‘El Diablo. Desde las mitologías del Oriente Próximo hasta los Padres de la Iglesia’ de Antonio Carmona | Juan G. Biedma
Reseña
Autor
Antonio Carmona Heredia, autor de El Diablo. Desde las mitologías del Oriente Próximo hasta los Padres de la Iglesia, es un autor evangélico español que aporta una perspectiva evangélica sólida y bien informada. Fue pastor durante años, experiencia que le ha brindado un conocimiento práctico de la fe y de las inquietudes doctrinales en contextos eclesiales. Académicamente, Carmona Heredia se formó tanto en el ámbito de la teología católica como en el protestante. Obtuvo la licenciatura en Teología en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Burgos) y completó su formación con estudios en teología dogmática y pastoral en el CEIBI, institución de reconocido prestigio en las iglesias evangélicas de España e Hispanoamérica.
Esta combinación de vivencia pastoral y rigurosa preparación académica se refleja en su obra, que aborda temas teológicos con un afán divulgativo superior y un compromiso con la ortodoxia evangélica. Como miembro de la comunidad gitana, Carmona Heredia también encarna una voz poco frecuente en la academia teológica española, lo cual enriquece su perspectiva. Actualmente se desempeña como docente en teología bíblica, lo que evidencia su vocación pedagógica, en diversas instituciones teológicas. En conjunto, su perfil de ex–pastor evangélico, teólogo formado y autor dedicado a la investigación confiere a sus escritos una autoridad tanto práctica como intelectual, algo que resulta evidente en la obra aquí reseñada.
El Credo cristiano y la realidad del demonio
El cristianismo, desde sus orígenes, confesó su fe en un Dios creador, redentor y vivificante, pero al mismo tiempo reconoció la existencia de un poder que se opone radicalmente a su designio de salvación y restauración. El Credo niceno–constantinopolitano no menciona de forma explícita al Diablo, aunque sí proclama que Cristo «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo» y que su venida
final se orienta al juicio de vivos y muertos. Implícitamente, la confesión cristiana reconoce que existe un enemigo escatológico, vencido en la Cruz, pero aún activo en la historia, cuya derrota definitiva se proclamará en la parusía, de tal forma que la derrota plena del mal constituye la presencia nueva y gloriosa del Señor.
A lo largo de la tradición, el demonio fue entendido como personificación del mal, no como un principio autónomo frente a Dios, sino como criatura caída y subordinada a la soberanía divina y a sus designios. Esta concepción diferencia radicalmente la fe cristiana de los dualismos gnósticos y maniqueos, antiguos o contemporáneos: según el credo, el mal no posee naturaleza propia, sino un carácter parasitario y privativo, aunque su influjo en la historia resulte innegablemente real y devastador. Incluso cuando se le personifica, el mal no se sitúa en el mismo plano del ser que Dios ni su oposición alcanza un carácter absoluto.
En este marco, la demonología no se reduce a una mera especulación marginal, sino que constituye un complemento del kerigma: si Cristo es proclamado Salvador, es porque salva de algo y de alguien. La predicación apostólica ya vinculaba la fe en la resurrección con la victoria sobre la potestad de Satanás y sobre la muerte (Heb 2:14; Ap 12:9–11). Desde entonces, la confesión de fe mantiene la tensión entre la soberanía de Dios y la acción del Maligno, entre la proclamación de Cristo vencedor y la experiencia de la tentación y del sufrimiento humano.
Por ello, toda aproximación académica al Diablo, como la que ofrece Antonio Carmona Heredia, no puede desligarse de esta base credal: el mal no es únicamente una categoría mitológica o cultural, sino una realidad que interpela tanto a la fe como a la razón, y cuya respuesta definitiva se encuentra en la confesión de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador. De ahí que la Iglesia, al proclamar su fe, mantenga viva la súplica del Señor en el Padrenuestro: «y líbranos del Malo. Amén».
Análisis del libro
1. Prólogo de Alfonso Ropero Berzosa
El libro se abre con un prólogo esclarecedor de Alfonso Ropero, uno de los filósofos, historiadores y teólogos evangélicos más reconocidos de España. Ropero sitúa la obra de Carmona Heredia en un contexto amplio, recordando que la creencia en un ser maligno —el Diablo, Satanás— no es exclusiva del cristianismo ni original del pueblo de Israel.
Señala cómo en el Antiguo Testamento apenas se menciona a esta figura y, cuando aparece (por ejemplo, en Job), lo hace más como un fiscal celestial al servicio de Dios que como un ente autónomamente maligno. Ropero resalta que la representación de un agente personal del mal es antiquísima y debe rastrearse en las mitologías primitivas de diversas civilizaciones para comprender su origen. En efecto, indica que Carmona Heredia “ha investigado la figura del Diablo desde el principio de los registros escritos” para explicar cómo las distintas culturas han dado sentido a la persistente presencia del mal en el mundo.
