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Nicea a los 1700 años: Herejías y desafíos a la unidad de la Iglesia | Juan G. Biedma





«Ingemuit totus orbis, et se Arianum esse miratus est.»

«Gimió el mundo entero, y se asombró de verse arriano.» 

San Jerónimo (Sobre el auge arriano tras Rímini, 359).


«Quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est.»

«Lo creído en todas partes, siempre y por todos.» 

(San Vicente de Lérins).


—NOTA DE PENSAMIENTO PROTESTANTE—

«Pensamiento Protestante», presenta un texto sobre el «Credo niceno» con motivo del 1700.º aniversario del concilio de Nicea (325). 

Dada su amplitud, el trabajo se publicará en cuatro partes a lo largo de cuatro semanas. Ofrecerá al lector —tanto al formado en teología como al interesado en las cuestiones de la fe cristiana— una introducción clara y exigente al ámbito de la dogmática. 



PRIMERA PARTE:


Resumen


Este trabajo revisita Nicea [325] en su 1700.º aniversario para mostrar el Credo niceno como «gramática viva» de la fe y umbral verificable de comunión. Comienza situando el concilio en su marco social, político y eclesial: la paz constantiniana, la convocatoria imperial, la dinámica conciliar de una asamblea mayoritariamente oriental y la presencia de Roma mediante legados; se subraya un conciliarismo efectivo por el que todos —también el obispo de Roma— quedan sujetos a la decisión sinodal. A continuación, se expone la definición cristológica (el Hijo «engendrado, no creado», consustancial al Padre) y sus anatemas, junto con las principales líneas de recepción hasta Constantinopla I [381].

Desde ese núcleo, el volumen relee cinco herejías y sus reapariciones actuales (ebionismo, arrianismo, docetismo, adopcionismo, pelagianismo), ofreciendo criterios patrísticos y pastorales de discernimiento. Un capítulo aborda el «constantinismo» —el maridaje trono–altar— y su herencia en la Reforma: cooperación prudencial en la corriente magisterial (Lutero, Zwinglio, Calvino) y crítica radical (anabautismo) que impulsa la separación Iglesia–Estado desde la radicalidad evangélica. En clave de unidad, se distinguen ecumenismo y apologética y se propone una apologética ecuménica: defender juntos lo esencial niceno sin diluir identidades, sobre la base de consensos como Lima (BEM, 1982) y La Iglesia: hacia una visión común [2013]. Se introduce la «cláusula nicena» como mínimo común para una diversidad reconciliada y se ofrecen líneas de praxis (catequesis con Credo, oración por la unidad, cooperación caritativa, comunicación pública convergente). El estudio concluye con una tipología y criterios frente a los «otros Jesús» contemporáneos (mesianismos alternativos y liderazgos sectarios). Tres verbos vertebran la propuesta: confesar (Credo), converger (consensos operativos) y comunicar (testimonio público compartido).


Presentación: «Nicaea locuta est; causa finita est»


«A quienes dicen: “hubo un tiempo en que el Hijo no existía”, o “antes de nacer no era”, o “fue hecho de lo que no es”, o “es de otra sustancia o esencia”, o “el Hijo de Dios es creado”, o “mudable o sujeto a cambio”, la Iglesia los anatematiza.

Con este cierre, Nicea refutó con precisión las tesis arrianas y custodió el corazón del Credo: el Hijo es “engendrado, no creado” y “consustancial” con el Padre.»¹

El concilio de Nicea [325 d.C.] no solo fue un momento fundacional en la historia del cristianismo, sino también un punto clave en la lucha por establecer y mantener la ortodoxia doctrinal y práctica frente a las herejías y errores cristológico que amenazaban con dividir e incluso hacer desaparecer la Iglesia y cristianismo antiguo. En su tiempo, el conflicto principal fue la controversia arriana (Arrio), que cuestionaba la plena divinidad de Jesucristo al negar que fuese verdaderamente Dios y hombre a la vez. El concilio de Nicea respondió con su célebre definición: Cristo es consustancial al Padre —en griego, «homoousios»—, es decir, de la misma sustancia divina. Esta afirmación se opuso explícitamente a la fórmula «homoiousios», que sostenía que el Hijo era solo de sustancia semejante al Padre, una expresión ambigua que dejaba abierta la posibilidad de subordinación ontológica y fue rechazada por los padres nicenos gracias al diácono Atanasio de Alejandría.

Nicea sentó las bases doctrinales del cristianismo ortodoxo que perdura hasta la actualidad. Ahora bien, el concilio no solo abordó cuestiones teológicas: también inauguró un modo de definir la autoridad doctrinal y consolidó el papel del emperador Constantino como mediador entre Iglesia y Estado, modelando así la relación entre poder eclesiástico y político–estatal. La Iglesia no solo se acomodó a las circunstancias; de hecho, devino un nuevo poder pseudopolítico: el poder eclesiástico, una autoridad religiosa sin parangón en la Antigüedad, solo comparable, desde el siglo VII, a la teocracia islámica.

Según esta lectura, la lógica de dominio quedó impresa en la praxis eclesial a modo de sello que alteró su identidad: el «constantinismo», cuya gestación se sitúa en Nicea. Ello abrió dos trayectorias contrapuestas: una de simbiosis con el poder civil y otra de afirmación de la libertad eclesial frente a toda tutela. De ese clivaje nacieron dos comprensiones —católica y reformada–protestante— cuya disputa hermenéutica sigue vigente. Con todo, hubo matices: las reformas «magisteriales» mantuvieron formas de cristiandad territorial, mientras corrientes como el anabaptismo propusieron una separación más nítida.

