy arcaicos, completamente obsoletos y además inhumanos. Una simple ojeada a las creencias y la praxis de ciertos grupos basta para confirmarlo. Pero tampoco nos es útil el enfoque de quienes eliminan de un plumazo toda la credibilidad de los escritos veterotestamentarios reduciéndolos a historias mitificadas o mera literatura oriental. Pensamos que, como en todo, el equilibrio es la mejor solución, un equilibrio que sintetizamos en cuatro puntos fundamentales:
El primero podemos enunciarlo así: DIOS SE REVELA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO AL PUEBLO DE ISRAEL. Pretender lo contrario es dar al traste con el hilo conductor que atraviesa todos sus escritos componentes, los treinta y nueve canónicos e incluso los deuterocanónicos añadidos más tarde. Sin pretensiones de adentrarnos en el complicado proceso de redacción y composición de los escritos veterotestamentarios, lo cierto es que cuando hoy leemos el resultado final, ya sea que aceptemos el orden cristiano de estos escritos (9) o el judío (10), el Dios de Israel es una realidad patente desde el comienzo del mundo (Génesis 1:1) hasta la restauración del pueblo judío tras la cautividad de Babilonia; siempre está ahí (11) y sale al encuentro de su pueblo con la finalidad de rescatarlo de sus tribulaciones y cumplir en él las promesas realizadas a los antiguos patriarcas Abraham, Isaac y Jacob (12). La historia de Moisés y la zarza ardiente en el Sinaí (Éxodo 3-4), además de aludir a lo que sin duda fue un hecho real en la vida del gran legislador de Israel, es paradigmática de todo lo que significará la historia posterior de la nación hebrea: un encuentro de Dios con su pueblo para redimirlo, algo que de alguna manera se encierra en la revelación del Nombre Sacrosanto, el Tetragrámmaton YHWH, sin concesiones a la especulación gratuita que a veces lo ha acompañado. La alianza del Sinaí tendrá como finalidad hacer de Yahweh el Dios de Israel y de Israel el pueblo de Dios, pacto de consecuencias eternas cuyo recuerdo atravesará todo el Antiguo Testamento y será revivido cada año por la liturgia del templo de Jerusalén, especialmente en ciertas festividades señaladas. Los judíos actuales continúan “mutatis mutandis” estas venerables tradiciones hasta el día de hoy.
El segundo es la consecuencia lógica del primero: ISRAEL RECOGE LA REVELACIÓN DIVINA CONFORME A SUS PATRONES CULTURALES DE PENSAMIENTO. Primero por medio de una serie de tradiciones tribales, orales al comienzo, y luego efectuando una selección crítica de todas ellas hasta ponerlas por escrito en los libros veterotestamentarios que hoy leemos. Por ello carece de sentido una aproximación literalista a los conceptos y esquemas mentales que reflejan pretendiendo revivirlos en la actualidad. La imagen de Dios que proyectan algunas de las tradiciones antiguas de Israel es diametralmente opuesta al Dios Padre revelado en Cristo que hallamos en el Nuevo Testamento: un Dios tribal que exige genocidios inmisericordes o que establece leyes que pisotean deliberadamente derechos humanos fundamentales no se corresponde con la imagen divina que nos transmite el cristianismo (13); asimismo, un Dios que se arrepiente de haber tomado ciertas decisiones está más cerca de las divinidades de los panteones paganos clásicos que del Dios Omnipotente que otras tradiciones veterotestamentarias presentan (14), y por supuesto, del Dios del Nuevo Testamento. Por otro lado, la reglamentación social que rige al antiguo Israel no tiene aplicación alguna en nuestro entorno actual, salvo en comunidades aisladas que pretendan romper literalmente todo vínculo con el resto del género humano. Y es muy evidente que las concepciones del mundo y sus orígenes que leemos en los once primeros capítulos del Génesis (15) no concuerdan con los datos objetivos que hoy poseemos acerca de los comienzos de la tierra, de la vida en general, de nuestra propia especie o de la historia. Al leer el Antiguo Testamento no podemos obviar estos elementos, por lo que se impone un proceso de selección de tradiciones israelitas y despojarlas de sus componentes culturales para descubrir el núcleo de la revelación, la palabra viva del Dios Viviente que nos habla a través de ellas. Esta labor, que parece reservada a especialistas, debe introducirse de forma simplificada en las parroquias, en los estudios bíblicos y, en la medida en que sea pertinente, hasta en las escuelas dominicales. De no ser así, se corre el riesgo de colocar en las manos de los creyentes, especialmente los más sencillos, no la palabra divina, sino una bomba de relojería de efectos devastadores.
La imagen de Dios que proyectan algunas de las tradiciones antiguas de Israel es diametralmente opuesta al Dios Padre revelado en Cristo que hallamos en el Nuevo Testamento
En conclusión, el cuarto punto podríamos enunciarlo así: EL ANTIGUO TESTAMENTO, Y COMO EFECTO DE SU EVOLUCIÓN RELIGIOSA INTERNA, VA PREPARANDO POCO A POCO EL TERRENO AL NUEVO. De hecho, el Dios que Jesús revela definitivamente como Padre de todos los hombres se parece mucho más al Dios misericordioso que hallamos en Rut, Jonás o incluso el libro del Génesis, cuyas redacciones tardías nos hacen respirar la atmósfera neotestamentaria tanto en lo referente a Dios como a los hombres. Los amigos de la literatura deuterocanónica o apócrifa saben apreciar bien este rasgo, tan patente en escritos como el libro de Tobías o la Sabiduría de Salomón, entre otros.