Además de contextualizar el tema, Alfonso Ropero valora positivamente el enfoque histórico–descriptivo del autor. Según Ropero, El Diablo de Carmona Heredia «no es especulativa, sino descriptiva», pues no parte de una tesis doctrinal preconcebida, sino que ofrece una exposición histórica del concepto e imagen del Diablo a lo largo del tiempo. Esta aproximación, afirma, es la adecuada para un fenómeno cuya comprensión requiere trazar su desarrollo a través de los milenios. El Prólogo destaca la amplitud del estudio: el autor examina al Diablo desde los antiguos mitos orientales hasta el final del Imperio romano, con especial atención a la visión bíblica y cristiana. Ropero subraya que esta «arqueología» del pensamiento sobre el mal provee un panorama imprescindible para eventualmente articular una teología sobre el mundo demoníaco informada por la historia.
Ausencia de una Presentación
Igualmente, hubiera resultado oportuno —aunque fuera con unas breves líneas— que el propio autor incluyera una Presentación de su obra en la que aludiera a la recepción dogmática de la figura de Satanás en la tradición cristiana. Desde etapas tempranas, en efecto, se exigía al bautizando que adjurara del Maligno y de sus obras, señal inequívoca de la conciencia eclesial sobre su poder y presencia. El mismo Jesucristo enseñó a sus discípulos la realidad de la acción demoníaca, resistiéndola personalmente en las tentaciones y denunciando sus efectos en la comunidad naciente.
Cabe añadir que, si bien Carmona no aborda explícitamente esta cuestión al estudiar la temática en el arco neotestamentario y patrístico, precisamente por ello habría sido pertinente que en dicha Presentación dejara constancia de esta dimensión, no como crítica a su propio planteamiento, sino como marco de referencia doctrinal de la tradición cristiana. Con un tono explicativo y adecuado, esta breve referencia habría enriquecido el libro, completando su dimensión histórica con un apunte dogmático que le otorgara mayor hondura.
En una palabra, considero que era necesario dejar constancia, en la voz inicial del propio autor, de la creencia cristiana en las fuerzas del mal y en su personificación en el Maligno, tal como lo atestigua la oración más esencial y universal de la tradición: el Padrenuestro.
2. Síntesis de la obra
La obra se organiza en cuatro capítulos bien definidos, que recorren en secuencia histórica y teológica la figura del Diablo desde las culturas más antiguas del Cercano Oriente hasta la reflexión de los Padres de la Iglesia. Este recorrido ofrece al lector una comprensión panorámica del origen y evolución del concepto del Mal personificado, integrando referencias culturales, bíblicas y patrísticas.
Capítulo I. El mal en la mitología del Oriente Próximo antiguo.
El primer capítulo se adentra en las civilizaciones mesopotámica, egipcia y cananea para analizar cómo entendían el mal en sus relatos míticos fundacionales. El autor evangélico explica que en estas culturas primitivas el mal se representaba mediante diversos dioses o fuerzas oscuras, a menudo simbolizados por criaturas caóticas como la serpiente, a la que describe desde diversas ópticas incluidas las temporales. Así, se describen, por ejemplo, los mitos babilónicos en los que el dios Marduk derrota a la serpiente marina Tiamat, figura que encarna el caos primordial. Igualmente, en la mitología egipcia se menciona la recurrente lucha del dios solar Ra contra la serpiente Apofis, símbolo del desorden cósmico. En el ámbito cananeo, el autor explora la leyenda de Baal (un dios que atrajo la atención y seguimiento de no pocos hebreos) y Yamm (el dios del mar), donde de nuevo una serpiente monstruosa personifica las fuerzas del caos opuestas al orden divino. Estas narraciones antiguas presentan un patrón común: un combate cósmico en el cual la deidad benéfica impone el orden derrotando a la criatura caótica. Carmona Heredia muestra cómo tales imágenes —el dragón, el leviatán, la serpiente antigua— influyeron posteriormente en el imaginario bíblico sobre el mal. El capítulo concluye sugiriendo que la figura bíblica de «la serpiente… que se transforma en el Diablo» hunde sus raíces en este trasfondo mítico compartido.
Capítulo II. El contexto cultural del Diablo y los demonios en Oriente Próximo antiguo y su influencia en el Antiguo Testamento.