Con motivo de la conmemoración del 1700.º aniversario del concilio de Nicea en 2025, se hace imprescindible revisar el legado de aquel evento fundacional a la luz de los desafíos que hoy enfrenta el cristianismo. En un contexto religioso cada vez más fragmentado, donde resurgen antiguas herejías y proliferan nuevas interpretaciones cristológicas, las cuestiones relativas a la naturaleza de Cristo, la unidad doctrinal y el papel de la autoridad eclesial conservan plena actualidad, tanto como en el siglo IV.

Hoy no contamos con un nuevo diácono Atanasio; sí podemos —y debemos— soñar con una Iglesia verdaderamente diaconal. Una Iglesia que descubra en el servicio no solo su esencia más evangélica, sino también el camino para afrontar y superar los dilemas doctrinales desde la humildad, la escucha y la comunión; que sepulte cuanto suponga cercenamiento de derechos y libertades, persecuciones y castigos, condenas y exclusiones. Porque el Evangelio no puede alumbrarse sino por el fuego y la luz que brotan de un corazón entregado, fraterno y amante, solidario y caritativo, empático y acogedor, y no por hogueras encendidas desde la intolerancia en noches trágicas de violencia y muerte.


Introducción


La conmemoración de los 1700 años del concilio de Nicea no solo invita a mirar el pasado; urge a pensar el presente de la fe cristiana. En 325, la Iglesia definió con precisión el corazón de su confesión: Jesucristo, Hijo, «engendrado, no creado», «consustancial» con el Padre². Esa afirmación, que salvaguardó la identidad del Evangelio frente al «arrianismo», sigue siendo hoy criterio de discernimiento ante relecturas que, con lenguaje moderno, repiten viejos errores.

Este estudio persigue un objetivo doble y convergente. Primero, leer Nicea desde su situación histórico–cultural y desde su texto —Credo y anatemas— para mostrar por qué su núcleo cristológico mantiene vigencia normativa. Segundo, contrastar esa norma de fe con el panorama actual: reaparición de antiguas herejías (arrianismo, docetismo, adopcionismo, pelagianismo), paganismo y proliferación de corrientes que reducen a Cristo a mero maestro moral, símbolo espiritual, fuerza impersonal o energía cósmica, o bien criatura excelsa, pero a la postre un simple hombre³. A esta tarea se suma un tercer nivel: la búsqueda de la unidad entre las iglesias históricas y la necesidad de una defensa común de lo esencial niceno, en un horizonte eclesial que el magisterio católico reciente invita a revisitar con motivo del aniversario al igual que desarrolla, por su parte, el Consejo Mundial de Iglesias (CMI/WCC)⁴, y que se tratará más adelante.

El método combina lectura histórico–crítica y teológica. Trabajaremos con fuentes primarias (textos conciliares y patrísticos) —citadas por su numeración en Denzinger— y con documentos eclesiásticos y estudios contemporáneos de obligada referencia. El análisis doctrinal irá siempre acompañado de criterios y de pautas de aplicación pastoral y cultural.

El alcance queda delimitado para evitar dispersiones. El hilo conductor es la cristología en su enlace natural con la Trinidad. Distinguiremos con claridad dos planos: el ecuménico —diálogo entre iglesias históricas e incluso intereclesial evangélica— y el apologético, orientado a nuevos movimientos cuya doctrina se aparta de la norma nicena. Esta distinción permite cuidar el diálogo sin diluir el contenido de la fe y, a la vez, ofrecer una respuesta razonada a discursos que la contradicen.

La obra sigue un recorrido progresivo y coherente. En el capítulo I sitúa el concilio de Nicea del 325 en su horizonte histórico y teológico, presenta con precisión el Credo y sus anatemas, y explica el sentido de «engendrado, no creado» y «consustancial», junto con la función doctrinal y pastoral de estas fórmulas. El capítulo II aborda ahora cinco familias de errores —ebionismo, arrianismo, docetismo, adopcionismo y pelagianismo— con una pauta estable: qué fueron, cómo reaparecen hoy, qué criterio aporta Nicea y qué señales ayudan al discernimiento práctico. El capítulo III amplía el contexto con el marco social, político y eclesial del siglo IV y con el papel de los actores institucionales: el obispo de Roma —presente por medio de legados— y el emperador Constantino —convoca, garantiza y promulga—, dejando claro un conciliarismo efectivo por el cual todos, también Roma, quedan sujetos a la decisión sinodal. Este mismo capítulo incorpora un análisis del llamado «constantinismo», su lógica de maridaje trono–altar y su recepción en la Reforma: cooperación prudencial en la corriente magisterial y crítica radical en las tradiciones anabautistas. El capítulo IV se centra en la recepción dogmática de Nicea en las tradiciones católica, ortodoxa y protestante, y añade un apartado institucional sobre el Consejo Mundial de Iglesias: «Nicaea 2025», la centralidad del Credo niceno–constantinopolitano y la Sexta Conferencia Mundial de Fe y Constitución como horizonte ecuménico de recepción y de diálogo intereclesial. El capítulo V distingue con nitidez ecumenismo y apologética y propone una apologética ecuménica: defender juntos lo esencial niceno sin diluir identidades, con criterios operativos y cauces de cooperación pública. El capítulo VI despliega líneas de trabajo para comunidades y agentes —formación doctrinal básica, lectura orante del Credo, claves comunicativas y protocolos de encuentro— y ofrece materiales de referencia. El capítulo VII examina, por último, las distorsiones de la figura de Jesucristo promovidas por líderes y movimientos que, con patrones de engaño y manipulación, se han presentado como «nuevos Cristos» o «reencarnaciones» del Señor, y propone criterios de evaluación y de respuesta pastoral. VIII. Conclusión: cierra presentando a Nicea como gramática viva de la fe, brújula doctrinal para el presente y lenguaje común mínimo para una unidad visible que el mundo pueda reconocer.


