SOÑAR LA UNIDAD: ¿QUÉ CAMINOS TOMAR?
XXXIII ENCUENTRO ECUMÉNICO DE EL ESPINAR
30 junio / 04 julio 2025
Resumen
El XXXIII Encuentro Ecuménico de El Espinar, bajo el lema Soñar la unidad: ¿Qué caminos tomar?, ofrece una reflexión profunda y comprometida sobre el desafío actual de la unidad cristiana. La experiencia ecuménica, nacida como semilla de fraternidad en los años setenta–ochenta, se presenta hoy como una respuesta profética a la fragmentación eclesial y a la cultura de la división.
Lejos de entender la unidad como uniformidad, se reivindica un modelo de comunión polifónica, inspirado en la Trinidad y cimentado en el diálogo sincero, la reconciliación paciente, la sinodalidad concreta y la espiritualidad compartida. Se subraya que soñar la unidad no es utopía ingenua ni romanticismo teológico, sino fidelidad al mandato de Cristo y esperanza activa en el Espíritu.
El texto invita a formar cristianos ecuménicos de base, capaces de habitar este sueño con responsabilidad histórica, sensibilidad espiritual y compromiso existencial, proclamando que cada pequeño paso dado en favor de la unidad es ya semilla de comunión futura, bajo la promesa que no defrauda: «Habrá un solo rebaño y un solo pastor»[1].
Líneas maestras
~Unidad como mandato evangélico: la unidad cristiana no es opcional, sino exigencia intrínseca e imperiosa del Evangelio.
~Memoria viva de los Encuentros de El Espinar: testimonio profético de convivencia ecuménica desde su origen y desde la base creyente.
~Soñar la unidad, vivir la unidad: superar el ecumenismo teórico mediante el testimonio cotidiano.
~Conversión interior y reconciliación histórica: condiciones indispensables para un ecumenismo real, visible.
~Eclesiología de comunión: modelo de unidad no uniformadora sino polifónica, reflejo de la Trinidad.
~Diálogo teológico y sinodalidad: como métodos para caminar juntos hacia una unidad visible.
~Ecumenismo de base y espiritualidad compartida: prioridad al «pueblo fiel» como sujeto de la unidad.
~Teología del «nosotros»: superar el individualismo eclesial mediante una comprensión relacional de la fe.
~Unidad como testimonio creíble: respuesta necesaria ante un mundo fragmentado y secularizado.
~Esperanza escatológica: la promesa de la unidad como horizonte de fe y motor de compromiso.
Términos Clave
~Unidad
~Ecumenismo
~Conversión
~Reconciliación
~Sinodalidad
~Diálogo ecuménico
~Eclesiología
~Espíritu Santo
~Comunión
~Testimonio
~Renovación
~Reconciliación
~Koinonía
~Unidad polifónica
~Sinodalidad
INTRODUCCIÓN
1. Encuentros ecuménicos de El Espinar: Memoria viva de la «Unidad en Camino»
«Soñar la unidad: ¿Qué caminos tomar?» es el lema elegido para la trigésimo tercera edición del Encuentro Ecuménico de El Espinar, que se celebrará del 30 de junio al 4 de julio de 2025. En esta ocasión, como en algunas otras anteriores, el encuentro se traslada de su sede original en la localidad segoviana de El Espinar —donde germinó y floreció por décadas como referente del ecumenismo ibérico— a la vecina San Lorenzo de El Escorial, en la Comunidad de Madrid. Este cambio geográfico, lejos de ser meramente logístico, puede interpretarse como símbolo del dinamismo de un movimiento que, sin anclarse en un lugar, desea expandir sus horizontes, irradiar su esperanza y reformular constantemente sus itinerarios y quehacer ecuménicos.
Los Encuentros Ecuménicos de El Espinar nacen como un gesto profético y fraterno de cristianos pertenecientes a distintas confesiones —católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes históricos— que, desde finales de los años ochenta, decidieron traducir el anhelo de unidad[2] en experiencia concreta de convivencia, diálogo y oración. A título personal, y movidos por la urgencia del Evangelio de la unidad , pusieron en marcha una plataforma ecuménica que, más allá de los formalismos institucionales, buscaba encarnar el ecumenismo cotidiano y espiritual «desde abajo», en un clima de fraternidad y compromiso mutuo.
2. Raíces históricas y sentido originario
La primera edición tuvo lugar del 3 al 8 de septiembre de 1990 en la Residencia Nazaret de El Espinar (Segovia), impulsada por miembros de la Iglesia Católica Romana, la Iglesia Evangélica Española, la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE) (siempre se ha lamentado la ausencia de las iglesias evangélicas españolas) y la Iglesia Ortodoxa Rumana en España. Entre sus promotores el presbítero de la IERE Antonio Andrés Puchades, describía en Pastoral Ecuménica[3] los orígenes y la finalidad de los encuentros con una claridad que no ha perdido actualidad. En sus propias palabras:
El ecumenismo actual es consecuencia de la cultura de nuestro tiempo o, al menos, de cierta cultura que pretende que los hombres vivan en un mundo más humano y solidario… La Iglesia “gueto” es una negación de sí misma y de su misión en el mundo.
Puchades, en su trabajo, propone sustituir la lógica del enfrentamiento por una disposición al diálogo sincero, entendido no solo como intercambio de argumentos, sino como acto de hospitalidad espiritual, por lo que sugiere que «a veces es más conveniente emplear la palabra “conversar” que “dialogar”», porque evoca una amistad que entrecruza creencias y se enriquece en la escucha mutua. En consonancia con este espíritu nacen los Encuentros de El Espinar, cuya intención y finalidad nunca ha sido ocultada: vivir una convivencia fraterna, escuchar y decir lo que pueda ser edificante para todos, y así, sembrar juntos los primeros pasos —aunque por pequeños parezcan insignificantes— hacia la unidad visible de la Iglesia.
3. Estructura, contenidos y sctualidad
A lo largo de más de tres décadas, los Encuentros se han mantenido con una notable continuidad. Aunque el grupo fue en otro tiempo más numeroso, hoy reúne solo a unas cuarenta y cinco personas más o menos, llegadas desde distintos lugares de España, y con perfiles diversos: sacerdotes, pastores, religiosas, laicos comprometidos, matrimonios, jóvenes y mayores. Pero todos compartiendo una convicción muy arraigada: que la unidad no es un ideal utópico ni un espejismo de soñadores ingenuos, sino una tarea espiritual y comunitaria, forjada en la fragua humilde del sol del amor cotidiano, alimentada por la lluvia de la oración compartida y sostenida por el viento del diálogo perseverante. Una unidad que nace como una semilla de sésamo, pequeña a los ojos del mundo, incluso para las mismas iglesias, casi imperceptible, pero portadora de una fuerza capaz de mover montañas si cae en tierra buena, esa tierra dispuesta por el Espíritu Santo, tierra que es el corazón de los creyentes que se atreven a confiar; corazones que han sido arados por la herida de la división y abonados por la sed de reconciliación, de transformación.
Sí, el sencillo ecumenismo de base desplegado en los Encuentros, que no representan la oficialidad institucional de los diversos cristianos participantes, es una semilla sembrada en campo fértil, bañada bajo un sol de esperanza y acariciada por la suave lluvia y el viento propicio, ese viento que no es otro que el aliento del Espíritu Santo, que sopla donde quiere y cuando quiere[4] , pero que jamás deja sin respuesta a los que claman: «Que todos sean uno para que el mundo crea».
Y aunque el camino sea largo y no siempre recto, aunque las piedras parezcan más numerosas que los brotes, los cristianos ecuménicos siguen sembrando, porque creen con firmeza, sin dejar de ser consciente de la realidad de división, que un día brotará el árbol de la comunión, cuyas ramas darán cobijo a todos los que invocan el nombre del Señor, y sus raíces beberán de la única fuente que no divide, la del Evangelio de Dios, por fin vivido, compartido y celebrado juntos.