Tras examinar la matriz mítica general, el segundo capítulo se centra en cómo ese trasfondo influye en la revelación bíblica del Antiguo Testamento (por supuesto, en su parte expresiva literaria). Aquí el autor analiza la paulatina aparición de Satanás y los espíritus malignos en la literatura israelita, a la luz de las culturas circundantes. A lo largo del Antiguo Testamento la figura del Diablo no está plenamente desarrollada; ahora bien, muestra que a medida que Israel estuvo en contacto con otras naciones, adoptó y adaptó ciertos conceptos de seres espirituales malignos. Inicialmente, muchos males (plagas, desgracias, enfermedades…) se atribuían directamente a la acción divina como castigo o prueba. Pero posteriormente, aparecen indicios de entidades espirituales adversarias más independientes. Un momento clave que analiza el libro es la transformación de Satanás de un acusador celestial subordinado —fiscal— (como se ve en Job y Zacarías) a un opositor más claramente malévolo emancipado. Esto ocurre en parte en la literatura tardía del Antiguo Testamento y en escritos intertestamentarios de tipo apocalíptico. Los textos, como los rollos del Mar Muerto o el libro de Sabiduría, interpretan la serpiente del Edén y otras figuras como manifestaciones directas de Satanás. En suma, el Capítulo II describe la génesis de la demonología bíblica: el Antiguo Testamento, aunque discreto en menciones al Diablo, refleja un proceso histórico–religioso en el que las nociones de un ser maligno van cobrando forma al confluir las tradiciones ancestrales con la revelación monoteísta de Israel.
Capítulo III. El contexto cultural del Diablo y los demonios en el mundo greco-romano y su influencia en el Nuevo Testamento.
El tercer capítulo expande la mirada hacia el mundo helenístico y romano, y examina cómo sus ideas religiosas y filosóficas sobre los espíritus influyeron en la comprensión del mal en tiempos del Nuevo Testamento. Se identifican dos grandes aportes culturales en este periodo: el dualismo persa (zoroastrismo) y la noción griega de daimon. El zoroastrismo introdujo una concepción dualista del cosmos (el eterno conflicto entre el bien, personificado en Ahura Mazda, y el mal, personificado en Angra Mainyu) que resultó muy influyente. En la antigüedad clásica, el término griego daimōn tenía un significado amplio: podía referir a espíritus menores, genios tutelares e incluso deidades
intermediarias, no siempre malignos. Por el contrario, en la mentalidad judía helenística y en el cristianismo naciente, daimonion pasó a designar principalmente a espíritus impuros y enemigos de Dios. Carmona explica cómo, en el contexto del Nuevo Testamento, esta redefinición estaba ya asentada: los evangelios, por ejemplo, retratan a Jesús confrontando y expulsando daimonia (demonios), reflejo de un mundo entendido en términos de combate espiritual entre el reino de Dios y las fuerzas del mal. Asimismo, el autor conecta la cosmovisión greco–romana con la proliferación de prácticas mágicas, astrología y cultos mistéricos en el primer siglo, escenarios en los que la creencia en entidades demoníacas era común. El Capítulo III logra así contextualizar el Nuevo Testamento: tras siglos de ideas acumuladas, en la época de Jesús y los apóstoles el Diablo aparece con un perfil mucho más nítido —príncipe de los demonios, adversario de Cristo y de su Iglesia— gracias al sustrato cultural dualista y demonológico que se había gestado.
Capítulo IV. El Diablo en los Padres de la Iglesia.
En el capítulo final, Carmona recorre la reflexión de la Iglesia primitiva acerca del Diablo y el mal, desde el siglo I hasta el IV, abarcando distintos grupos de escritores eclesiásticos: Padres Apostólicos, Apologistas, Padres griegos, latinos y capadocios. En los Padres Apostólicos (siglos I–II) se percibe la conciencia de un enemigo espiritual que tienta a los creyentes y causa divisiones. En los Padres Apologistas (mediados del siglo II), teólogos como Justino Mártir y Tertuliano identificaron a los dioses paganos con seres demoníacos, estableciendo así los pilares de la demonología cristiana. Con los Padres griegos, especialmente Clemente de Alejandría y Orígenes, la reflexión se hizo más filosófica: Orígenes, por ejemplo, explicó la caída de Satanás desde la libertad de la voluntad, influenciado por el platonismo. En el ámbito de los Padres latinos, Tertuliano subrayó la acción real de los demonios en la historia, y san Agustín integró la figura del Diablo en su visión de la civitas terrena frente a la civitas Dei, concibiendo el mal como privatio boni. Finalmente, los Padres capadocios consolidaron la enseñanza sobre ángeles y demonios en el marco de la creación y la providencia. En conjunto, este capítulo evidencia cómo la Iglesia antigua fue delimitando doctrinalmente la figura del Diablo como tentador y adversario real, pero subordinado a la soberanía divina y destinado a la derrota escatológica.