I. Nicea: contexto, decisión, recepción

Nicea se convoca en un cruce de caminos: la paz constantiniana abre a la Iglesia un espacio público inédito y, a la vez, los debates en torno a Jesucristo —su relación con el Padre, su verdadera divinidad— exigen una decisión que salvaguarde el corazón del Evangelio. Constantino impulsa la asamblea para restaurar la comunión; la tradición cifra en 318 los obispos participantes y destaca la presencia de «confesores de la fe»⁵. El contexto no es solo político: es teológico y pastoral. La cuestión decisiva es si el Hijo es verdadero Dios o una criatura excelsa. La respuesta de Nicea fijará el canon mínimo de la fe cristiana⁶.

La decisión nicena se articula en dos piezas complementarias. Primero, el Símbolo confiesa al Hijo «engendrado, no creado» y «consustancial al Padre», explicitando que su generación «es de la misma sustancia del Padre»; así se distingue generación de creación y se protege la salvación: solo Dios salva. Segundo, los anatemas enumeran y excluyen fórmulas arrianas («hubo un tiempo en que no era»; «fue hecho de lo que no es»), cerrando el paso a lecturas subordinacionistas. El concilio, además, aprueba cánones disciplinares y da pasos hacia la unificación de la fecha de Pascua, pero el núcleo de su obra es cristológico: confesar al Hijo como Dios verdadero de Dios verdadero⁷.

La recepción fue compleja y prolongada. Hubo resistencias al término consustancial (homoousios), rehabilitaciones y destierros, injerencias de corte, y fórmulas «intermedias» que intentaron diluir la decisión de Nicea. En ese vaivén, la defensa teológica (con el diácono Atanasio a la cabeza) y la vida litúrgica mantuvieron viva la regla nicena hasta que el I concilio de Constantinopla [381] confirmó la fe de Nicea y consolidó el léxico trinitario recibido por la gran tradición. Desde entonces, Nicea funciona como brújula doctrinal y lenguaje común: lo que se cree «en todas partes, siempre y por todos» encuentra aquí su formulación normativa⁸.

A 1700 años, la actualidad de Nicea no está obsoleta ni destinada tan solo a recordatorios simbólicos y festivos. En un entorno plural y mediático, donde resurgen viejos errores con ropajes nuevos, el criterio niceno sigue ofreciendo medida, método y misión: medir las cristologías, leer con las iglesias y anunciar, en clave sapiencial y pastoral, que Jesucristo es el Hijo eterno del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, para la vida de todos, todos⁹.



II. Herejías antiguas y relecturas contemporáneas


Las controversias cristológicas de los siglos II–V no son fósiles ni adornos de biblioteca. Sus lógicas de fondo reaparecen hoy con otros nombres y lenguajes. Nicea estableció un mínimo común: Jesucristo, Hijo eterno del Padre, «engendrado, no creado», consustancial al Padre. Ese canon permite discernir viejas y nuevas propuestas que diluyen su divinidad, su humanidad o la economía de la gracia¹⁰.


1. Ebionismo: la herejía de los «pobres»

El ebionismo fue una corriente judeocristiana (s. II–IV) cuyo nombre procede de ’ebyônîm («pobres») y que sus comunidades estaban asentadas al este del río Jordán, no lejos de Jerusalén. Defendía la continuidad plena con la Ley mosaica (circuncisión, sábado, prescripciones alimentarias) y consideraba a Pablo apóstata; su «evangelio» predilecto fue una versión hebrea/aramaica afín a Mateo (el llamado Evangelio de los ebionitas), sin relatos de la infancia. Sostuvo una cristología unitaria y adopcionista: Jesús, hijo natural de José y María, fue elegido/ungido por Dios (especialmente en el bautismo), sin preexistencia ni divinidad ontológica; el «Cristo» sería un don/unción de Dios, no una Persona divina. Rechazaban, por tanto, la Trinidad y el culto a Cristo, manteniendo un monoteísmo estricto. 

Testimoniados por Ireneo, que fue el primero en utilizar este término, Orígenes, Eusebio y Epifanio, se localizaron en Siria, Transjordania y regiones próximas; se extinguieron progresivamente tras las guerras judeorromanas y la consolidación de la gran Iglesia¹¹. Aislados y en contacto con el gnosticismo, dieron origen a los ebionitas gnósticos¹². No pocas formaciones esotéricas, que se autocalifican de cristianas, sustentan hoy día las creencias ebionitas.


2. Arrianismo: del subordinacionismo clásico a las versiones funcionales

Qué fue. Arrio sostuvo que el Hijo, aunque superior, no es eterno ni de la misma sustancia del Padre. Nicea respondió con la fórmula «consustancial» y con anatemas que excluyen expresiones como «hubo un tiempo en que no era» o «fue hecho de lo que no es».

Relecturas actuales. Persisten cristologías que subordinan al Hijo: unas lo reducen a mensajero máximo o arcángel (p. ej., la identificación oficial de Jesús con Miguel), otras niegan la Trinidad y conservan una figura de Jesús eminentemente humana y ejemplar.

Criterio niceno–patrístico. Si solo Dios salva, la soteriología exige la plena divinidad del Hijo. La confesión nicena no es una hipótesis filosófica, sino una garantía de salvación y de culto verdadero.

Discernimiento. ¿Se afirma la eternidad del Hijo? ¿Se mantiene su igualdad con el Padre en ser y en gloria? ¿Se relega su señorío a una función o rol inferior?