Los Encuentros, en cada edición, se combinan espacios de formación teológica, actualización ecuménica, talleres de buenas prácticas, testimonios de vida, celebraciones comunes y como no intensos momentos de oración profunda, vital. Los participantes intercambian experiencias, comparten dificultades y celebran avances, dando lugar a lo que muchos llaman ya una «gran familia ecuménica», testimonio vivo de lo que el Espíritu realiza allí donde se le permite actuar.
Puedo dar testimonio de ello, no como mero espectador, sino como peregrino implicado en este camino de comunión, pues han sido ya varios los años en que he tenido la gracia de participar en estos Encuentros, acompañando a quien fue para mí maestro, guía y padre espiritual en el ecumenismo, don Julián García Hernando. Y también puedo afirmar de don Julián, sin caer en el panegírico fácil, que su palabra encendía conciencias, su silencio abrazaba diferencias, y su fe —honda, humilde, dialogante— fue para mí y para muchos otros el umbral por donde comenzar a soñar, con los ojos bien abiertos, una Iglesia más fraterna, más orante, más unida: solo una Iglesia ecuménica merece la pena ser soñada.
UNA ECLESIOLOGÍA ENCARNADA Y EN GESTACIÓN
Los Encuentros de El Espinar son, en palabras de sus promotores, «la prehistoria de la unidad». Con realismo y humildad reconocen que las estructuras no cambian fácilmente, ni siquiera los corazones. Pero también saben que todo proceso esencial comienza por pequeños gestos: un diálogo sincero, una oración compartida, una comida en común, un abrirse sincero. La fe que los sostiene es que el Espíritu de Dios aún tiene sorpresas que ofrecer a quienes se dejan guiar y amar.
Por eso, quienes los animan insisten en que no se trata de especialistas ni de jerarquías, sino de creyentes sencillos de base, animados por la sed de unidad y la convicción de que el Evangelio, vivido en fraternidad, puede transformar el mundo. Estos encuentros —auténticos espacios ecuménicos de comunión, discernimiento y testimonio— son una contribución significativa a la unidad visible de la Iglesia, ya no como utopía, sino como gracia anticipada y esperanza activa.
La edición de 2025 nos invita a detenernos ante una pregunta tan sugerente como desafiante: ¿Soñar la unidad?
Para el cristiano verdaderamente comprometido con el ecumenismo, esta experiencia de soñar la unidad no constituye una evasión irreal, sino una necesidad interior, urgente y profética. Soñar la unidad es, en efecto, un ejercicio espiritual que no nace del capricho o del voluntarismo, sino de la fidelidad a Aquel que la soñó primero: Jesús de Nazaret. En el clímax de su despedida —un momento marcado por el dramatismo del abandono y por la densidad mistérica de la revelación última— Jesús dirige al Padre una súplica cargada de esperanza escatológica y de realismo trinitario: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti…» [5]. No se trata solo de una oración; es un testamento espiritual, una profecía aún no cumplida, una utopía con vocación de realidad histórica, un deseo realizable en el kairós divino, en definitiva, una exposición trinitaria en la que la comunión, la koinonía, aparece como elemento unitivo con el Dios trino. Las iglesias, los cristianos, sin unidad, no pueden reflejar nada más que un pálido rostro tanto del Evangelio de Jesús como del Dios trinitario revelado en las Sagradas Escrituras. Ahí radica su importancia vital, suprema, imperiosa, agónica diría.
Soñar la unidad no es, por tanto, ingenuidad ni evasión onírica hacia utopías irrealizables. Tampoco constituye —como algunos, sin el menor rigor ni caridad cristiana insinúan— una mera distracción pastoral, un juego retórico o una estrategia camuflada para imponer una única forma de Iglesia, al estilo de un «Gran Hermano» eclesial. Hay quienes, movidos por prejuicios históricos o por una apologética trasnochada y vana, sospechan en el ecumenismo una maniobra subrepticia orientada a absorber a las demás confesiones en una supuesta «vuelta al redil romano». Pero semejante lectura está profundamente errada, tanto en su diagnóstico teológico como en su ética interpretativa.
Soñar la unidad es, ante todo, participar activamente en el deseo mismo de Jesucristo. Un deseo que no es ajeno a su humanidad, sino que la plenifica, pues en él resuena también el anhelo más profundo del corazón humano: vivir reconciliado, vivir en comunión. Jesús desea la unidad porque es verdaderamente hombre, y como tal, asume y redime el deseo de unidad inscrito en el corazón de todo ser humano. Pero ese deseo no se agota en una aspiración antropológica: es, a la vez, el reflejo de la comunión trinitaria, a la que todos estamos llamados a participar y dar presencia más allá, superando lo que el papa Francisco definía como autorreferencialidad, es decir, vencer el temor y al mismo tiempo el placer de vivir aislados, con los nuestros, sin tener que contaminarnos ni con otros ni con los caminos que conducen a los otros [6]. En diversas ocasiones, el papa Francisco ha advertido contra esta actitud que Pedro simboliza en la escena:
No podemos quedarnos en el monte y no podemos vivir en una tienda, por más hermosa que sea, sino que estamos llamados a bajar del monte, volver al llano, a encontrarnos con nuestros hermanos y hermanas inmersos en el trabajo y en las dificultades de la vida cotidiana [7].
Y en otra ocasión:
El deseo de Pedro de hacer tres tiendas expresa la tentación de quedarse en ese momento extático. Pero Jesús nos llama a bajar del monte para seguir caminando con Él [8].
Pero antes de formular los caminos (complejos y difíciles sin duda) para soñar la unidad de las Iglesias, me atrevo a formular una cuestión preliminar: ¿quién sueña la unidad? En otras palabras: antes de soñar la unidad eclesial, ¿no hemos de soñar —o despertar— al sujeto ecuménico, a ese cristiano que trasciende las fronteras confesionales impuestas por la historia, la geografía, la cultura e incluso la propia confesión? No basta con desear estructuras y diversidades reconciliadas: se necesitan creyentes capaces de habitar ese sueño con inteligencia teológica, sensibilidad espiritual y responsabilidad histórica.
¿QUÉ SIGNIFICA SER UN CRISTIANO ECUMÉNICO?
Ser cristiano ecuménico, según mi opinión, es, ante todo, ser un creyente enraizado en la propia tradición confesional, pero a la vez radicalmente abierto a reconocer la obra del Espíritu Santo más allá de los límites visibles de su comunidad, de su tienda o espacio propio. No es en modo alguno una «identidad híbrida» ni una ambigüedad doctrinal, sino una vocación específica: la de vivir la fe como lugar de encuentro, de mediación y de reconciliación.
El cristiano ecuménico no renuncia a su identidad; por el contrario, la profundiza desde una clave eminentemente relacional: se sabe miembro de un Cuerpo que desborda los límites de su confesión particular y que no se agota en su Iglesia específica, sino que se hace presente —por la acción del Espíritu— en todas aquellas realidades eclesiales que, con fe sincera, confiesan, celebran y sirven al Señor, Crucificado, Muerto y Resucitado, Revelador del Padre y principio y fin de comunión.
