¿Cuántas veces no habremos escuchado desde los púlpitos esa
pregunta retórica acerca del sufrimiento de Jesús frente a la cerrazón de sus
discípulos o su falta de caridad (hoy diríamos “de empatía”) ante el dolor
humano? Seguro que hemos perdido la cuenta. Se trata de uno de esos tópicos que
se suelen repetir con cierta frecuencia y que, en cierto modo, sirven muy bien
como recurso homilético a fin de introducir ciertos temas. Pero no es solo
retórica. Lo triste es que su fondo encierra una enorme y desgraciada verdad.
Uno de nuestros pasajes favoritos del Evangelio según San
Juan es, precisamente, el capítulo 9, la conocida historia de la curación de un
hombre adulto ciego de nacimiento efectuada por Jesús, con todas las
discusiones que ello suscita a continuación entre los judíos. Los primeros
cinco versículos contienen unas declaraciones extraordinarias del propio Señor
que haríamos muy bien en recordar con frecuencia. Los citamos a continuación de
la versión Reina-Valera 1960:
“Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le
preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres,
para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus
padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él. Me es necesario
hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene,
cuando nadie puede trabajar. Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del
mundo.”
Los discípulos no se diferenciaban en nada de su entorno
cultural y religioso judío de aquel momento, y en casi nada —¡pena da tener que
reconocerlo!— de la triste mentalidad anticristiana de muchos que en el día de
hoy se consideran, no solo creyentes, sino poco menos que únicos representantes
legítimos y autorizados de Dios en la tierra. Solo veían pecado y maldad por
todas partes; el concepto de “pecado” lo explicaba todo, ofrecía la respuesta
mágica a todos los sinsabores de la existencia, y conllevaba, como es lógico,
su carga de culpa, de condena irremisible, de desprecio para con el presunto
“pecador”. Y peor aún: hasta podía atravesar las barreras generacionales para
marcar con un sello indeleble a quienes todavía no habían visto la luz. El
pecado, tal como lo concebían ellos, era realmente un poder desatado, el
auténtico señor de este mundo, quien todo lo impregnaba de su esencia, quien
todo lo moldeaba a su propia hechura. Cabría preguntarse, no sin tristeza,
dónde encajaba Dios en aquella cosmovisión tan sumamente negativa. Y cabría
preguntarse lo mismo en el día de hoy ante quienes siguen pensando y razonando
de idéntica manera que aquellos discípulos, es decir, quienes continúan viendo
el mundo que les rodea y a sus semejantes teñidos siempre del oscuro color del
mal y por eso los rechazan sin paliativos.
La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas. Extraemos de
ella tan solo tres ideas básicas:
En primer lugar, no es el pecado quien causa las anomalías o
las deformaciones físicas en los seres humanos. Los conocimientos que existían
en tiempos de Jesús acerca de las enfermedades o las deficiencias físicas eran
muy rudimentarios. Conceptos tales como “virus”, “bacterias”, “malformaciones
fetales”, “genética” y similares estaban completamente fuera del horizonte de
aquella época. Habrían de pasar diecinueve siglos en algunos casos para que se
introdujeran en el vocabulario humano, y veinte en algunos otros. Jesús nunca
hubiera podido decir en su lengua materna que aquel hombre había nacido ciego
por un problema genético o porque había sufrido una malformación durante el
período de su gestación debido a condiciones cromosómicas. Pero sí podía decir,
y lo dijo, que no se debía achacar a ningún pecado, propio ni ajeno, su
condición de ceguera. Podía decir, y lo dijo, que no debía ser acusado ni
señalado ni estigmatizado como pecador digno de condena. Las palabras de Cristo
constituyen por tanto un duro reproche, de entrada, a aquella mentalidad
estrecha y cruel de los discípulos y de quienes pensaban (¡y pensarían!) como
ellos en todas las épocas de la historia, y después un llamado a la compasión,
a la caridad cristiana, a la empatía con los que sufren. Quienes en esta vida
transitan en medio de dolores, desgracias, condiciones adversas o enfermedades
que ni han provocado ni pueden controlar, lo que menos precisan es de
desprecios y repulsas. Todos, en mayor o menor medida, y a lo largo de las
distintas etapas de nuestra existencia, podemos sufrir situaciones o
condiciones que no buscamos, pero que están ahí. La crueldad que mostraron los
discípulos de Jesús estaba completamente fuera de lugar. Sigue estándolo hoy.