3. Docetismo: negar la carne de Cristo

Qué fue. Las corrientes docetas decían que Jesús solo parecía hombre. Los Padres respondieron con vigor: Ignacio de Antioquía insiste en la Pasión real y en la resurrección verdadera, contra quienes «dicen que padeció en apariencia»¹³.

Relecturas actuales. Vuelven enfoques que evaporan la humanidad de Jesús: espiritualismos sincréticos (ámbito «New Age»¹⁴ y «cristianismo esotérico»¹⁶) y gnosis contemporáneas que reducen la Encarnación a metáfora o símbolo interior.

Criterio niceno–patrístico. Gregorio Nacianceno fijó la regla: «lo que no es asumido no es sanado». Cristo salva asumiendo la condición humana entera; si su humanidad se diluye, también se debilita la salvación¹⁶.

Discernimiento. ¿Se confiesa la verdadera carne de Cristo (nacimiento, pasión, muerte, resurrección)? ¿Se acepta que la redención pasa por su humanidad concreta, no solo por una influencia espiritual?


4. Adopcionismo: de «hombre adoptado» a cristologías funcionales

Qué fue. El adopcionismo, en sus variantes antiguas (dinamistas y la «escuela» hispana de los siglos VIII–IX), sostuvo que Jesús es hombre al que Dios adopta como Hijo en algún momento (bautismo o resurrección). La tradición lo rechazó por negar la filiación eterna¹⁷. La condena oficial del adopcionismo hispano (Elipando de Toledo y Félix de Urgel) se articuló en varias instancias occidentales de fines del siglo VIII: Ratisbona/Regensburg [792], donde se censuró a Félix; Fráncfort [794], que lo condenó de modo programático en su canon primero; y Roma [798] bajo León III, que volvió a condenarlo y anatematizó a Félix, quien se retractó en 799¹⁸. A ello se añaden las cartas de Adriano I [785 y 794], que ya habían desautorizado la doctrina¹⁹.

Relecturas actuales. Pervive en visiones que admiran a Jesús como profeta sublime o maestro moral, pero renuncian a su unicidad divina y a la Encarnación como hecho. En el debate teológico reciente, ciertas propuestas pluralistas han relativizado la doctrina de la Encarnación como lenguaje mítico o metafórico y no ontológico²⁰.

Criterio niceno-patrístico. La filiación de Cristo no comienza en la historia: es eterna y por tanto atemporal. La Encarnación no promueve a un hombre a Hijo, sino que el Hijo eterno asume nuestra humanidad.

Discernimiento. ¿Se reduce a Jesús a un carisma humano excepcional? ¿Se convierte la Encarnación en metáfora que no compromete la ontología de Cristo?


5. Pelagianismo y semipelagianismo: autosuficiencia religiosa y gracia

Qué fue. Pelagio minimizó el pecado de origen y la necesidad interior de la gracia; la tradición respondió con una serie de decisiones que culminan en Orange [529]: hasta el comienzo de la fe es don preveniente de Dios; se excluye tanto el determinismo como la autosoteriología.

Relecturas actuales. La cultura del rendimiento propaga formas de auto–salvación («yo puedo solo», «técnicas» que aseguran plenitud sin gracia) y gnosis desencarnadas (salvación como puro conocimiento interno). La carta Placuit Deo²¹ denominó estos fenómenos neo–pelagianismo y neo–gnosticismo: ambos desfiguran la confesión de Cristo como único Salvador.

Criterio niceno–patrístico. La gracia no compite con la libertad: la suscita, la sana y la corona. Cristo no es mero entrenador (coach) o maestro espiritual (mahatma); es Señor y Salvador cuya gracia precede, acompaña y consuma.

Discernimiento. ¿Se confía la salvación al propio esfuerzo o a métodos y prácticas? ¿Se eclipsa el amor y la misericordia que inician y sostienen el camino?


III. El contexto de Nicea [325]: marco social, político y eclesial. 


El obispo de Roma y el emperador


El concilio de Nicea no irrumpe en el vacío. Llega tras la reunificación del poder en manos de Constantino [324], el giro jurídico-religioso iniciado con el acuerdo de Milán [313] y la consolidación de una Iglesia en rápido crecimiento urbano, con obispos que ya actúan como árbitros sociales. En ese escenario, la controversia alejandrina sobre el Hijo y su relación con el Padre —que las fuentes posteriores denominarán «arrianismo»— amenazaba con desbordar las fronteras locales. La paz eclesial empezaba a ser un factor de paz pública²².


1. El mundo político y social del 325

Tras décadas de crisis, la monarquía imperial de Constantino busca estabilizar el Imperio: reforma fiscal y monetaria, profesionalización del ejército, reordenación provincial y un programa de consenso que integra actores religiosos como garantes de cohesión cívica²³. La Iglesia —numéricamente creciente y organizativamente densa— añade «capital social» (caridad urbana, redes de ayuda, tribunales episcopales) que el poder percibe como recurso de integración. Un cisma abierto entre obispos multiplicaría conflictos locales y erosionaría lealtades en un momento de transición geopolítica (con Bizancio destinada a ser nueva capital)²⁴.


2. Roma en Nicea: presencia real, dirección limitada

Conviene evitar anacronismos. En 325 no existe una «sede vaticana» en sentido institucional: la catedral del obispo de Roma es San Juan de Letrán, complejo basílical y palatino surgido en el primer cuarto del siglo IV, fundada y dotada por Constantino²⁵. El obispo Silvestre —papa— [314–335] no asistió personalmente a Nicea; envió dos presbíteros de su diócesis, Vito y Vicente, como legados²⁶. El peso efectivo de los trabajos recayó sobre todo en el episcopado oriental. Las introducciones críticas a los decretos conciliares subrayan, además, que no es seguro quién presidió formalmente las sesiones: se mencionan Eustacio de Antioquía, Alejandro de Alejandría y el papel preeminente de Osio de Córdoba —este último, consejero imperial, no legado papal—²⁷. 