Para él, esta convicción no es cuestión menor ni «teología de tercera clase», sino un eje vertebrador de su fe eclesial como resultado de su opción fundamental por Cristo a través de su conversión personal. La doctrina de la subsistencia de la Iglesia de Cristo —tal como fue formulada por el concilio Vaticano II—, lejos de conducir a un exclusivismo triunfalista, impulsa a reconocer con humildad la presencia activa del Espíritu en otras iglesias y comunidades eclesiales. Ser católico, en sentido pleno, no consiste en encerrarse en la autorreferencialidad institucional, sino en comprender que la catolicidad se realiza en apertura, no en clausura. Al igual, el hecho de pertenencia a la comunión eclesial católica —y conviene aquí recordar que la catolicidad no es propiedad exclusiva de la Iglesia católica romana, sino una nota esencial de la Iglesia de Cristo que, en distinto grado, pertenece y define a todo cristiano que confiesa a Jesucristo y ha sido incorporado por el bautismo— no se reduce al simple dato sacramental del bautismo, independientemente de si fue recibido en la infancia o en la edad adulta.
La verdadera pertenencia eclesial se realiza en la medida en que el bautismo se asume y se confiesa a través de una fe personal, viva y consciente, expresada en una conversión continua al Dios revelado en Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida [9]. Sin esa conversión, que no es un acto puntual sino una actitud permanente del corazón, no hay cristianismo auténtico, y mucho menos puede hablarse de vocación ecuménica.
Como enseña el Vaticano II en Unitatis redintegratio, «no hay verdadero ecumenismo sin conversión interior, porque el deseo de la unidad nace y madura en la renovación del espíritu, en la negación de sí mismo y en la entrega generosa al servicio de Cristo» [10].
En esta clave, el cristiano ecuménico es aquel que vive desde la gracia recibida, hacia la comunión esperada, consciente de que la unidad visible de la Iglesia no es una conquista humana, sino fruto de un corazón reconciliado y transformado por el Espíritu.
El cristiano ecuménico, por tanto, es aquel que, habiendo sido alcanzado por Cristo, vive de su gracia y se deja transformar por su Espíritu, no desde la autosuficiencia confesional, sino desde la humildad del discípulo, consciente de que camina con otros hacia la unidad visible que el mismo Señor ha querido para su Iglesia.
Es, al mismo tiempo, heraldo y servidor, capaz de detenerse en el camino, como el buen samaritano, ante quienes han sido excluidos de la ruta de la vida, abandonados en las cunetas de la historia. No basta con ofrecer consuelo: el cristiano ecuménico anuncia palabras de salvación, no las suyas, sino las del único Salvador, y lo hace con sencillez y audacia, sin disfrazarlas ni diluirlas.
Porque el cristiano ecuménico no es un agente del relativismo doctrinal ni un militante del proselitismo voraz, sino un testigo del Evangelio. Su vida es testimonio de ese kerigma esencial que transforma el corazón: la oferta de redención en Jesucristo, crucificado y resucitado, vivo y presente. No presenta una gracia «barata», como diría Bonhoeffer, que ignora el llamado a la conversión; tampoco una palabra estéril, adornada para agradar a los gustos cambiantes del mundo, sino la Palabra viva de Dios, ofrecida como es, entera y pura, sin alteraciones ni rebajas. Como el apóstol Pedro ante el paralítico en el templo, el cristiano ecuménico no se ampara en bienes materiales ni en recursos institucionales, sino que proclama con valentía: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡levántate y anda!» [11].
Este anuncio trasciende las fronteras confesionales, interpela a todo hombre y mujer sediento de sentido, y constituye un imperativo ineludible para todo cristiano: anunciar, con la vida y con la palabra, a Dios mismo como oferta de salvación, como camino abierto hacia la plenitud de la existencia.
En este sentido, no se trata de explicar el ecumenismo como si fuera una justificación periférica de la teología católica o una estrategia diplomática para rebajar las tensiones históricas. Mucho menos puede fundarse en una pretensión de superioridad sacramental o doctrinal que imagine a la Iglesia católica como depositaria privilegiada de «porciones mayores» de verdad, mientras otras comunidades reciben solo fragmentos. El Espíritu Santo no distribuye sus dones en régimen de escasez ni por cuotas teológicas.
Esta actitud del cristiano ecuménico no es meramente pastoral o emocional, sino teológica en el más pleno sentido: es una forma concreta y madura de vivir la catolicidad como totalidad reconciliada, como comunión en la diversidad, como tensión fecunda entre identidad y apertura.
Desde esta perspectiva, el ecumenismo no constituye una rama más de la teología, subordinada o marginal, sino una dimensión transversal que atraviesa toda la existencia y pensamiento cristianos: desde la espiritualidad personal hasta la misión compartida, desde la eclesiología hasta la ética, desde la liturgia hasta el compromiso social. Es, en definitiva, una forma de habitar la fe como camino de encuentro, como testimonio común, como respuesta unificada al amor que nos precede y nos convoca.
¿QUÉ SIGNIFICA SER ECUMÉNICO?
Etimológicamente, sabemos todos que ecuménico proviene del griego oikouméne, que designa el mundo solo habitado. Ser ecuménico es, por tanto, tener una mirada amplia, universal, integradora, habitacional. En clave cristiana, remite al deseo de superar las fracturas y divisiones históricas entre los creyentes en Cristo, para avanzar hacia la unidad visible de las Iglesias, según la voluntad divina.
Ser ecuménico es vivir conforme a la convicción de que lo que nos une es más profundo que lo que nos separa. Es dejar atrás toda lógica de confrontación o exclusión y entrar en un proceso de conversión mutua, escucha recíproca, purificación de la memoria y búsqueda paciente de comunión.
¿PODEMOS SOÑAR CON IGLESIAS ECUMÉNICAS?
Podemos y debemos. Pero este sueño no se limita a una coexistencia pacífica o a una cooperación pragmática. Una Iglesia ecuménica no es solo una institución que participa en diálogos formales, sino una comunidad que vive la unidad como dimensión constitutiva de su identidad. Es aquella que se abre a los dones de las otras tradiciones sin miedo, con discernimiento, y que reconoce en ellas —como afirma el Vaticano II— elementos de verdad y de santificación [12].
Soñar iglesias ecuménicas es aspirar a comunidades donde la hospitalidad sea un hábito, la intercesión por los otros una disciplina espiritual cotidiana, la sinodalidad una práctica estructural compartida, y la inclusión una exigencia que brota de la misma conciencia creacional. Es imaginar —y al mismo tiempo construir— un cristianismo reconciliado en la diversidad, en la distinción que prestigia, donde el testimonio común ante el mundo supere no solo las querellas del pasado, sino también las nuevas disputas del presente, tanto las que surgen fuera de la Iglesia como aquellas que se incuban en su propio seno.
Estas Iglesias soñadas no viven desde la nostalgia ni desde el cálculo, sino que están habitadas por el perdón, esa fuerza silenciosa y fecunda que se convierte en el arma más poderosa contra los errores del pasado y contra los pecados que han alimentado la separación, el prejuicio y el olvido y desconocimiento mutuo. Sin perdón no puede haber auténtica reconciliación ecuménica. Ninguna convergencia será duradera si no está cimentada en la gracia del perdón mutuo. Y sin la capacidad real de perdonar, ningún cristiano puede llamarse verdaderamente ecuménico. Más aún: sin el perdón ofrecido a los demás y sin el perdón aceptado hacia uno mismo, es imposible ser cristiano, sea cual sea el credo al que se pertenezca. Porque el cristianismo no se sostiene en la perfección doctrinal ni en la pureza institucional, sino en la misericordia vivida y compartida, en la cruz acogida y en la resurrección celebrada como posibilidad permanente de recomenzar siempre. Vivimos por y para el perdón.
¿QUÉ CAMINOS TOMAR?
¿Qué caminos tomar? Tal vez no hay un solo sendero. Pero sí un punto de partida imprescindible: el de soñar creyentes ecuménicos, convencidos de que el Señor de la Iglesia y el Espíritu Santo ya están actuando en la historia, en nuestra historia eclesial, tejiendo la unidad desde las periferias, desde los horizontes más alejados, desde los gestos pequeños, desde los mártires comunes, desde las oraciones que convergen en silencio, desde los olvidados y descartados por ser diferentes, distintos. Caminar por los senderos de una Iglesia samaritana, una Iglesia de campaña, de apertura «24 horas», capaz de fecundar con su semilla de verdad la realidad de las calles, del barrio, de la ciudad, de la nación, del continente y del mundo entero.