3. Valoración
Perspectiva histórica
La obra ofrece una visión diacrónica sólida del concepto de Diablo, mostrando cómo evoluciona en diálogo con los contextos culturales y religiosos de cada época redaccional. El autor evita simplificaciones y demuestra gran manejo de fuentes antiguas y modernas, además de un intenso trabajo de investigación y académico.
Perspectiva bíblica
Antonio Carmona ofrece un manejo equilibrado de la Escritura: reconoce la progresividad de la revelación —elemento de vital importancia para comprender la evolución coherente del dogma—, contextualiza cada pasaje en su época y sostiene la vigencia de la enseñanza bíblica sobre el mal personal. Su aproximación se sitúa en una posición intermedia entre
la exégesis liberal y la interpretación literal–conservadora, como puede apreciarse en los siguientes aspectos:
- Equilibrio: evita absolutizar la letra del texto o interpretarla de manera fundamentalista.
- Progresividad: entiende la revelación bíblica como un proceso dinámico y gradual, no como un bloque estático.
- Contextualización: sitúa cada pasaje en su horizonte cultural y religioso, utilizando criterios propios de la exégesis histórico–crítica.
- Vigencia: al mismo tiempo, afirma la permanencia de la enseñanza bíblica sobre el mal personal, lo que lo distancia del liberalismo clásico, inclinado a reducir esta dimensión a un mero mito.
De este modo, Carmona Heredia —al igual que quien suscribe esta reseña— se sitúa en una posición bíblica, exegética y hermenéutica, de equilibrio, capaz de integrar el rigor académico con la confesionalidad. Su enfoque se aproxima más a la teología bíblica contemporánea que a la línea liberal clásica, aunque no deja de suscitar críticas y resistencias en sectores de orientación fundamentalista o literalista, presentes en buena parte del mundo evangélico y también, en menor medida, en ciertos ámbitos del catolicismo y de otras grandes confesiones.
Perspectiva patrística
La sección dedicada a los Padres de la Iglesia constituye uno de los aportes más significativos de la obra. El autor, desde su alta consideración de los escritos patrísticos, consigue sistematizar siglos de reflexión teológica de manera clara y accesible, sin simplificar en exceso y respetando con fidelidad las fuentes patrísticas. A través de una lectura ordenada y crítica, muestra cómo la comprensión del mal y de su personificación en el Diablo fue configurándose en la tradición cristiana desde los primeros apologistas hasta los grandes doctores de la Iglesia.
Se aprecia, además, la atención al contexto histórico y doctrinal en el que surgieron estas reflexiones: las disputas con las herejías gnósticas y maniqueas, la elaboración progresiva de una angelología y demonología más precisa, y la relación entre la doctrina sobre el Diablo y los grandes credos cristológicos y trinitarios. El autor logra evidenciar la continuidad de este pensamiento patrístico, cuya influencia se deja sentir en la teología medieval y llega, en formas diversas, hasta la actualidad. De este modo, el lector obtiene no solo una panorámica de la patrística en torno al problema del mal, sino también un marco interpretativo para comprender cómo las categorías formuladas en aquellos siglos siguen condicionando el lenguaje y la doctrina cristiana contemporánea.
Valoración metodológica
El método adoptado por Antonio Carmona es fundamentalmente histórico–descriptivo. El autor recurre a una amplia bibliografía secundaria y, sobre todo, a fuentes primarias, lo que otorga solidez a su exposición. Su aproximación no es especulativa ni apologética,
sino expositiva y analítica, orientada a reconstruir la evolución de las ideas sobre el mal y la figura del Diablo a lo largo de siglos.
Este enfoque le permite situar cada etapa en su propio contexto cultural, filosófico y religioso, evitando anacronismos y lecturas interesadas. A la vez, mantiene un equilibrio entre el rigor académico y la claridad didáctica, de modo que el texto resulta accesible no solo para especialistas, sino también para un público más amplio interesado en la historia de las religiones y la teología cristiana.
La metodología empleada confiere a la obra un doble valor: por un lado, asegura su validez académica, al fundamentarse en un aparato crítico bien documentado; por otro, le otorga un indudable alcance divulgativo, al traducir en lenguaje comprensible cuestiones complejas sin perder profundidad. Esta conjunción constituye una de las mayores fortalezas del libro, al abrir un tema denso y especializado a una audiencia plural.
Valoración didáctica
La obra consigue articular con acierto erudición y pedagogía. Su lenguaje es claro, ordenado y estimulante, lo que la convierte en un recurso apto no solo para el lector culto no especialista, sino también para un público académico más amplio. La estructura expositiva y la riqueza de referencias permiten que el libro se utilice como manual de consulta o como apoyo en la docencia.