El orden de firmas en los documentos refleja precisamente esa situación: Osio firma antes que los legados por su rango episcopal y su función junto al emperador; Vito y Vicente, como presbíteros, suscriben en nombre del anciano Silvestre.

En conclusión, Roma estuvo representada y reconocida, pero no dirigió Nicea; colaboró en un concilio convocado por el emperador y de composición mayoritariamente oriental. En Nicea se impuso un conciliarismo efectivo: la autoridad residió en el cuerpo episcopal reunido, cuyas decisiones obligaron a todos, también al obispo de Roma, que compareció por medio de legados y sin prerrogativa de dirección ni de confirmación externa constitutiva. El concilio deliberó y definió; el emperador convocó y promulgó; Roma participó, no sancionó por encima del conjunto. No hubo, por tanto, una autoridad exógena al concilio que «validara» sus decretos; su fuerza provino del consenso sinodal —conciliarismo— y de su ejecutividad imperial, conforme a la praxis del siglo IV²⁸.


3. Constantino: convocatoria, método y fines

Las fuentes coetáneas atestiguan que Constantino convoca un concilio general en Nicea (Bitinia), ofrece facilidades de viaje a los obispos y se dirige a ellos con una combinación de deferencia y urgencia por la unidad²⁹. El emperador preside ceremonialmente la apertura, escucha, media y encauza; no define doctrina. Su método es claro: convocar, honrar a los obispos, garantizar el procedimiento y sellar así la ejecutividad de las decisiones; diríamos hoy, asegurar la gobernanza del acuerdo. ¿Fue sólo cálculo político? ¿Injerencia del poder imperial en la Iglesia? La mejor historiografía matiza: sí existe una finalidad de estabilidad imperial, pero ésta no se reduce a manipulación cínica o conveniente. La adhesión cristiana de Constantino puede sostenerse —con ambivalencias— a la vez que su arte de gobierno para transformar la paz eclesial en paz pública, a pesar de no mostrarse como cristiano genuino³⁰.



4. Qué estaba en juego: doctrina, calendario y disciplina

La decisión dogmática (el símbolo con el término homoousios) buscaba cerrar la disputa sobre la divinidad del Hijo con una fórmula que impidiera la lectura subordinacionista. Ahora bien, Nicea decide además cuestiones prácticas de impacto en la convivencia: la fecha común de la Pascua y normas disciplinarias sobre clero y vida eclesial. Tales medidas no son anexos menores: sirven a la unidad visible y reducen fricciones intereclesiales que, de perpetuarse, habrían debilitado la autoridad episcopal en las comunidades cristianas radicadas en las ciudades más importantes del imperio. Desde este ángulo, se entiende el interés imperial: una Iglesia concorde limita la conflictividad y fractura social y respalda la nueva legitimidad tras la guerra civil.


5. El papa y el emperador: un equilibrio difícil y peligroso

A la luz de los hechos, ni Roma «mandó» Nicea ni el emperador «dictó» la fe. Roma participó con legados y su autoridad estatal pesó en la recepción posterior; el emperador garantizó el proceso y su ejecución práctica. La relación no fue simple subordinación de la Iglesia al trono, pero tampoco independencia moderna; fue la configuración tardoantigua de un equilibrio que no dejaba de ser complejo, difícil y también peligroso por las derivadas: la Iglesia deliberó y definió; el emperador hizo posible, convocó, protegió y promulgó³¹. Reducir el cuadro a solo «manipulación política» empobrece la evidencia; ignorar la finalidad de consenso del programa constantiniano, también. En síntesis: Silvestre estuvo en Nicea por medio de sus legados y Constantino convirtió la paz eclesial en recurso de Estado sin suplantar el juicio doctrinal de los obispos y su presidencia, quien quiera que al final la ejerciera.


6. El «constantinismo» como problema eclesial

La llamada «paz constantiniana» inauguró una simbiogénesis entre trono e Iglesia: el emperador convoca y garantiza la ejecutividad de las decisiones conciliares, mientras el episcopado gana visibilidad pública, jurisdicción social y apoyo material. No equivale a teocracia, pero sí a una política de consenso que convierte la unidad eclesial en bien público útil a la estabilidad del Imperio³². Con el tiempo, ese maridaje derivó en formas locales de tutela, patronazgo o sujeción. La memoria protestante —desde el siglo XVI— leerá a menudo este proceso bajo el rótulo de «constantinismo», esto es, la percepción de que la Iglesia deviene apéndice del Estado o aliada estructural de su poder, convirtiéndose en otro poder.

Hans Küng, teólogo católico censurado disciplinariamente por el papa Juan Pablo II en 1979 —se le retiró la missio canonica para enseñar teología católica—, leyó el giro constantiniano con la doble lente de la definición doctrinal y de la configuración político–eclesial que la acompañó En su síntesis histórica, el siglo IV es una «revolución»: del reconocimiento jurídico del cristianismo [313] a su instalación en el entramado del Imperio. 

El cristianismo crece por su organización unitaria, su caridad urbana, su monoteísmo «progresivo» frente al politeísmo, su ética (ascetas y mártires) y una amplia asimilación del mundo helenístico–romano³³. En ese marco, Nicea [325] no es, para Küng, un episodio puramente intraeclesial. Es también un acto de gobierno imperial que busca la unidad pública tras la crisis arriana. Küng subraya la ambivalencia del giro: teológicamente, Nicea [325] asegura el núcleo cristológico frente a Arrio; políticamente, cristaliza una iglesia imperial. A su juicio, Constantino no sólo convocó el concilio, sino que condujo el proceso por medio de obispos y comisarios de su confianza e hizo ley del Estado las decisiones sinodales; incluso impulsó la introducción de homoousios. 