La unidad no se impone; se cultiva. Y nada mejor que hacer también de la Iglesia ese pensil extraordinario tanto para admirar como para descansar y soñar, sin olvidar que quien sueña con fidelidad, ya la está haciendo posible, quien sueña con la unidad la está de alguna manera promoviendo.
1. El sueño de la unidad como imperativo escatológico y evangélico
La unidad de los cristianos no constituye una opción voluntaria ni una preferencia espiritual entre otras posibles, sino una exigencia radical del Evangelio. Está anclada en la oración mediadora de Jesús de Nazaret: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos estén en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado» [13]. Esta súplica, última y ardiente, define la eclesiología desde su fuente trinitaria y escatológica: la unidad es signo del envío, de la verdad encarnada, de la salvación ofrecida al mundo.
La unidad no es entonces uniformidad, ni tampoco simple cooperación táctica. Es participación en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, manifestada en la vida visible de la Iglesia y en su vocación misionera, evangelizadora. Como ha afirmado el papa Francisco, «la división entre los cristianos es un escándalo que no puede continuar» [14]. La unidad soñada, entonces, no remite a un ideal distante, sino a una fidelidad concreta al querer de Dios.
2. Una unidad polifónica, no uniformadora
En la tradición cristiana, la unidad ha oscilado entre dos modelos: el modelo hegemónico (una Iglesia única, expresión plena de la verdad, frente a los «otros» como heréticos o cismáticos), y el modelo dialógico, que reconoce la presencia del Espíritu más allá de las fronteras visibles. Hoy, el paradigma ecuménico vigente se aproxima a este segundo modelo, acogiendo la pluralidad como riqueza, reconciliando la diversidad.
2.1. Unidad desde la Escritura: base trinitaria, eclesial y misionera
La Sagrada Escritura ofrece numerosos testimonios que fundamentan una comprensión de la unidad no como uniformidad impuesta, sino como comunión dinámica en la diversidad. Esta unidad nace del Dios trino, se refleja en su pueblo y se manifiesta en la vida concreta de la Iglesia y su misión.
Ya en el Antiguo Testamento, el salmo 133 canta la belleza de la comunión fraterna como signo de bendición divina: «¡Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos! Es como ungüento precioso en la cabeza…» [15]. El pueblo de Israel es concebido no como una masa indistinta, sino como un cuerpo de doce tribus, diversas pero convocadas en la alianza (el pacto anfictiónico), unidas por la fe, la fidelidad y el amor al único Dios. La imagen del «resto fiel» [16] ya anticipa que la unidad del pueblo de Dios no depende del número ni de la homogeneidad, sino de la escucha obediente a la Palabra.
Pero es sobre todo en el Nuevo Testamento donde se despliega con claridad la teología de la unidad reconciliada en la diversidad. En su oración sacerdotal, Jesús no pide la uniformidad, sino la unidad en la comunión: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» [17]. Aquí la unidad no es negociada ni superficialmente embellecida, sino trinitaria, fundada en la mutua inhabitación del Padre y del Hijo, y ofrecida como don a sus discípulos.
San Pablo desarrollará esta visión al comparar la Iglesia con un cuerpo en el que cada miembro es distinto, pero todos necesarios: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» [18]. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro» [19].
Esta unidad orgánica no elimina las diferencias, sino que las integra y transfigura en función del bien común. Del mismo modo, en la carta a los Efesios, Pablo insiste: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos…» [20].
La afirmación de la unicidad de Dios y de la fe no se opone a la pluralidad de expresiones eclesiales, sino que las fundamenta en su matrix más esencial y profunda: la unidad viene de Dios y no es obra humana.
El libro de los Hechos ofrece también una clave kerigmática que precede a toda eclesiología estructural. Pedro, al sanar al paralítico en el templo, no recurre a recursos humanos, sino al poder salvífico de Jesucristo: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, levántate y anda» [21].
Este gesto simbólico expresa la esencia de la misión de la Iglesia: anunciar la salvación como don, no como propiedad; proponer la fe desde el testimonio humilde, no desde la fuerza ni la posesión y mucho menos aun desde la arrogancia y la soberbia. Es este kerigma simple y directo el que antecede y fundamenta todo camino de comunión.
Desde esta visión bíblica, la unidad cristiana aparece como reflejo de la Trinidad, don del Espíritu Santo y exigencia del Evangelio de Jesús, y no como una estrategia de homogeneización o absorción. A partir de este fundamento, los Padres de la Iglesia —especialmente los orientales— profundizarán esta comprensión, proponiendo imágenes vivas y teológicas de una unidad sin confusión, de una diversidad en armonía, como veremos a continuación.
2.2. La «Symphonía Trinitaria»: Unidad en la diversidad desde los Padres de la Iglesia
La imagen de la symphonía —propuesta por los Padres orientales— resulta profundamente sugerente: la unidad se construye como una orquesta donde cada voz mantiene su timbre propio, pero todos participan del mismo movimiento armónico. Esta concepción trinitaria, en la que la distinción no destruye la unidad, sino que la posibilita, orienta también la eclesiología contemporánea hacia formas de comunión reconciliada.
Basilio el Grande, en su tratado Sobre el Espíritu Santo, destaca la unidad y diversidad en la Trinidad, afirmando que el Espíritu Santo une a los creyentes en una armonía que refleja la comunión divina. En el capítulo XVI, número 38, afirma:
Si se intenta sustraer al Espíritu de la creación, todas las cosas se mezclan y la vida surge sin ley, sin orden» [22]. Y en el capítulo XVI, número 39 del mismo tratado señala: «En la Iglesia hay un orden organizado de acuerdo a la diversidad de los dones del Espíritu [23].
Estas enseñanzas de Basilio han influido profundamente en la eclesiología contemporánea, inspirando modelos de comunión reconciliada que valoran la diversidad dentro de la unidad, reflejando la armonía trinitaria en la vida de la Iglesia.
Igualmente, Gregorio Nacianceno, en sus discursos teológicos [24], subraya que la diversidad de dones en la Iglesia no rompe la unidad, sino que la enriquece, comparando esta diversidad con un concierto donde cada instrumento aporta su tono único al conjunto armónico. Gregorio, en el Discurso Teológico I, afirmará: «Que una sola iluminación venga sobre nosotros del único Dios, uno en diversidad, diverso en unidad, en lo cual hay un prodigio». Y en el Discurso Teológico II, profundiza sobre esta cuestión al decir: «La unidad de la divinidad debe ser preservada, y la Trinidad de las personas confesada, cada una con su propiedad». En ese texto Gregorio subraya que la diversidad de personas en la Trinidad no compromete su unidad esencial. La expresión, por otra parte, resalta la paradoja divina de unidad en la diversidad, aplicable tanto a la Trinidad como a la Iglesia. Estas enseñanzas han sido fundamentales para comprender cómo la diversidad de dones y funciones en la Iglesia contribuye a su unidad, reflejando la armonía trinitaria.
Por su parte, Agustín, aunque occidental, pero a la vez africano, también aborda esta temática en su obra De Trinitate [25], donde explica que la unidad de la Iglesia se asemeja a la unidad de la Trinidad: una comunión de personas distintas pero inseparables en esencia y amor. Así, en el Libro XV, capítulo 26, número 47, sostiene: «El Espíritu Santo procede principalmente del Padre, y por concesión del Padre, sin intervalo de tiempo, procede de los dos como de un principio común». La expresión resalta la unidad y coigualdad de las personas divinas, aplicable tanto a la Trinidad como a la Iglesia.
