En estos últimos años Antonio Cruz, doctor en biología, ha dado a la luz un buen número de libros sobre el tema ciencia y fe, a la vez que ha ido pronunciando una serie de conferencias sobre la misma temática en toda América. Su obra más reciente es Polvo de la tierra (CLIE, Barcelona 2025), aunque el subtítulo hace referencia a la singularidad del cuerpo humano, la verdad es que el libro trata de muchas más cosas, correspondientes a las tres partes o secciones en que está dividido: “Cosmología, el Universo”;” Geología, la Tierra y Biología”, “El cuerpo humano”, que reúne un gran número de artículos, más bien breves, a manera cápsulas descriptivas y explicativas, que van desde el universo hostil y a la vez adecuado a la vida, hasta la identidad biológica humana y el carácter no azaroso de la existencia humana.
Esta no es una reseña del libro del Dr. Cruz, por ello me disculparan que no entre de lleno en la obra en sí, sino solo en un capítulo, el referido a la concepción bíblica del cielo como una cúpula (pp. 107-112). En él argumenta nuestro autor que muchos eruditos bíblicos se engañan cuando afirman que la Biblia presenta una imagen del mundo físico copiada de los mitos mesopotámicos y egipcios, los cuales creían que la tierra es una isla circular rodeada por un mar igualmente circular; que el cielo, o firmamento, es una enorme cúpula sólida que cubría la tierra. Encima de esa cúpula se encontraban los depósitos del agua y del granizo, que disponían de unas ventanas o compuertas que permitían derramar el agua como lluvia, granizo o nieve sobre la tierra y los mares. Cruz piensa que esta visión de la geografía cósmica de la Biblia y de los pueblos antiguos se basan principalmente en el trabajo del reputado arqueólogo Wayne Horowitz, autor de Mesopotamian Cosmic Geography (1998), entre otras obras.
¿Por qué se engañan o equivocan algunos autores modernos al respecto? Antonio Cruz responde con una pregunta:
«¿Cómo es posible que los antiguos pensaran que había depósitos de agua encima del firmamento cuando conocían bien el ciclo del agua en la naturaleza? Tal como escribió Job en uno de los libros más antiguos del Antiguo Testamento, «Dios atrae las gotas de las aguas; al transformarse el vapor en lluvia, la cual destilan las nubes goteando en abundancia sobre los hombres» (Job 3:26,27). El noble patriarca sabía que la lluvia procede de las nubes y no de ningún depósito celestial» (p. 111).
Vayamos por partes. El argumento podría valer si el libro de Job fuera ciertamente uno de los libros más antiguos del Antiguo Testamento, anterior, o contemporáneo al menos, del Génesis.
Los autores antiguos suponían que había sido redactado por Moisés, por el mismo Job o por Salomón; sin embargo, hoy generalmente los críticos creen que el libro fue redactado en los tiempos posteriores al exilio, y refleja las inquietudes de las escuelas de «sabios» que se preocupaban de los problemas personales del individuo como tal, revisando las tesis conformistas tradicionales.
Según Noel Quesson, Job fue escrito hacia el siglo V a.C, inspirado en las escenas del viejo folklore siro-fenicio, que plantea el problema del mal de una manera inolvidable. Para ser más precisos, parece ser que, según Ravasi, Job no es un producto que haya florecido en un único período creativo de la mente y de la fe de un único escritor, aun cuando existe un poeta primario y decisivo a quien hay que atribuir la sustancia poética y religiosa de la obra final que hoy poseemos.
«Enlazando los dos extremos del libro, el prólogo y el epílogo, se recompone con bastante facilidad el relato popular tal como lo narraban bajo las tiendas antes de que penetrara en el patrimonio sapiencial de Israel. Atendiendo a los nombres de las personas y de los lugares, parece ser que la historia de Job nació o bien en Edom o, más probablemente, en la región de Haurán, en la Transjordania. Hasta ahora, las peripecias del drama bíblico de Job no se han encontrado al pie de la letra en ningún texto del Próximo Oriente antiguo, ni en Egipto, ni incluso en Mesopotamia, en donde sin embargo el tema del justo que sufre se explotaba desde finales de la época sumeria, unos 2 000 años antes de nuestra era» [1].
El ciclo del agua
En su intento de comprender la precipitación de la lluvia bien pronto los antiguos pueblos históricos llegaron a la conclusión de que Sol calienta el agua y la envía en forma de lluvia. Así se dice en el “Adityahrdaya”, un himno hindú del Ramayana, epopeya que data del siglo IV a. C. Aproximadamente en el año 500 a. C., los eruditos griegos especulaban que gran parte del agua de los ríos puede atribuirse a la lluvia. Por aquel entonces también se conocía el origen de la lluvia. Sin embargo, estos eruditos mantuvieron la creencia de que el agua que ascendía a través de la tierra contribuía en gran medida a la formación de los ríos. Tanto Platón (390 a. C.) como Aristóteles (350 a. C.) especularon sobre la percolación como parte del ciclo del agua —la percolación se refiere al paso lento de fluidos a través de materiales porosos. Aristóteles planteó correctamente la hipótesis de que el sol desempeñaba un papel en el ciclo hidráulico de la Tierra en su libro Meteorología, escribiendo: «Por su acción [el sol], el agua más fina y dulce es transportada todos los días, se disuelve en vapor y se eleva a las regiones superiores, donde el frío la vuelve a condensar y así regresa a la tierra» [2], y creía que las nubes estaban compuestas de vapor de agua enfriado y condensado.