En segundo lugar, hay un propósito divino, oculto a nuestros
ojos y a nuestras capacidades de razonamiento, que guía todas las cosas,
incluso aquellas que no comprendemos. Precisamente por ello hemos de
abstenernos de “jugar a ser Dios” pontificando sobre todo cuanto acontece o
pretendiendo dar razón de sucesos y eventos que escapan a nuestra inteligencia;
corremos en tal caso el riesgo de proferir auténticas blasfemias y de proyectar
imágenes totalmente distorsionadas de Dios y de su obra. Jesús no entra tampoco
en esa dinámica. No descorre por completo el velo que separa nuestro mundo de
los arcanos eternos de Dios, sino que tan solo deja entrever una pequeña
abertura, tan pequeña que no nos permite deducir leyes generales. Tan solo nos
convida a la compasión. El sufrimiento humano, del tipo que sea, forma parte de
nuestra naturaleza. De algún modo nos acompaña desde la gestación hasta el
deceso, entretejido como está con nuestro ser, y nos llama a ser solidarios
unos con otros porque todos sufrimos de algún modo y en algún momento.
Resultaría absurdo, el mayor de los contrasentidos, lanzar anatemas y
maldiciones contra quienes padecen enfermedades o cualquier otro tipo de
desgracia, siendo que ninguno de nosotros está libre de experimentar las mismas
cosas, incluso con mayor intensidad. En tanto que cristianos estamos llamados a
considerar que Dios guía nuestras vidas incluso en medio del sufrimiento y que
cuando este último es más grande, Dios está a nuestro lado, compartiéndolo y
sosteniéndonos conforme a su propósito misericordioso. Jesús, ante el triste
espectáculo de aquel hombre ciego víctima de la dureza de corazón de los
discípulos, proclama la confianza en la dirección de Dios y en la finalidad de
nuestra vida, que no es otra que la glorificación del Supremo Hacedor.

Finalmente, en tercer lugar, Jesús se proclama a sí mismo la
luz del mundo. El marco de esta declaración es el más idóneo: frente a la
oscuridad física en la que había vivido aquel pobre hombre durante toda su
vida, y frente a la oscuridad mental y espiritual en la que vivían sus
discípulos, Jesús se presenta como el único que puede iluminar la trayectoria
vital del ser humano. Entonces y ahora. No es de recibo confesar a boca llena
que somos discípulos de Jesús, creyentes cristianos, y empeñarnos en ver maldad,
pecado y oscuridad por todas partes. Carece de sentido afirmar nuestra fe en
Cristo como Señor y Salvador del mundo para inmediatamente después condenar a
todo y a todos cuantos nos rodeen como si fueran seres tenebrosos o hijos de
las tinieblas. La afirmación tajante de Jesús acerca de ser él la luz del mundo
exige de cuantos decimos seguirle una clara toma de postura a favor de la luz,
del bien, de la gloria de Dios, y un rechazo definitivo de puntos de vista
inmisericordemente negativos en relación con los demás. Jesús no exige a nadie
cerrar los ojos a la realidad o llamar bueno a lo malo o malo a lo bueno; pero
sí enfocar esa realidad a la luz de la realidad suprema que es él mismo.
En definitiva, Jesús condena con sus palabras la actitud
oscurantista de sus seguidores para mostrar el plan perfecto de Dios
consistente en la manifestación de su gloria en todos los seres humanos,
comenzando por los menos favorecidos.
La Iglesia y cada creyente individual estamos, pues,
llamados a una constante práctica de la misericordia y la empatía con los
dolientes de este mundo.
He ahí nuestro discipulado.
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Juan María Tellería es Licenciado en Filología Clásica y en Filología Española. Diplomado en Teología por el Seminario Bautista de Alcobendas (Madrid), Licenciado en Sagrada Teología y Magíster en Teología dogmática por el CEIBI. Profesor y Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Es presbítero ordenado y Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE).
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