Por ello resulta recomendable en distintos ámbitos: en las facultades y seminarios de teología —tanto protestantes como católicos— como material de estudio y debate; en la formación de profesores de religión en el ámbito escolar; en el trabajo de teólogos y divulgadores que buscan acercar el pensamiento y la doctrina cristiana a un público amplio; así como en la labor pastoral de sacerdotes, pastores, diáconos y creyentes comprometidos con sus comunidades. En definitiva, de lectura obligada a todo creyente que quiera estar bien formado en su fe.
La claridad didáctica con que se presenta un tema tan complejo y, en ocasiones, polémico constituye uno de los mayores logros del libro: permite que una investigación rigurosa sobre la figura del Diablo se convierta también en una herramienta formativa para la Iglesia y para la reflexión teológica contemporánea.
La obra logra ser erudita y pedagógica a la vez. Su lenguaje es claro, ordenado y estimulante, apto tanto para estudiantes como para lectores cultos no especialistas.
4. Crítica
El volumen presenta, junto a sus aciertos, una serie de lagunas temáticas que conviene destacar:
Un primer límite podría formularse no tanto en la ausencia, cuanto en la falta de una síntesis más sistemática entre la figura de Satanás y la angeología. El volumen, en realidad, ofrece un rico conjunto de materiales: describe la corte celeste y al Señor de los Ejércitos; explica la densificación de la angelología en el período postexílico; analiza la naturaleza y funciones de los ángeles en textos apócrifos; examina la tradición de los
vigilantes de Gn 6 con la figura de Satanael y los Grigori —los que velan— (1 Henoc 6–16); recoge las menciones a Mastemá y Belial; estudia las liturgias celestes de Qumrán y, ya en la recepción patrística, incluso la figura del «ángel de la maldad» en El Pastor de Hermas. Todo ello muestra que nuestro autor no descuida el papel de la angeología en el despliegue de la demonología, a la que sin duda pertenece o se encuentra emparentada.
Ahora bien, con ser abundante y documentado, este material queda presentado de modo más bien descriptivo. Habría enriquecido el análisis una articulación más explícita y comparada: establecer las jerarquías angélicas, trazar la evolución desde el Satán «acusador» de Job y Zacarías hasta el adversario cósmico de Enoc y Qumrán, señalar el tránsito terminológico de Satanael a Satanás, o integrar en un cuadro de conjunto la cronología del judaísmo del Segundo Templo junto a la figura de los arcángeles principales. Una reordenación de este tipo habría hecho todavía más claro el puente entre angeología y demonología, que el libro ya maneja con solvencia.
El volumen dedica un espacio significativo a la medicina y a su conexión con lo demoníaco. Carmona muestra cómo en la Grecia clásica se atribuían enfermedades a daimones malignos, cómo Hipócrates y Galeno oscilaron entre explicaciones racionales y creencias espirituales, y cómo en Roma persistieron los conjuros y brebajes de carácter supersticioso. Asimismo, analiza la tradición apócrifa (1 Enoc) que vincula a los ángeles caídos con la enseñanza de la brujería, hechicería y de las artes médicas ilícitas, y recoge testimonios patrísticos (Justino) donde los demonios aparecen asociados a escritos mágicos, terrores y enfermedades.
Ahora bien, con ser abundante y bien documentado, este material queda presentado de forma descriptiva. Habría enriquecido el análisis una integración más sistemática que mostrara cómo, en la patrística, muchas prácticas curativas eran interpretadas como acción demoníaca y cómo esta lectura condicionó durante siglos la relación entre Satán, la enfermedad y las terapias mágicas. Una articulación de este tipo habría situado mejor el libro en diálogo con estudios comparativos como El dios que hechiza y encanta (reseñado en su día por quien escribe esta recensión), donde se exploran los vínculos entre lo demoníaco, la hechicería y las prácticas médicas en la Antigüedad.
El libro de Antonio Carmona borda en varios pasajes la relación del cristianismo primitivo con el poder romano, en especial a través de la literatura apologética, que se dirigía a emperadores y magistrados, y donde el demonio aparece vinculado a la idolatría y a la hostilidad imperial contra la fe. El autor del Diablo muestra bien cómo los cristianos
fueron acusados de conspirar contra Roma y cómo los apologistas transformaron esa acusación en defensa pública y en crítica al culto imperial.