Sin embargo, esta clarividente imagen adolecía de una precisión suficiente como para comprender el origen de todas las masas de agua presentes en la superficie terrestre. Pensaban entonces, y lo hicieron durante muchos siglos después, que las lluvias eran incapaces de justificar el origen de los vastos volúmenes de agua que observaban en manantiales, ríos y pozos. El agua debía surgir, también, de las profundidades de la tierra, del Tártaro.
Hubo que esperar a que la crítica al mundo antiguo, a tanta sabiduría basada en la autoridad de los clásicos, permitiera avanzar en la idea de un ciclo cuasi perfecto. Fue así como Bernard Palissy (1510-1590) esbozó una de las primeras y más relevantes aportaciones contra la tesis del surgimiento subterráneo del agua. En su obra, Discours admirables de la nature des eaux et fontaines (1580), este singular científico francés se rebela contra el obsoleto conocimiento teórico, afirmando que el origen de los manantiales no es otro que el agua de lluvia. A partir de entonces, entrado el siglo XVII, otros ilustrados como Pierre Perrault, Edme Marriote o Edmund Halley demostraron con mayor profusión de datos como, en efecto, el agua evaporada del mar es suficiente para dar lugar a toda el agua superficial y subterránea.
Las compuertas del Diluvio
La Biblia es suficientemente clara sobre la concepción antigua hebrea de la cosmografía. En ella el mundo es representado como un conjunto de tres partes: los cielos (shamayim), arriba, la tierra (éretz), en el medio y el inframundo (sheol) abajo.
Cuando Dios creó los cielos y la tierra que se dice que «Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (Gn 1:2). Antes se había referido al abismo, del que no se nos dice claro sobre su naturaleza, solo que a continuación Dios dijo: «Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas. E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así. Y llamó Dios a la expansión Cielos» (6-8). Es decir, la expansión, en hebreo raqía, es lo que divide o separa las aguas, quedando unas arriba y otras abajo, separadas por la raqía o expansión, que Dios llama cielos, o en su forma completa: «expansión de los cielos», (hebreo raqía hashshamáyim, vv. 14,15,17), que la Septuaginta traduce por el griepo steréoma, Jerónimo muy correctamente por el latín firmamentum, «firmamento». Steréoma, que significa «lo firme, la fortaleza», que corresponde al sentido del hebreo, raqía, «expansión sólida», lit. lo que ha sido forjado a golpes. La raíz verbal raqá, designa la operación de expandir algo a golpes de martillo. Se usa especialmente para la extensión de metales (cf. Ex. 39:3; Nm. 16:39), de ahí el sustantivo «planchas extendidas», riqqüim (Nm. 16:38). Se aplica a la superficie llena y sólida de la tierra (cf. Is. 42;5; 44:24; Sal. 136:6), y es en este mismo sentido que se refiere al cielo en Job 37:18: «¿Has extendido con él la bóveda celeste, firme cual espejo de metal laminado?»
Se utiliza en sentido poético en Ex. 24:10: «Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un pavimento de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno»; y en Ez. 1:22-26: «Sobre las cabezas de cada animal aparecía expansión a manera de cristal maravilloso... Y sobre la expansión que había sobre sus cabezas, se veía la figura de un trono y que parecía de piedra de zafiro».
Raqía, pues, designa la bóveda celeste forjada como una gran campana metálica introducida en el océano caótico, y constituye por lo pronto un muro de separación entre las aguas superiores y las inferiores, por eso está provista de «ventanas» o compuertas por las que deja salir las aguas que están sobre la bóveda (Gn. 1:7; Sal. 78:23; Is. 24:18; Mal. 3:10).
El concepto israelita del cielo/firmamento como cubierta/expansión se basa en la apariencia de lo que se ofrece a su vista, conforme a las ideas orientales comunes de entonces, que imaginaban la tierra cubierta por una gigantesca cúpula, concebida poéticamente como la lona o piel extendida de una tienda (Is. 40:22; Sal. 104:2).