En el Libro XV, capítulo 27, número 50, profundiza: «Así como el Padre y el Hijo son un solo principio del Espíritu Santo, así también la Iglesia es una en la diversidad de sus miembros». Agustín subraya también que la diversidad de funciones y relaciones en la Trinidad no compromete su unidad esencial.
El pensamiento agustiniano ha sido fundamental para comprender cómo la diversidad de dones y funciones en la Iglesia contribuye a su unidad, reflejando la armonía trinitaria.
Esta comprensión de la unidad como symphonía [26]inspira una eclesiología de comunión, donde la diversidad de tradiciones y carismas se integran en una única melodía de fe, esperanza y caridad, reflejando la armonía del Dios trino en la vida de la Iglesia.
3. Caminos abiertos: Diálogo, reconciliación y sinodalidad
Los caminos para concretar este sueño son diversos y complementarios. Entre ellos, se destacan:
a) El diálogo ecuménico teológico, que ha producido notables frutos en el último medio siglo. Documentos como el Bautismo, Eucaristía y Ministerio del Consejo Mundial de Iglesias (Lima, 1982)[27] marcan hitos de consenso. Hoy, la cuestión ya no se limita solo a definir lo esencial de la fe, sino también a superar siglos de mutua ignorancia, caricaturas doctrinales y condenas.
b) La reconciliación de las memorias heridas: verdad que sana, caridad que reconcilia.
Uno de los desafíos más profundos del ecumenismo contemporáneo es la reconciliación de las memorias heridas, una tarea aún pendiente en muchos contextos eclesiales y culturales. En particular, en el ámbito español persiste un silencio que clama por ser sanado: la Iglesia católica aún no ha emitido un perdón público, claro y manifiesto por los actos de exclusión, represión y violencia cometidos durante las primeras etapas de la Reforma (siglo XVI), en el marco de la llamada «segunda Reforma» (siglo XIX), y especialmente durante la guerra civil española y el régimen autoritario de inspiración nacionalcatólica que le siguió.
En estos periodos, el maridaje entre Iglesia y Estado derivó en la persecución, marginación, procesamiento, tortura y muerte de personas cuya única «culpa» fue pensar y creer de forma distinta al modelo confesional religioso dominante. El ecumenismo no puede avanzar sobre el olvido, ni la unidad podrá madurar si no se curan estas fracturas históricas, que aún marcan la memoria y la conciencia de muchas comunidades cristianas. No podemos obviar que las reticencias ecuménicas de muchas iglesias evangélicas en España no surgen de una actitud cerrada al diálogo por principio, sino que obedecen a un trauma histórico profundo, aún no reconocido ni sanado del todo. Durante siglos —y también en tiempos más recientes— estas comunidades han sido tratadas como sujetos eclesiales y jurídicos de segunda categoría, privados de plena ciudadanía religiosa, e incluso objeto de vigilancia, sospecha o represión.
Esta memoria herida genera comprensiblemente una actitud de prudencia, cuando no de desconfianza, que les aconseja abstenerse de participar en acciones conjuntas, incluso de carácter oracional, con una Iglesia católica que —a sus ojos— aún no ha dado señales inequívocas de renuncia a ciertos modelos de hegemonía pastoral. En no pocos sectores evangélicos persiste la percepción de que detrás de ciertas iniciativas de diálogo se esconde una estrategia católica de absorción, más que una auténtica voluntad de caminar juntos desde la mutua autonomía y el respeto recíproco a las identidades.
Por ello, el camino hacia la unidad visible debe pasar necesariamente por gestos creíbles de conversión institucional, por renuncias sinceras al control eclesial del espacio público, y por un lenguaje nuevo que nazca de la confianza, la igualdad y la escucha.
Los ecumenistas —hermanos y hermanas de distintas confesiones, animados por el mismo Espíritu— esperamos con esperanza firme y humilde que la jerarquía católica española, desde un mínimo de sensibilidad y conciencia evangélica, se acerque fraternalmente a las iglesias protestantes y evangélicas de nuestro país, integradas en su mayoría en la FEREDE, y les pida perdón cristiano de manera sincera, humilde y evangélicamente clara. Un gesto así no sería solo un acto de justicia histórica, sino una señal profética de conversión eclesial.
Deseamos —y trabajamos para ello— que este momento de reconciliación pueda expresarse en un evento ecuménico de altura espiritual, marcado por la Palabra de Dios, la reflexión teológica compartida y la oración común, en un marco litúrgico sobrio y fraterno, sin triunfalismos ni ambigüedades. Solo una unidad que brote de la verdad y se exprese en gestos de caridad podrá ser signo creíble del Evangelio de la reconciliación.
No basta con alcanzar consensos doctrinales o textos comunes; es necesario desplegar un ecumenismo existencial, que asuma con valentía y humildad el peso del pasado, lo ilumine desde la verdad y se abra a la gracia del perdón mutuo y de la sanación interior. En palabras del papa Juan Pablo II: «No hay que olvidar que el compromiso ecuménico debe estar acompañado de la purificación de la memoria»[28]. Porque solo así se podrá avanzar hacia la comunión visible de una Iglesia reconciliada en la verdad y sostenida por el amor.
En este sentido, Joseph Ratzinger, tanto en su obra teológica como durante su pontificado como Benedicto XVI, insistió con claridad en que la verdad no se opone a la caridad, sino que ambas se implican y se exigen mutuamente:
El ecumenismo no puede avanzar con pasos seguros si no está basado en la verdad. La caridad es inseparable de la verdad. Sería una caridad sin consistencia la que sacrificase la verdad por lograr una reconciliación aparente. Pero, de igual modo, sería una verdad incompleta la que no se abriera a la caridad y no se hiciera diálogo [29].
En efecto, Ratzinger no concebía la verdad como una fórmula abstracta, sino como una Persona: Cristo mismo, plenitud de la Revelación. Desde esta perspectiva, el diálogo ecuménico debe articular un doble movimiento: el compromiso inquebrantable con la verdad del Evangelio y, al mismo tiempo, la apertura incondicional al otro desde el amor fraterno. Ambas dimensiones no pueden separarse sin dañar gravemente la credibilidad del testimonio cristiano [30].
En esta línea, afirmaba también: «El amor sin verdad se convierte en sentimentalismo vacío. La verdad sin amor se transforma en juicio sin redención. Solo la verdad en la caridad y la caridad en la verdad permiten que la unidad no sea impuesta, sino acogida como don» [31]. Desde esta clave, la reconciliación de las memorias no es un ejercicio meramente historiográfico, sino un verdadero acto teológico y espiritual: es memoria iluminada por la Pascua, que no niega el pasado, pero lo redime en la verdad y lo ofrece a la comunión. Significa reconocer los errores, pedir perdón por las heridas infligidas, sanar desde la humildad y la confianza en el juicio misericordioso de Dios.
Así entendido, el ecumenismo de la verdad no puede desplegarse sin el ecumenismo de la caridad. Se trata de curar las divisiones del cuerpo de Cristo no solo a nivel doctrinal, sino también existencial, mediante gestos simbólicos, acciones litúrgicas compartidas, actos públicos de perdón, y una voluntad común de caminar juntos hacia la unidad reconciliada. Porque solo una verdad vivida en el amor puede sanar lo que fue quebrado.
c) La sinodalidad como método ecuménico, entendida como caminar juntos, escuchar al Espíritu en las voces diversas, discernir colectivamente. El Sínodo sobre la sinodalidad (2021–2024) ha reconocido esta dimensión: «la sinodalidad y el ecumenismo están profundamente vinculados» [32]. Solo una Iglesia abierta a la pluralidad interna puede acoger la diversidad externa como don y no como amenaza.