Con todo, queda pendiente un desarrollo más amplio de la dimensión específicamente política de la demonología: en el Antiguo Testamento, donde las potencias enemigas se interpretan como expresiones del mal; en el Apocalipsis, donde el Imperio romano es identificado con la Bestia (el original y famoso 666, también llamada falso profeta que induce a la humanidad a rendirle culto y ostentar su marca —járagma— Ap 14:9.11, a modo de sello —spragís— como en el bautismo cristiano, en donde este sello hace relación al Espíritu Santo); y el Dragón (identificado con la serpiente antigua, llamada Diablo y/o Satanás y en modo alguno obispo de Roma) (Ap 12–13), Y en la patrística, que denunció la corrupción de las instituciones como obra demoníaca. Una articulación de este ángulo habría enriquecido la obra, mostrando cómo el lenguaje sobre Satán funcionó no solo como categoría espiritual, sino también como crítica político–religiosa frente a estructuras de poder injustas, temática de indudable actualidad.
Por otra parte, dedica atención a la literatura apocalíptica judía y cristiana, presentando con claridad el trasfondo histórico del género y destacando el problema del mal como una de sus claves. Recoge, así, las principales explicaciones sobre su origen —la rebelión de los Vigilantes, el pecado original y las corrientes dualistas— y muestra cómo en este horizonte el mal adquiere dimensión cósmica y escatológica.
Ahora bien, el tratamiento se centra sobre todo en el análisis histórico y descriptivo. Habría enriquecido el estudio una articulación más explícita del papel del Diablo como antagonista por excelencia en el Apocalipsis, cuya presencia sostiene la lógica del género y cuya derrota final constituye el núcleo de la revelación escatológica. Una reflexión de este tipo habría situado mejor el libro en diálogo con la investigación contemporánea, que ha explorado ampliamente el alcance teológico y político del lenguaje apocalíptico.
Aunque ofrece un valioso recorrido por la patrística, mostrando cómo autores como Basilio de Cesárea interpretaron la figura del Diablo como un adversario real y activo que amenaza tanto al alma individual como a la comunidad eclesial. También recoge interpretaciones patrísticas de pasajes como Isaías 14, vinculados a la caída de Lucifer.Con todo, el análisis no se prolonga hacia la dimensión estrictamente conciliar y dogmática. Los símbolos ecuménicos, desde Nicea hasta Constantinopla, no incluyen a Satán de manera explícita, mientras que la liturgia bautismal antigua situaba en el umbral de la fe las renuncias al Diablo y a sus obras, inmediatamente antes de la profesión de fe. Esta dialéctica —renuncia al adversario / confesión de Cristo— vertebró la catequesis y marcó la recepción dogmática de lo demoníaco. Posteriormente, el IV Concilio de Letrán [1215] definió que «el Diablo y los otros demonios fueron creados buenos por Dios, pero se hicieron malos por sí mismos», consolidando una ontología del mal angélico ya anticipada por la patrística. Una consideración más amplia de este conjunto —credos, renuncias, definiciones conciliares y legislación sinodal— habría fortalecido el puente entre demonología y dogmática, mostrando que la cuestión angélico–demoníaca no es periférica, sino estructural para la comprensión cristiana del mal.
Finalmente, se presenta un tratamiento detallado de las moradas intermedias y de las potestades del aire, siguiendo tanto la visión griega como la bíblica, y analiza demonios vinculados a lugares desolados o a la enfermedad. Con todo, no se desarrolla en profundidad la noción del infierno como espacio simbólico donde la tradición cristiana proyectó la soberanía de Satán.
La tradición patrística y escolástica configuró el infierno como lugar de condena y ausencia de Dios, asignando al Diablo la función de soberano, aunque los textos bíblicos nunca lo presenten como «dueño del infierno». Una comparación más explícita con otras tradiciones religiosas —el Sheol hebreo, el Hades griego, el Tártaro mitológico o la Gehenna judía— habría enriquecido la obra, pues permitiría comprender cómo Satán pasó de ser «acusador» celeste, es decir fiscal en el plano jurídico, a «príncipe» del mundo subterráneo, figura de gran impacto en el imaginario cristiano y literario posterior.
A modo de advertencia final, diré que la obra del autor reseñado, aun siendo un aporte sólido desde la óptica didáctica al estudio del Diablo, adolece de una ausencia cuya inclusión habría enriquecido notablemente el volumen: un glosario o selección final de vocabulario en el que se recogieran, de forma ordenada, los distintos nombres con que la tradición bíblica y teológica ha designado al Maligno —Satán, Lucifer, Diablo, Tentador, Adversario, Dragón, Serpiente antigua, entre otros— acompañados de una breve descripción de su significado y contexto. Un recurso de este tipo habría facilitado la consulta del lector, dotando al estudio de un valor de referencia aún mayor y ofreciendo una síntesis terminológica que completara su enfoque exegético–hermenéutico e histórico–doctrinal.