Encima del firmamento o expansión se creía que Dios había reunido una parte del agua que al principio cubría la tierra, idea tomada de la observación de la lluvia que cae del cielo (cf. Dan. 3:6; Sal. 148:4) cuando se abren las ventanas o compuertas colocadas allí por Dios (cf. Gn. 7:11; 8:2; 2 R. 7:2,19; Is. 24:18; Mal. 3:10). El cierre del cielo significa sequía (cf. lc. 4:25; Ap. 11:6). Por su brillo luminoso, el firmamento se asemeja a un espejo fundido (Job 37:18), fabricado entonces de metal, bronce principalmente, de donde le viene el nombre hebreo. También los griegos se referían al cielo en términos «metálicos» (cf. «bronce»: khálkeon, Homero, Ilíada, 17,425; Píndaro, Pyth. 10,42; Nem. 6,6; polýkhalkon, I. 5,504; Odisea 3,2; «hierro», sidéreon, Odisea, 15,328; 17,565). Para los astrónomos de la antigüedad el firmamento es la órbita de las estrellas fijas, o el más alto de todos los cielos. Pero en el lenguaje común de la Escritura se trata de la región media, el espacio tal como aparece inmediatamente por encima de los seres humanos.
Los hebreos imaginaban una inmensa masa de aguas subterráneas que junto con las de mares y lagos constituían el sistema de aguas bajas o inferiores, así llamadas para distinguirlas de las aguas altas o superiores, que se suponía estaban sobre el firmamento. Las aguas inferiores subterráneas surgían a la superficie seca de la tierra por medio de conductos y cavernas originando las fuentes y los ríos; por otro lado, estas aguas penetraban en las honduras de los mares y los lagos, conservando el nivel por medio de aberturas y canales existentes en el fondo, las «fuentes del mar y fuentes del gran abismo» (cf. Gn. 7:11; 8:2; Dt. 8:7; Job 28:11; 38:16; Prov. 8:28). Esta explicación, que hacía de las aguas superficiales y de las subterráneas una sola masa, permitía a los hebreos comprender cómo el mar no se desbordaba pese al continuo afluir de los ríos y cómo las fuentes eran perennes, dando así una razón simple, y para aquellos tiempos ingeniosa, de la circulación de las aguas ya desde las fuentes al mar, ya desde el mar a las fuentes.
Las aguas superiores estaban sostenidas por el firmamento en cuanto bóveda sólida, «firme», y desde allí caían sobre la tierra en forma de lluvia por medio de compuertas reguladas por la mano de Yahvé (Gn. 7:11, 8:2; Sal. 78;3; Is. 24;18; Mal. 3:10), según una regla de tiempo y lugar (Jer. 5;24; Job 28:26; Dt. 28:12; Lv. 26:3).
Las aguas que provocaron el Diluvio procedieron de dos fuentes, una, la del gran abismo, y otra, la de los depósitos del cielo: «en este día fueron rotas todas las fuentes del gran océano y fueron abiertas las ventanas de los cielos» (Gn. 7:11). Tan pronto las fuentes del abismo y las ventanas de los cielos se cerraron, cesó de caer agua (Gn. 8:2).
Teniendo en cuenta la forma redondeada y conexa del firmamento, las aguas superiores no podrían estar sobre él si una segunda pared no las contuviera lateralmente y por encima. Por eso una segunda bóveda más arriba que la del firmamento cerraba con este un espacio donde se hallaban los depósitos (hebreo otseroth) de la lluvia, del granizo y de la nieve (Job 38:22), ministros de la bondad o de la ira de Dios, y siempre abastecidos por sus manos, mientras que el agua caída no regresa más arriba, sino que se convierte en semillas y frutos para uso de los animales y de los hombres (cf. Is. 55:10). En la zona inferior de dicho espacio, a nivel de las tierras y de los mares y alrededor de ellas ubicaban los hebreos los depósitos de los vientos (Jer. 10:13; 51:16; Sal. 135:7), que abriéndolos ya de un lado, ya de otro, en todas las direcciones del horizonte, originaban las corrientes aéreas.
Para concluir, las ideas de los estudiosos modernos de la Biblia no se basan principalmente en el trabajo del arqueólogo Wayne Horowitz, como afirma Antonio Cruz, sino que está presente en muchas introducciones del Antiguo Testamento de principios del siglo XX, y sobre todo en el astrónomo italiano Giovanni V. Schiaparelli, cuya obra se tradujo al español en 1945 [3], pero bueno, este es un dato menor.
Véase A. Ropero, editor, Gran diccionario enciclopédico de la Biblia, artículos “Abismo”, “Aguas altas y aguas bajas”, “Astronomía”, “Cielo”, “Creación”, “Firmamento”. CLIE, Barcelona 2013.
Notas
1. Jean Lévéque, Job, el libro y el mensaje, p. 5. Ed. Verbo Divino, Estella 1987.
3. Aristóteles, Acerca del Cielo y Meteorológicos. Gredos, Madrid 1996.
3. Juan V. Schiaparelli, La astronomía en el Antiguo Testamento. Espasa-Calpe, Madrid 1945.
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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo, Introducción a la filosofía, Historia general del cristianismo (con John Fletcher), Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.
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