4. El ecumenismo del «Pueblo Fiel»
Más allá de los discursos institucionales, existe un ecumenismo silencioso y cotidiano que emerge del pueblo creyente. Es la oración compartida, el compromiso social conjunto, la hospitalidad mutua, los matrimonios interconfesionales, el testimonio común ante el sufrimiento o la injusticia y la ausencia o cercenamiento de derechos.
Este ecumenismo práctico —llamado por Francisco «ecumenismo de la sangre» cuando se refiere al martirio común [33]— testimonia que la unidad no es primero resultado de acuerdos, sino de una experiencia común de Cristo. En palabras del teólogo ortodoxo Ioannis Zizioulas, «el ecumenismo será fecundo cuando se funde en una espiritualidad eucarística que integre la vida, la oración y la misión» [34].
UNA ESPIRITUALIDAD DE LA UNIDAD
El camino hacia la unidad exige una conversión profunda. No basta con reorganizar estructuras o redactar declaraciones. Se requiere una espiritualidad de comunión, fundada en la escucha, la humildad, el deseo auténtico de reconciliación. Esta espiritualidad no es algo marginal, sino el núcleo del ecumenismo: sin ella, los encuentros serán solo diplomacia confesional.
Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, intuyó esta dimensión con claridad al proponer una espiritualidad de la unidad centrada en Jesús abandonado y en la presencia del Resucitado entre los que se aman en su nombre [35]. Esta espiritualidad puede alimentar una nueva forma de ser Iglesia, abierta al otro, despojada de toda pretensión de autosuficiencia.
Mi maestro y mentor, Julián García Hernando, se cuenta entre los ecumenistas que promovieron con convicción un ecumenismo espiritual, orientado a formar cristianos ecuménicos capaces de organizarse en pequeños núcleos comunitarios de base. Su objetivo era lograr una mayor incidencia del ecumenismo práctico o pastoral en parroquias y centros comunitarios. Por ello, solía referirse a estos creyentes como «cristianos ecuménicos de base», y a su enfoque como «ecumenismo de base». Siguiendo esta misma línea, Juan Bosch Navarro, dominico, que me distinguió con su amistad, emprendió con pasión la tarea de acercar los conceptos, la historia y la teología del ecumenismo a todo el pueblo de Dios desde una exposición pedagógica asequible. De su buen pensar y hacer ecuménico me empapé en numerosos encuentros de delegados de ecumenismo, organizados por la Conferencia Episcopal Española, así como en otros eventos ecuménicos internacionales, como el Iberoamericano de Guadalupe (Cáceres), donde tuve el privilegio de compartir aprendizaje y vivencias ecuménicas con no pocos ecumenistas.
Desde una espiritualidad abiertamente ecuménica, García Hernando aspiraba a acercar a los fieles a la genuina vivencia de la voluntad de Dios en el Espíritu Santo. Este enfoque queda claramente expuesto en su obra La unidad es la meta, la oración el camino, donde subraya que la unidad entre los cristianos no puede alcanzarse sin una profunda vida de oración compartida. Para él, la oración no era solo un medio, sino el camino mismo hacia la unidad.
Su legado continúa siendo relevante para quienes desean proyectar su vida cristiana desde un fundamento espiritual ecuménico y católico, entendiendo la catolicidad no como uniformidad, sino como una totalidad reconciliada en la diversidad.
Por ello, le gustaba hablar de «cristianos ecuménicos de base» y de un «ecumenismo de base», es decir, un ecumenismo que brota del corazón del creyente y se traduce en gestos cotidianos de apertura, hospitalidad y comunión. Su propuesta partía de una espiritualidad claramente ecuménica, pero nunca disociada de la voluntad divina ni de la acción transformadora del Espíritu Santo: vivir según el Espíritu era, para él, vivir en apertura hacia la unidad querida por Dios.
Julián García Hernando y Juan Bosch Navarro apuntan, cada uno desde su propia sensibilidad teológica, a un ecumenismo del diálogo que trasciende el campo estrictamente confesional de las iglesias, abriéndose con lucidez —aunque aún con cierta timidez— al mundo de la cultura y a la realidad antropológica contemporánea. Para ambos, al igual que para mí, ser cristiano ecuménico no se reduce a la promoción de la unidad entre los bautizados, mediante la acogida, el diálogo y el compromiso eclesial, sino que implica también una tarea de mediación cultural, una intervención lúcida y esperanzada en los procesos sociales, simbólicos y existenciales que configuran el pensamiento y la vida del ser humano actual.
En esa misma dirección me sitúo y me comprometo también yo, convencido de que el ecumenismo, si ha de ser fiel al Espíritu que lo inspira, no puede quedar encerrado en los muros de las estructuras eclesiales, sino que ha de expandirse como fermento en el corazón de la cultura contemporánea. A través de mis escritos, reflexiones y propuestas, trato de encarnar esta forma de ecumenismo, que es a la vez espiritual y pastoral, teológica y existencial, siempre orientada al encuentro entre el Evangelio de la reconciliación y la condición humana plural y fragmentada de nuestro tiempo.
Este enfoque responde fielmente a la reclamación conciliar que encontramos en Gaudium et spes, cuando afirma que: «La Iglesia siente vivamente la responsabilidad de colaborar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano» [36], y que, al mismo tiempo, le exige no desentenderse del drama espiritual del hombre moderno, sino buscar canales de encuentro entre fe y cultura, entre Evangelio y existencia, entre teología y antropología. También Unitatis redintegratio, documento clave sobre el ecumenismo, señala que la finalidad de este no es solo interna:
El sagrado Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, se dediquen con empeño al ecumenismo. […] Cuanto más estrechamente se unan con Cristo, tanto más profundamente podrán promover la unidad [37].
Este «dedicarse al ecumenismo» implica no solo estrechar lazos entre iglesias, sino hacer de esa experiencia una propuesta transformadora para el mundo, como señala también Evangelii gaudium: «La unidad prevalece sobre el conflicto, no por negarlo, sino por superarlo en un plano superior» [38].
En esta clave, el cristiano ecuménico no es solo un actor dentro del espacio eclesial, sino un agente de reconciliación en el corazón mismo de la cultura y de la historia. Así lo recordaba también san Juan Pablo II: «El ecumenismo no es sólo un problema interno de las Iglesias, sino que afecta al modo mismo de anunciar el Evangelio en el mundo» [39].
Por ello, un auténtico ecumenismo del Espíritu es aquel que escucha las preguntas del hombre contemporáneo, dialoga con su cultura sin miedo, discierne los signos de esperanza en medio de sus crisis, y testimonia la comunión no como homogeneidad impuesta, sino como espacio de sentido para la humanidad plural.
Este desafío permanece vigente para todos aquellos que deseen proyectar su vida cristiana sobre un fundamento espiritual, ecuménico y católico, entendiendo la catolicidad no como clausura, sino como totalidad reconciliada [40].
LA TEOLOGÍA COMO CAMINO HACIA EL «NOSOTROS»
La teología, cuando deja de ser polémica y se transforma en camino de búsqueda compartida, puede contribuir a una comprensión más profunda de la fe cristiana como evento de comunión. El teólogo reformado Lukas Vischer afirmaba que el verdadero objetivo del ecumenismo no es solo la reconciliación de las Iglesias, sino una renovación conjunta de la comprensión de la Iglesia, entendiendo la catolicidad, elemento del credo cristiano y denostado por la división cristiana, como el elemento unitivo para proyectar esa nueva contemplación eclesial del «nosotros» [41]. En este sentido, urge desarrollar una teología del nosotros, que supere las oposiciones exclusivistas y acoja el misterio eclesial desde la categoría de don mutuo. No se trata de relativizar la verdad, sino de descubrir que la verdad se revela en el rostro del otro y que solo juntos podemos acercarnos a su plenitud.