Igualmente, en el libro se echa en falta un índice de autores que recoja la amplia nómina de pensadores, tanto antiguos como contemporáneos, que han tratado de una u otra forma el tema del Diablo. La incorporación de este recurso habría permitido al lector identificar con mayor facilidad las fuentes y referencias, y hubiera dotado al volumen de una utilidad adicional. Este tipo de índice resulta cada vez más necesario, sobre todo en obras que aspiran a ocupar un espacio pedagógico, a la vez que de alta divulgación, rigurosa y académica.
Hacia un segundo volumen: el Diablo, la brujería y el satanismo moderno
La amplitud del trabajo de Antonio Carmona Heredia abre con naturalidad la posibilidad de un segundo volumen que dé continuidad a la historia del mal en su vinculación con la cultura, la religión y las prácticas sociales más recientes. Si el primer tomo rastrea la genealogía del Diablo hasta la patrística, una segunda entrega debería adentrarse en las edades oscuras y luminosas de la modernidad, donde la figura demoníaca adquiere perfiles nuevos, ligados a la brujería, al ocultismo y al satanismo organizado.
En la Edad Media y Moderna, la demonología no se limitó a los tratados teológicos: impregnó los procesos inquisitoriales, los manuales de cazadores de brujas (como el célebre Malleus Maleficarum) y la imaginación popular. Las brujas fueron vistas como colaboradoras directas del Diablo, con lo cual la brujería se convirtió en símbolo del pacto satánico, produciendo una de las mayores oleadas de persecución en la historia de Europa.
En los siglos XIX y XX, con el declive del poder eclesial y el auge del ocultismo moderno, el Diablo reaparece en nuevos escenarios: el espiritismo, la teosofía, la magia ritual y, finalmente, en el satanismo organizado, cuyo emblema es Anton LaVey con su Biblia Satánica (1969). En este contexto, Satanás deja de ser únicamente un ente temido y se convierte para algunos grupos en figura de reivindicación: un símbolo de libertad, rebelión y poder frente a las religiones tradicionales.
La proliferación de sectas satánicas y grupos de inspiración demonológica durante el siglo XX y XXI ha dado lugar a fenómenos sociales complejos: rituales de marginación o violencia, comunidades que mezclan hedonismo, culto al mal y contracultura, e incluso expresiones de satanismo virtual en el ciberespacio. Aquí el Diablo ya no es solo objeto de teología, sino protagonista de identidades subculturales, de movimientos juveniles, de expresiones musicales y de industrias culturales enteras.
Un segundo volumen debería abordar esta transformación del Diablo en clave histórica y crítica:
- de enemigo teológico a símbolo de resistencia cultural,
- de figura doctrinal a icono literario, artístico y musical,
- de tentador espiritual a bandera sectaria y contracultural en la modernidad tardía.
El análisis de estas corrientes —brujería, ocultismo, satanismo moderno y sectarismo contemporáneo— permitiría completar el panorama iniciado en el primer volumen. Se trataría de mostrar cómo la figura del Diablo, lejos de desaparecer en la era secularizada,
se metamorfosea y persiste como símbolo multiforme del mal, la rebeldía y la fascinación por lo prohibido.
Ahora bien, un segundo volumen no debería perder de vista la dimensión creyente. Para el cristiano, la figura del demonio no es un simple residuo mitológico ni un arquetipo cultural, sino la expresión de una realidad maléfica que sigue presente en el mundo. La fe reconoce que existen ámbitos incomprensibles y dimensiones desconocidas donde el mal anida como una enfermedad profunda que erosiona la vida humana y comunitaria. Incluso
en una sociedad posmoderna, regida por un individualismo fragmentador o un colectivismo uniformador, y dominada por la razón instrumental y el poder tecnológico–científico erigidos en nuevos ídolos, la confesión cristiana se ve llamada a proclamar la vigencia de esta realidad que nos supera. Lejos de enterrar el mito, el símbolo se convierte en mediación indispensable para expresar la experiencia de ese mal último, cuya forma cada tradición confiesa e interpreta de acuerdo con su propia fe.
Me consta que Antonio Carmona Heredia es un cristiano cabal, con una formación bíblico–teológica académica de nivel universitario elevado, acompañada de un bagaje cultura importante, un verdadero apologeta de la fe, capaz de dialogar con la cultura, la ciencia y el mundo contemporáneos. Ello permite augurar que podrá desarrollar, en continuidad con este primer volumen, un diálogo serio y sereno en el que el Maligno y la realidad del mal no queden marginados ni desestimados como si fueran elementos propios de sociedades, culturas o antropologías ya superadas. Muy al contrario, cabe esperar que los aborde con fidelidad al Espíritu y desde una conciencia evangélica lúcida, capaz de discernir su vigencia y de ofrecer una palabra teológica con sentido para nuestro tiempo.