Küng resume el nuevo equilibrio con una fórmula lapidaria: «Un Dios, un emperador, un imperio, una iglesia, una fe»³⁴. El símbolo niceno —«Dios de Dios… engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre»— fijó el límite frente al subordinacionismo, pero, advierte Küng, se afirmó en clave imperial y con categorías filosóficas opacasy en oposición a judíos y judeocristianos³⁵.

El proceso se radicaliza con Teodosio I: el 27 de febrero de 380, mediante el Edicto de Tesalónica (Cunctos populos), el cristianismo niceno se declara religión oficial del Imperio romano; en 381 el concilio de Constantinopla I consolida la recepción nicena, y entre 391–392 una serie de edictos imperiales prohíben los sacrificios y cierran templos paganos, mientras la herejía pasa a tipificarse jurídicamente como crimen público. En este contexto, Küng formula un juicio severo —útil como advertencia profética, aunque discutible en sus matices históricos—«en menos de un siglo la iglesia perseguida se convirtió en una iglesia perseguidora»³⁶. 

La consecuencia eclesiológica inmediata es conocida: juridificación de la fe, uniformización por vía política y tentación de la coerción. Ahora bien, frente a la lectura que subraya una continuidad esencial sin ruptura, defendemos que el punto de inflexión no reside en el cisma Oriente–Occidente [1054] ni en la Reforma del siglo XVI, sino antes: en la mutación constantiniana. Con Constantino y su secuencia legislativa [313–392], nace una forma de Iglesia imperial–autoritaria que imita la arquitectura del Estado y, en una medida creciente, lo suple como instancia de cohesión civil. Se configura así una ecclesia stabilita: protegida, dotada, insertada en el mapa administrativo (provincias, diócesis, sínodos metropolitanos), presidida por la lógica del orden público y la ley.

Este cambio no anula la confesión apostólica ni la vida sacramental; transfigura su forma histórica. Nicea [325], con su lúcido cierre cristológico, funciona además como instrumento de unidad cívica: el símbolo que afirma al Hijo «engendrado, no creado, consustancial al Padre» se convierte, por primera vez, en norma de Estado. Después, el Edicto de Tesalónica [380] y los edictos teodosianos [391–392] consagran la religio publica cristiana: la herejía deviene delito y los cultos tradicionales se prohíben. La Iglesia deja entonces de ser minoría contracultural y pasa a ocupar una posición hegemónica, con beneficios evidentes (estabilidad, expansión misionera e ideológica, infraestructura caritativa y administrativa) y costes severos (dependencia, clericalización del poder, reducción de la pluralidad legítima, falta de libertad de conciencia y religión).

A partir de aquí, la vieja Iglesia «santa, católica y apostólica» —pobre, dispersa, con martirio como posibilidad real y autoridad carismática más que jurídica— cede el paso a una Iglesia imperial que administra la unidad, legisla la ortodoxia y negocia su identidad con el Estado. Por eso, 1054 y la Reforma no inauguran el proceso: lo heredan y acentúan. Son eslabones posteriores de una transformación comenzada cuando la Iglesia asumió patrones del Imperio —no solo su protección— y entró en un régimen de simbiosis donde, con frecuencia, la paz eclesial se leyó como paz política y social.

Conclusión: el germen del cambio que altera la fisonomía histórica de la Iglesia no está en la ruptura medieval ni en la modernidad reformada, sino en el constantinismo. Desde entonces, la Iglesia vive —y debe discernir— la tensión entre su catolicidad apostólica y la tentación de parecerse al poder que la acoge, suplirlo o servirse de él. Reconocer este punto de partida permite juzgar con mayor precisión los desarrollos posteriores y reclamar hoy una forma no imperial de catolicidad: evangélica, sinodal–colegial, y libre ante cualquier tutela y/o maridaje.

La Reforma magisterial (Lutero, Zwinglio, Calvino) no rompió en bloque con ese modelo: aceptó cooperación con el poder civil para ordenar la vida eclesial (dos reinos en Lutero; magistrado cristiano en Zúrich; consistorio–consejo en Ginebra), temiendo el ciclo de cismas y la anomia doctrinal. La Reforma radical, en cambio, impugnó el constantinismo: Hubmaier, Grebel, Menno Simons y otros defendieron (a) libertad de conciencia, (b) no coacción en materia de fe, (c) distinción entre comunidad de discípulos y espada del magistrado, (d) bautismo de creyentes como acto voluntario, incompatible con un orden sacral estatal³⁷. Esa crítica dejó una huella duradera en tradiciones libres (bautistas, menonitas, iglesias de paz, cuáqueros) y alimentó, a la larga, la idea moderna de separación Iglesia–Estado³⁸.

En definitiva, Nicea se explica en la intersección de una Iglesia conciliar y un Estado en busca de consenso. Silvestre estuvo por medio de sus legados; Constantino convirtió la paz eclesial en recurso de Estado sin suplantar el juicio doctrinal de los obispos. La lectura de Küng no invalida el valor dogmático de Nicea; sí previene contra reediciones del constantinismo: cuando la forma política absorbe la libertad evangélica, la Iglesia pierde su voz profética.



Notas

  

1  Concilio de Nicea I, «Símbolo de Nicea [325]», en PHILIP SCHAFF, The Creeds of Christendom, with a History and Critical Notes, vol. 2: The History of Creeds (New York: Harper & Brothers, 1877), 58–60, con los anatemas finales.