LA TEOLOGÍA DEL «NOSOTROS», LA ECLESIOLOGÍA DE LA COMUNIÓN
En un tiempo marcado por el individualismo espiritual, las fragmentaciones eclesiales y la autorreferencialidad institucional, hablar de una teología del «nosotros» constituye una apuesta audaz, profundamente evangélica y eclesiológicamente transformadora. No se trata de una categoría retórica o sentimental, sino de un verdadero paradigma teológico, emergente desde múltiples tradiciones, que articula el misterio de la fe cristiana como acontecimiento de comunión.
1. Fundamentos trinitarios y patrísticos
La raíz última del «nosotros» eclesial se encuentra en la Trinidad. El Dios cristiano no es soledad absoluta sino comunión eterna, y todo lo creado, redimido y santificado está llamado a participar de esa comunión. Este fundamento ha sido desarrollado de manera notable por el teólogo ortodoxo Ioannis Zizioulas, quien sostiene que la persona solo es plenamente tal en la medida en que entra en relación. Ser, en sentido cristiano, es ser en comunión [42]: «La Iglesia no es una institución sociológica, sino la epifanía de la vida trinitaria» [43].
La eclesiología occidental ha recuperado esta intuición gracias a autores como Yves Congar, quien, en su crítica a una Iglesia de estructura monárquica cerrada, propuso una eclesiología de la comunión, en la que cada miembro participa activamente desde su carisma en el único Cuerpo de Cristo [44].
2. La comunión como clave de catolicidad: Congar y Kasper
Yves Congar, profeta del Vaticano II, vinculó la renovación eclesiológica con la vivencia concreta de la catolicidad como totalidad reconciliada. Frente a toda pretensión de hegemonía, defendió que la verdadera Iglesia católica no se impone, sino que se ofrece en la escucha mutua y el servicio [45].
En continuidad con esta línea, Walter Kasper ha insistido en que la Iglesia no debe concebirse como una sociedad de creyentes, sino como un «nosotros que participa del amor trinitario», expresado visiblemente en la comunión de las Iglesias particulares [46]. La unidad, en su visión, no se construye por absorción ni uniformidad, sino por reciprocidad y apertura.
3. El «nosotros» desde abajo: Teologías hispanoamericanas y de base
La teología latinoamericana, especialmente en Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y Jon Sobrino, ha aportado una dimensión histórica y profética al «nosotros». En ella, el sujeto eclesial no es el individuo ilustrado ni la institución jerárquica, sino el pueblo pobre y oprimido, en cuyo clamor resuena la voz de Dios [47].
En esta clave, el nosotros se convierte en pueblo de Dios en camino, no definido por frontera confesional, sino por la práctica del Reino: justicia, solidaridad, perdón. En Boff, este nosotros eclesial se expresa como comunión de comunidades, en redes, descentralizadas y sinodalmente organizadas [48]. La Iglesia que no escucha el clamor de los pobres no puede decir «nosotros» con verdad [49].
4. Un «nosotros» orante y reconciliado: García Hernando y el ecumenismo espiritual
En el ámbito español, Julián García Hernando ha desarrollado una de las expresiones más originales de esta teología del nosotros, al proponer un ecumenismo espiritual de base, vivido en pequeñas comunidades y centrado en la oración compartida. En su obra La unidad es la meta, la oración el camino, afirma que la unidad visible solo será posible si está sostenida por una vida de oración común, donde la espiritualidad de comunión transforme los corazones antes que las estructuras [50]. «Solo desde el Espíritu que ora en nosotros será posible decir “nosotros” en Cristo» [51].
5. Francisco y el magisterio reciente: de la autorreferencialidad al pueblo sinodal
El papa Francisco ha revitalizado el horizonte del nosotros en varios niveles. En Fratelli tutti, denuncia el aislamiento del yo como enfermedad espiritual y social, y llama a construir un nosotros abierto y fraterno, desde una cultura del encuentro [52]. En el marco del Sínodo sobre la sinodalidad, afirma que la Iglesia es el pueblo fiel de Dios en camino, no una élite de salvados ni una suma de sectores [53].
La teología del nosotros se hace, así, praxis sinodal, ética de inclusión, hospitalidad hacia el otro y apertura misionera. No se trata de una categoría periférica, sino del marco esencial desde el cual repensar la eclesiología en clave de comunión. No es solo una propuesta conceptual; es una metanoia eclesial, una conversión teológica y espiritual que interpela a toda la Iglesia. Solo un cristianismo reconciliado, relacional y abierto puede testimoniar ante el mundo la verdad del Evangelio. Decir «nosotros» es confesar que somos cuerpo, no piezas sueltas; es proclamar que en la Iglesia nadie se salva solo.
CONCLUSIÓN FINAL
El XXXIII Encuentro Ecuménico de El Espinar, bajo el lema «Soñar la unidad: ¿Qué caminos tomar?», no es solamente un espacio de reflexión y oración, sino una verdadera interpelación espiritual y eclesial a nuestro tiempo. La unidad de los cristianos no puede ser pensada como una meta opcional ni como un horizonte postergado: es un mandato evangélico, una llamada insoslayable de Cristo a su Iglesia y un signo imprescindible para la credibilidad del anuncio cristiano en el mundo.
La unidad soñada —y ya en gestación— no es uniformidad estéril ni asimilación forzada, sino comunión reconciliada, donde la pluralidad de dones, carismas y tradiciones se integran en la única sinfonía integradora de la fe, la esperanza y el amor. Como la Trinidad es unidad en la diversidad, así la Iglesia debe ser espejo de esta comunión sin confusión ni absorción.
Soñar la unidad implica soñar creyentes ecuménicos: cristianos arraigados en su identidad, pero abiertos al soplo del Espíritu que no conoce fronteras; creyentes humildes, valientes, capaces de asumir la herida de la división, de pedir y conceder perdón, y de caminar juntos más allá de los miedos, las diferencias y las memorias dolorosas.
Hoy más que nunca, necesitamos soñar —y vivir— una Iglesia de puertas abiertas, como ha exhortado el papa Francisco, una Iglesia que salga al encuentro del otro, que no tema ensuciarse las manos en el barro del diálogo, que escuche más de lo que hable, que sane más de lo que condene, y que construya puentes allí donde el mundo solo ve muros.
El camino hacia la unidad no será fácil ni breve. Requerirá paciencia de labrador, fidelidad de profeta y coraje de mártir. Pero quien se atreve a soñar la unidad, quien trabaja por ella en lo pequeño, quien la anuncia con su vida, ya está sembrando semillas del Reino. En palabras de san Pablo: «Si vivimos por el Espíritu, caminemos también conforme al Espíritu» [54]. Y este caminar es exigible a todos, todos. Y aún más, reafirmando el sentido profundo de este sueño, podemos proclamar con plena convicción que soñar la unidad no es ingenuidad espiritual ni romanticismo teológico. Es obedecer a Cristo, confiar en el Espíritu Santo y comprometerse con la historia. Los caminos están trazados: el diálogo sincero, la reconciliación paciente, la sinodalidad concreta, la espiritualidad profunda y la teología compartida. Cada paso dado es semilla de comunión. Y aunque la meta parezca lejana, su promesa permanece: «Habrá un solo rebaño y un solo pastor» [55].
Que, fortalecidos por esta certeza, sigamos sembrando, confiando, trabajando y orando, hasta que la unidad soñada se torne plenitud celebrada, a gloria de Dios y salvación del mundo.
Notas__________
1. Juan 10:16.
2. Juan 17:21.
3. Pastoral Ecuménica, n. 34 (1995).
4. «El viento sopla donde quiere: oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.» Juan 3:8.