Conclusión final
La parte crítica de esta reseña no pretende desmerecer los logros de la obra, sino señalar áreas que invitan a una futura profundización. Todas ellas muestran que la investigación sobre la figura de Satán, lejos de estar agotada, continúa ofreciendo un amplio campo de estudio teológico, histórico y cultural.
Más que debilidades insalvables, estas lagunas deben entenderse como estímulos para el propio autor. Por muy revestida de un envase mitológico que aparezca, la cuestión del mal personal y de su personificación en el Diablo mantiene plena vigencia, incluso en una era digital tan propensa a la impostura y al engaño. Como recordaba Tolkien al describir a Sauron, el Señor Oscuro de la saga del El Señor de los Anillos, Satán puede interpretarse como «el gran impostor», figura que se reinventa en cada época para enmascarar el mal bajo nuevas formas.
En este horizonte, un segundo volumen no solo sería deseable, sino también necesario, para continuar el estudio del mal y del Maligno a partir de la patrística, con especial incidencia en la Edad Media y en la Reforma, donde la demonología alcanzó una presencia determinante tanto en la teología como en la cultura popular. A ello debería seguir el análisis de la cuestión en la teología liberal, que replanteó críticamente la figura de Satanás, y el examen del cristianismo esotérico y de la teosofía, en los que aparece una nueva imagen del Diablo como un Prometeo rebelde que, en nombre de la libertad, se enfrenta a Dios. De esta reinterpretación surgieron cultos y movimientos de inspiración satánica, hasta desembocar en el siglo XX y XXI en la consolidación de un satanismo organizado, dotado incluso de su propia biblia. La crítica, por tanto, se convierte en recomendación: prolongar la investigación en un nuevo estudio que articule con mayor amplitud la relación de la demonología con la angeología, la medicina y la magia, la dimensión política y escatológica, la recepción dogmática y la configuración del infierno en el imaginario cristiano, a la vez que explore la metamorfosis del Diablo en la modernidad y en el mundo contemporáneo.
Conclusión y recomendaciones de lectura
El Diablo. Desde las mitologías del Oriente Próximo hasta los Padres de la Iglesia es una aportación relevante y necesaria a la teología evangélica en lengua española. Recomendada, desde mi criterio, especialmente para pastores, docentes y estudiantes de teología, puede servir como manual de referencia en historia de las doctrinas y en demonología bíblica. Asimismo, es útil para el público culto que desee comprender cómo la figura del mal personificado ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes culturales hasta la Iglesia antigua. Su estilo claro y su riqueza documental convierten a esta obra en un libro de lectura provechosa, capaz de enriquecer tanto la fe como la reflexión crítica.
Por último, deseo felicitar al autor por su dedicación al estudio bíblico–teológico y por el notable resultado alcanzado en este volumen, que nos conduce al umbral de una realidad frecuentemente relegada al desván espiritual por incómoda, incomprensible y perturbadora. La cuestión del mal y de lo demoníaco suele ser evitada o tratada de soslayo, debido a su carácter inquietante y a su presencia angustiosa en la historia humana, donde a menudo parece imponerse el reino del mal y eclipsarse la experiencia del bien, es decir, de Dios. La obra de Carmona nos recuerda que esta temática, lejos de ser marginal, constituye un desafío permanente para la fe, la razón y la vida eclesial.
He de apuntar que en la tradición cristiana antigua (Agustín, por ejemplo) se formula que el mal no tiene realidad sustancial, sino que consiste en la privatio boni —la ausencia del bien— lo cual coincide, en su modo, con la frase popular, y que circula mucho en redes digitales: «el mal es la ausencia de Dios». Que ello nos fortalezca para sostener nuestra fe y esperanza.
Referencia bibliográfica:
Antonio Carmona Heredia, El Diablo. Desde las mitologías del Oriente Próximo hasta los Padres de la Iglesia, Salamanca: Editorial Sola Fide, 2025, 300 pp. (Colección Teología).
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Juan G. Biedma es Licenciado en Ciencias Religiosas por la Facultad de Teología San Dámaso (Pontificia Universidad de Salamanca), Magíster en Teología Dogmática Reformada por el Instituto Superior de Teología y Ciencias Bíblicas. CEIBI y Diplomado en Ecumenismo, Diálogo Interreligioso y Sectas/NMR por el Centro Ecuménico de Madrid.
Excelente comentario con una impresionante erudición, a un libro de obligatoria lectura y estudio para clarificar nuestras creencias sobre el diablo y el mal.
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