Digámoslo sin ambages: el Antiguo Testamento es una joya, no solo literaria, sino también y por encima de todo teológica, una bendición para cuantos hoy leemos y estudiamos la Santa Biblia, pues en él hallamos esos oráculos sagrados que luego se harán patentes en Cristo. Es más que evidente el respeto de Jesús por las Sagradas Escrituras de su pueblo, que él lee en clave no literalista, con lo que nos deja abierta una puerta para su permanente estudio y profundización: las Escrituras veterotestamentarias, afirma, dan testimonio de él (San Lucas 24:27; San Juan 5:39).
Sin Cristo, el Antiguo Testamento es solo un testimonio de la fe del antiguo Israel, con sus luces y sombras, con sus aciertos y errores, con sus altos y bajos, con sus acuerdos y desacuerdos, con sus aserciones y contradicciones. Con Cristo, es la palabra de Dios.
Sin Cristo, el Antiguo Testamento es solo un testimonio de la fe del antiguo Israel, con sus luces y sombras, con sus aciertos y errores, con sus altos y bajos, con sus acuerdos y desacuerdos, con sus aserciones y contradicciones. Con Cristo, es la palabra de Dios.
Notas:_________________
1. Tildado por algunos de “Lutero avant la lettre”.
2. En su obra hoy perdida Antítesis, reconstruida por HARNACK A. v. Marcion. Das Evangelium von fremden Gott. Leipzig: TU. 1924, 89-92.
3. Incluidos los llamados libros deuterocanónicos o apócrifos, que forman parte de las ediciones católicas e interconfesionales de la Biblia.
4. Que el antiguo Israel dispuso de crónicas cortesanas y relatos puramente históricos, al estilo de otros pueblos de su entorno geográfico y cultural, es algo que los propios escritos veterotestamentarios atestiguan. Cf. 1 Reyes 14:19; 2 Crónicas 13:22.
5. Jesús y los Apóstoles no conocieron otra Escritura que el Antiguo Testamento. Y es dudoso que los Apóstoles y sus discípulos, al componer los escritos neotestamentarios, tuvieran conciencia clara de estar escribiendo la segunda parte de lo que luego se llamaría la Biblia.
6. Aunque los veintisiete escritos que componen el Nuevo Testamento fueran redactados en su mayoría durante el siglo I, es de suponer que no todas las congregaciones cristianas dispondrían de copias de cada uno de ellos. Por otro lado, no fue sino hasta los siglos IV y V cuando el conjunto de la Cristiandad reconoció el valor canónico de los veintisiete escritos neotestamentarios. Hasta ese momento había habido dudas sobre algunos de ellos en ciertos sectores.
7. Marción de Sínope, al elaborar un canon sagrado particular del Nuevo Testamento compuesto exclusivamente de escritos paulinos y el Evangelio de San Lucas, impulsó a la Iglesia a delimitar el canon neotestamentario universal.
8. La cuestión del valor que se haya dado a cada uno de los dos en las distintas denominaciones cristianas es otra historia.
9. Libros llamados históricos (a veces se distingue el Pentateuco de este conjunto), sapienciales y proféticos.
10. La Ley de Moisés (Torah), los Profetas (Nebiim) y los Escritos (Ketubim).
11. Ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo hallamos disquisiciones filosóficas sobre el ser o la naturaleza de Dios.
12. No siempre los estudiosos han reconocido el valor de las figuras patriarcales al elaborar una síntesis del pensamiento veterotestamentario, pero son personajes de un inmenso valor teológico.
13. Aunque a muchos de nuestros contemporáneos no gusten tales comparaciones, es muy evidente la similitud de ciertos aspectos de la antigua religión de Israel con el islam de nuestros días, especialmente con su vertiente más extremista. No hay que olvidar que los árabes y los hebreos (no los judíos actuales) comparten un mismo fondo étnico y cultural semítico.
14. El asunto de las “contradicciones internas” de la Biblia, que tantos ríos de tinta ha hecho correr en medios cristianos ultraconservadores, es especialmente patente en el Antiguo Testamento.
15. “Primeval History”, al decir de algunos exegetas actuales.
16. Nos referimos al pueblo de Israel ya constituido, el pueblo que nace en Egipto en un régimen de esclavitud.
17. Pese a la visión idealizada que hoy leemos en el libro de Josué. El libro de los Jueces resulta en este sentido mucho más realista.
18. Recuérdese que la gran acusación de los profetas contra Israel es el haber abandonado a su Dios para adorar a los dioses de las naciones cananeas.
19. Véanse en este sentido los llamados “Oráculos de las naciones” que leemos en los profetas preexílicos, especialmente Isaías.
20. La literatura apocalíptica, que se gesta en el exilio y postexilio, representa una reacción nacionalista judía frente a los pueblos opresores.
Juan María Tellería es Licenciado en Filología Clásica y en Filología Española. Diplomado en Teología por el Seminario Bautista de Alcobendas (Madrid), Licenciado en Sagrada Teología y Magíster en Teología dogmática por el CEIBI. Profesor y Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Es presbítero ordenado y Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE).
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