5. Juan 17:21.
6. Mateo 17:4; Marcos 9:5; Lucas 9:33.
7. FRANCISCO, Homilía, 1 de marzo de 2015.
8. FRANCISCO, Ángelus, 6 de agosto de 2023.
9. Juan 14:6.
10. Unitatis redintegratio, cap. I, n. 7.
11. Hechos, 3:6.
12. Unitatis redintegratio, n. 3.
13. Juan 17:21.
14. FRANCISCO, Evangelii gaudium, n. 244. Vaticano, 2013.
15. Salmo 133,1–2. Biblia de Jerusalén, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 2021.
16. Isaías 10,20–22. El concepto del «resto fiel» ocupa un lugar central en la teología profética del Antiguo Testamento, especialmente en Isaías (cf. Is 10,20–22; 11,11; 28,5; 37,31–32). No designa simplemente a los supervivientes de una catástrofe, sino a aquellos que, tras el juicio, permanecen fieles a la alianza. Es un núcleo minoritario y purificado, que actúa como garantía de continuidad del pueblo de Dios. La salvación de Israel, y en un sentido más amplio la de la humanidad, se realiza a través de este «resto» que confía, espera y camina con Dios. Según Isaías 10,21: «Un resto volverá, el resto de Jacob, al Dios fuerte», nombre simbólico del hijo del profeta, cf. Is 7,3.
Este resto está ligado íntimamente al concepto de «qahal YHWH», es decir, la «asamblea del Señor» —la comunidad congregada no por afinidad sociológica o étnica, sino por el llamamiento divino y la fidelidad a la Torá. Se trata de una asamblea convocada, elegida y santificada por Dios para vivir en justicia y en comunión. A diferencia de la simple edah (congregación o grupo social), el qahal tiene una fuerte carga teológica y es precursor, en perspectiva cristiana, del concepto de ekklesía, que los Setenta ya tradujeron en griego con este término, posteriormente adoptado por el Nuevo Testamento para designar la Iglesia (cf. Mt 16,18; Hch 5,11).
En la teología del Nuevo Testamento, esta idea de un resto se proyecta sobre la comunidad mesiánica: no todo Israel ha creído, pero un resto ha sido preservado (cf. Rm 9,27; 11,5), y a partir de él, por la gracia, se despliega una nueva ekklesía, formada ahora por judíos y gentiles reunidos en Cristo. Este principio de continuidad en la fidelidad, desde un núcleo obediente, inspira una eclesiología de comunión y no de masa, y ayuda a fundamentar la idea de unidad en la diversidad: el pueblo de Dios no es monolítico, sino plural, y su unidad no viene de abajo, sino de la fidelidad al único Señor que lo convoca, nunca de una autoridad.
17. Juan 17:21.
18. 1 Corintios 12:4–6.
19. 1 Corintios 12,27.
20. Efesios 4,4–6.
21. Hechos de los Apóstoles 3:6.
22. BASILIO DE CESÁREA, El Espíritu Santo. Introducción y notas de Giovanna Azzali Bernardelli, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2015.
23. Ibíd.
24. GREGORIO NACIANCENO, Los cinco discursos teológicos, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1995.
25. SAN AGUSTÍN, Obras de San Agustín, tomo V, Tratado sobre la Santísima Trinidad, Primera versión española, introducción y notas de Fr. Luis Arias, O.S.A.BAC, Madrid 1956.
26. Cf. VON BALTHASAR, HANS URS, La verdad es sinfónica: aspectos de la pluralidad cristiana, Ediciones Encuentro, Madrid, 1992.
En el prólogo, el autor de La verdad es sinfónica, reflexiona sobre el desafío contemporáneo del pluralismo teológico, advirtiendo que la auténtica pluralidad no es dispersión ni cacofonía, sino unidad armónica en tensión, como una sinfonía musical. Para él, la verdad cristiana es sinfónica: está compuesta de múltiples voces, estilos, acentos y formas, pero todas convergen en una única melodía de sentido, cuya riqueza procede de su profundidad, no de su uniformidad. Esta visión exige superar tanto la rigidez doctrinal como el relativismo, reconociendo que la pluralidad legítima solo se justifica y sostiene en una unidad más profunda que la engloba y la orienta. (pp. 7-9).
27. CONSEJO MUNDIAL DE IGLESIAS, Bautismo, Eucaristía y Ministerio (BEM), Lima, 1982.
28. JUAN PABLO II, Ut unum sint, n. 33: «La unidad deseada requiere que se haga un valiente gesto de purificación de la memoria, es decir, de reconocimiento de las culpas, allí donde se ha ofendido la caridad, en perjuicio de la verdad del Evangelio». Edición oficial en español, Libreria Editrice Vaticana, 1995.
29. Ibíd.
30. RATZINGER, JOSEPH, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones, Ediciones Sígueme, Salamanca 2005.
31. Ibíd.
32. Documento de trabajo para la etapa continental del Sínodo sobre la sinodalidad, Vaticano, octubre 2022, n. 25.
33. FRANCISCO, Discurso con motivo del 50 aniversario del diálogo católico-pentecostal, 2022.
34. Cf. ZIZIOULAS, IOANNIS, Being as Communion, London: St. Vladimir’s Seminary Press, 1985.
35. Mateo 18:20.
36. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, n. 55. Ed. oficial en español, BAC, Madrid, 2006.
37 CONCILIO VATICANO II, Unitatis redintegratio, n. 7.
38. PAPA FRANCISCO, Evangelii gaudium, n. 228.
39. JUAN PABLO II, Ut unum sint, n. 5. Ed. oficial en español, Libreria Editrice Vaticana, 1995.
40. RODENAS CILLER, ELVIRA, El ecumenismo en la vida y obra de D. Julián García Hernando, Madrid, BAC, 2012.
41. MATABOSCH, ANTONI, La catolicidad de la Iglesia en los Documentos de la Asamblea de Upsala. Entrevista con el Pastor Lukas Vischer, Director de «Fe y Constitución». Upsala, julio 1968, Información Ecuménica, Universidad Pontificia de Salamanca.
42. ZIZIOULAS, IOANNIS, Being as Communion: Studies in Personhood and the Church, London: St. Vladimir’s Seminary Press, 1985.
43. ZIZIOULAS, IOANNIS, Being as Communion, 1985.
44. CONGAR, YVES, La Iglesia: de san Agustín a nuestros días, BAC, Madrid 1976.
45. CONGAR, YVES, Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, Ediciones Sígueme, Salamanca 2014.
46. KASPER, WALTER, La Iglesia católica. Esencia, realidad, misión, Ediciones Sígueme, Salamanca 2013.
47. GUTIÉRREZ, GUSTAVO, Teología de la liberación. Perspectivas, Ediciones Sígueme, Salamanca 1972.
48. BOFF, LEONARDO, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Editorial Sal Terrae, Santander 1979.
49. SOBRINO, JON, Jesucristo liberador, Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, UCA Editores, San Salvador (El Salvador) 1991.
50. GARCÍA HERNANDO, JULIÁN, La unidad es la meta, la oración el camino, Atenas/Centro Ecuménico Misioneras de la Unidad, Madrid 1996.
51. Ibíd.
52. FRANCISCO, Fratelli tutti, Libreria Editrice Vaticana, 2020, Ciudad del Vaticano, nn. 31-36.
53. FRANCISCO, Discurso en la apertura del proceso sinodal, 9 octubre 2021.
54. Gálatas 5:25.
55. Juan 10:16.
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Juan G. Biedma es Licenciado en Ciencias Religiosas por la Facultad de Teología San Dámaso (Pontificia Universidad de Salamanca), Magíster en Teología Dogmática Reformada por el Instituto Superior de Teología y Ciencias Bíblicas.CEIBI y Diplomado en Ecumenismo, Diálogo Interreligioso y Sectas/NMR por el Centro Ecuménico de Madrid. Ecumenista y Diácono de la Iglesia católica romana.
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