2  Concilio de Nicea I, «Símbolo niceno [325], con anatemas», en HEINRICH DENZINGER / PETER HÜNERMANN, Compendio de los símbolos, definiciones y declaraciones de la fe y de la moral (Barcelona: Herder, 2007), DH/DS 125–126. Para el texto griego y su traducción, véase «Creed of the Council of Nicaea», Fourth Century; para la correspondencia DS 125–126 con el Credo de 325, véase «Nicene Creed», Encyclopedia.com

3  MANUEL GUERRA GÓMEZ, Diccionario Enciclopédico de las Sectas, (Madrid: BAC, 1998, 187 (Cristo).

4  COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, «1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea 325–2025», 3 de abril de 2025; World Council of Churches, «Nicaea 2025», evento conmemorativo (año de actividades; pieza central: Sexta Conferencia Mundial de Fe y Constitución).

WORLD COUNCIL OF CHURCHES, «WCC to celebrate 1700th anniversary of the Council of Nicaea» (comunicado, 6 julio 2023);

__________, «Sixth World Conference on Faith and Order» (ficha del evento; conferencia como pieza central de la conmemoración);

__________, «WCC president from Europe asks: how can Nicaea help us grow into deeper union with Christ?» (nota y discurso, 26 septiembre 2025);

__________, «Nicene-Constantinopolitan Creed (ENG, FR, DE, ES)» (recurso oficial de Fe y Constitución);

__________, Faith and Order Update (abril 2025), síntesis del proceso y estado de Faith and Order Paper n.º 153 (Confessing the One Faith);

__________, Confessing the One Faith. An Ecumenical Explication of the Apostolic Faith as it is confessed in the Nicene–Constantinopolitan Creed (381), Faith and Order Paper n.º 153 (edición digital);

__________, «Faith and Order Papers – Digital Edition», serie 2 (contexto y materiales preparatorios que condujeron al n.º 153).

5  En el cristianismo antiguo, confesor de la fe (confessor fidei) designaba a quien había dado testimonio público de Cristo durante las persecuciones —sufriendo cárcel, torturas o mutilaciones— sin llegar al martirio. Tras el Edicto de Milán [313], varios confesores —obispos marcados por la persecución— participaron en Nicea [325], aportando gran autoridad moral; entre ellos, Pafnucio de Tebas, Potamón de Heraclea, Pablo de Neocesarea o Spiridón de Trimitunte, recordados por las Historias eclesiásticas antiguas. Su presencia subrayó que la fe definida en el concilio era la misma que ellos habían confesado bajo persecución y tormento extremo.

 Cf. EUSEBIO DE CESAREA, Historia eclesiástica, BAC Selecciones (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024); DANIEL RUIZ BUENO (ed. y trad.), Actas de los mártires, BAC Selecciones (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2024), SOCRATES SCHOLASTICUS Y SOZOMEN, Ecclesiastical Histories, en Nicene and Post-Nicene Fathers, 2.ª serie, vol. 2, ed. Philip Schaff y Henry Wace (Grand Rapids, MI: Eerdmans, reimpresiones varias).

6  EUSEBIO DE CESAREA, Vida de Constantino, III (relato de la reunión y marco imperial); ed. inglesa en New Advent, «Life of Constantine, Book III». Véase también la referencia clásica a los 318 Padres en Denzinger, DH 85.

7  Concilio de Nicea I [325], Símbolo y anatemas: texto crítico y numeración en Heinrich Denzinger / Peter Hünermann, El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, DH 125–126 (Barcelona: Herder, 2007 y reed.; 45.ª ed., 2017); «First Council of Nicaea (A.D. 325): The Canons», New Advent: Church Fathers, https://www.newadvent.org/fathers/3801.htm.

8  ATANASIO DE ALEJANDRÍA, «Sobre los decretos de Nicea (De decretis Nicaenae synodi)», en C. I. GONZÁLEZ, SJ, El desarrollo dogmático en los Concilios Cristológicos. Estudio introductorio. Textos patrísticos y conciliares (Bogotá: CELAM, 1991), 334–365. (Cuadernos Monásticos 173 [2010], 269–273).

9  COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. 1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea (325–2025)», 3 de abril de 2025 (edición oficial en español e inglés).

10  HEINRICH DENZINGER Y PETER HÜNERMANN, El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, DH 125–126 (Barcelona: Herder, 2017).

11  ANGELO DI BERARDINO (dir.), Diccionario de Patrística y de la Antigüedad Cristiana, 2 vols. (Salamanca: Sígueme, 1991–92; 2.ª ed. 1998), t. I, s.v. «Ebionitas».

12  FRANCISCO LACUEVA, Diccionario Teológico Ilustrado, (Viladecavalls —Barcelona—: Editorial CLIE, 2001), voz «Ebionitas», 253.

13  DANIEL RUIZ BUENO, Padres Apostólicos, ed. bilingüe (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1974), «Ignacio de Antioquía, A los Esmirniotas», 447–502.

14  Cf. PONTIFICIO CONSEJO PARA LA CULTURA / PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, «Jesucristo, portador del agua de la vida» (2003); RAÚL, BERZOSA MARTÍNEZ, Nueva Era y cristianismo: entre el diálogo y la ruptura, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos —BAC—), 1998; JUAN CARLOS, GIL, New Age: una religiosidad desconcertante, (Barcelona: Herder, 1995); MARILYN, FERGUSON, La conspiración de Acuario, (Barcelona: Kairós, 2010 (reed.). Texto clásico interno al movimiento que articula su imaginario (transformación personal, holismo, redes, ciencia/espiritualidad). Útil como fuente primaria para comprender la autopercepción y la agenda cultural de la Nueva Era.

15  Cf. ANNIE BESANT, El cristianismo esotérico (o Los misterios menores), (Barcelona: Edicomunicación, 1986.).

16  GREGORIO NACIANCENO, Cartas y testamento, (Madrid: Ciudad Nueva, 2022), carta 101, A Cledonio: «Lo que no es asumido no es sanado».

17  ENCYCLOPAEDIA BRITANNICA, «Adoptionism», (síntesis histórica); ENCYCLOPEDIA.COM, «Adoptionism»; WIKIPEDIA, «Adopcionismo».

18  ENCYCLOPAEDIA BRITANNICA, «Adoptionism», (Roma 798 condena y anatema; 799 retractación de Félix bajo vigilancia).

19  CATHOLIC ENCYCLOPEDIA, «Adoptionism», New Advent (cartas de Adriano I, 785 a los obispos hispanos y 794 a Carlomagno; y mención de Fráncfort 794).

20  JOHN HICK (ed.), The Myth of God Incarnate, (London: SCM Press; Philadelphia: The Westminster Press, 1977); datos bibliográficos y sinopsis en el sitio de John Hick.

__________, The Metaphor of God Incarnate: Christology in a Pluralistic Age, (London: SCM; Louisville: The Westminster Press, 1993).

21  CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, «Carta “Placuit Deo” a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana», 22 de febrero de 2018, en Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 1 de marzo de 2018.

22  DAVID ABADÍAS AURÍN, Historia de los concilios. La Iglesia a través de sus concilios ecuménicos (Córdoba: Sekotia–Editorial Almuzara, 2023), Índice; 14–16 (introducción/glosario) y 25–26 (cap. «Concilio de Nicea»).»

23  H. A. DRAKE, Constantino y los obispos: la política de la intolerancia (Madrid: Trotta, 2016), xvi (tesis programática del «consensus»).

24  RAMÓN TEJA, «Religión y política religiosa de Constantino: del puente Milvio al concilio de Nicea», Desperta Ferro. Antigua y Medieval 83 [2024]: 30–35.

25  Basílica de San Juan de Letrán, Iubilaeum 2025 (Vatican Jubilee site): consagración en 324; sede principal del papado durante siglos.

26  NORMAN P. TANNER, Los concilios de la Iglesia. Breve historia (Madrid: BAC, 2003), cap. «Nicea I» (sobre presidencia incierta y papel de Osio).

27  LEO D. DAVIS, Los siete primeros concilios ecuménicos [325–787] (Salamanca: Sígueme, 2013), 59–61.

28  Cf. NORMAN P. TANNER, Los concilios de la Iglesia. Breve historia (Madrid: BAC, 2003); LEO D. DAVIS,

29  JOSÉ M. ABADÍAS AURÍN (coord.), Historia de los concilios (Córdoba: Almuzara, 2023), 23–24.

30  Cf. GIUSEPPE ALBERIGO, ed., Historia de los concilios ecuménicos (Salamanca: Sígueme, 1993), cap. «Nicea I» (El concilio de Nicea [325]).

31  TEJA, «Religión y política…», 30–35.

32  H. A. DRAKE, Constantine and the Bishops: The Politics of Intolerance (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2000), xvi.

33  HANS KÜNG, La Iglesia católica (Barcelona: Mondadori, 2002), 28–31.

34  HANS KÜNG, La Iglesia católica (Barcelona: Mondadori, 2002), 28–31. Citas literales: «Un Dios, un emperador, un imperio, una iglesia, una fe»; «en menos de un siglo la iglesia perseguida se convirtió en una iglesia perseguidora».

35  Ibíd.

36  Ibíd.

37  Cf. WILLIAM R. ESTEP, La historia de los anabaptistas: revolucionarios del siglo XVI (Farmington, NM: Lámpara y Luz, 2008).

38  Cf. JOSÉ MORENO BERROCAL, Roger Williams: La libertad de conciencia, la separación Iglesia–Estado, y el poder democrático (Barcelona: Andamio, 2023).






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JUAN G. BIEDMA, teólogo protestante, ecumenista, ha sido diácono permanente de la Iglesia católica romana [1986–2025]. Es Diplomado en Ciencias Bíblicas por la Escuela Bíblica de Madrid, adscrita a los Agustinos de El Escorial (Madrid); Diplomado y Licenciado en Ciencias Religiosas por el Instituto Superior de Teología y de Ciencias Religiosas y Catequéticas San Dámaso (Madrid), dependiente de la Pontificia Universidad de Salamanca; Estudios Teológicos del Diaconado Permanente de la diócesis de Madrid–Alcalá (un curso escolar en el Seminario Conciliar de Madrid) Diplomado en Teología Ecuménica y Diálogo Interreligioso y en Religiones y Sectas/NMR en España, por el Centro Ecuménico «Misioneras de la Unidad» de Madrid; Diploma Curso «El fenómeno de las Sectas y los Nuevos Movimientos Religiosos», de la Fundación S.P.E.S. (Argentina);. Diploma Curso «Raíces religiosas y espirituales del fenómeno sectario», Cultus Formación y RedUne (San Sebastián); Diploma Curso «Religión y Fe en un mundo plurisecular» e Introducción a la Ciencia y Fe, SEUT, Facultad de Teología, Fundación Federico Fliedner (Madrid); Historia y Teología del Ecumenismo (asignatura de 4º curso del Bachillerato en Teología/Grado del ISTIC sede La Laguna–Tenerife; Máster en Teología Dogmática Protestante por el Instituto Superior de Teología y Centro de Investigación Bíblica (CEIBI) —FEREDE—, La Laguna–Tenerife.











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