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El origen de la inteligencia | Antonio Cruz


 Cuando observamos el universo, vemos sobre todo inmensos espacios despoblados de cuerpos materiales. Es verdad que existen infinidad de estrellas, galaxias y otros muchos objetos naturales pero, en realidad, lo más predominante es ese vacío oscuro y sobrecogedor. No obstante, todo el cosmos está dominado por leyes naturales inmutables que permiten deducir la existencia de cosas que no son fácilmente observables, como la materia y energía oscuras o los famosos agujeros negros. Además, al analizar la luz procedente de los diversos astros, los cosmólogos pueden determinar los elementos químicos que los componen y constatar que éstos son siempre los mismos. Poco más de noventa elementos diferentes que van desde el hidrógeno, que sólo tiene un protón en su núcleo, hasta el uranio, con 92 protones. Los demás elementos de la tabla periódica -hasta los 118 que la componen- son sintéticos o elaborados por el ser humano. De manera que todo el vasto universo conocido parece estar formado por este reducido puñado de elementos químicos. 

Semejante repetición cósmica de átomos se debe a que por todas partes imperan unas mismas leyes naturales. Esto condiciona también otras muchas cosas, como por ejemplo la masa de las estrellas. Resulta que de los diez cuatrillones estimados de astros que hay en el cosmos observable, sus masas respectivas varían relativamente poco. Este reducido rango de variación está comprendido entre las estrellas muy pequeñas (con una masa que es sólo del 8% de la del Sol) hasta las enormes (con una masa aproximada de 150 veces la masa solar). Se trata de una variabilidad mínima, teniendo en cuenta la gran cantidad de estrellas existentes. Pues bien, todas estas masas estelares no son casuales sino que vienen determinadas también por las leyes físicas universales. 

 Semejante uniformidad cósmica contrasta notablemente con la evidente diversidad que existe en la Tierra. Los distintos tipos de organismos que conforman los ecosistemas terrestres, desde las bacterias a los animales, pasando por los vegetales y los hongos, constituyen una riquísima biodiversidad que no tiene parangón con el resto del universo conocido. Si a esta pluralidad de seres vivos se añade la gran cantidad de objetos y artefactos tecnológicos elaborados por el ser humano, gracias a ese mismo puñado de elementos químicos, resulta que la diversidad de nuestro planeta se incrementa considerablemente. 
Además de todo esto, la humanidad ha creado -en el breve período de su existencia- una ingente cantidad de bellas obras de arte, variadas arquitecturas, bibliotecas repletas de libros que contienen todo el conocimiento humano, medicinas e intervenciones quirúrgicas capaces de curar innumerables dolencias, programas informáticos que resuelven problemas matemáticos con rapidez, etc., etc. Es como si nuestra creatividad no conociera límites. Pues bien, todo esto contribuye a aumentar la ya de por sí rica variedad de la Tierra y, por tanto, acentúa el contraste entre ésta y el resto del universo que podemos estudiar. 

Sin embargo, esta evidente singularidad humana no parece regirse por las leyes físicas que imperan en el cosmos. La libre capacidad de elección del ser humano no se ve afectada por la ley de la gravedad. Ésta determina nuestro peso pero no el tipo de dieta que elegimos comer. Lo mismo ocurre con las demás leyes físicas, influyen en los átomos y células que constituyen nuestros cuerpos pero no pueden obligarnos a lo que decidimos hacer con éstos. 

Ahora bien, aquí aparece la cuestión acerca del origen de esta notable singularidad humana. ¿Cómo llegó el Homo sapiens a ser tan imaginativo y creativo? ¿Acaso nuestra inteligencia y conciencia pudieron surgir de manera casual a partir de las solas leyes naturales? Creer que nuestra capacidad para hacer ciencia, arte, literatura o sofisticada tecnología, manipulando los elementos químicos de la Tierra, es sólo el producto de procesos naturales ciegos, tal como propone el materialismo, supone un gran acto de fe imposible de demostrar racionalmente. La conciencia, creatividad y libertad humana no pueden tener su origen en la no conciencia de la materia, la mediocridad uniforme y la dependencia inexorable de las leyes naturales.

Por el contrario, desde la fe judeocristiana, pensamos que es más razonable creer que todo ser humano está hecho a imagen de Dios y, precisamente por eso, puede desarrollar su creatividad y espiritualidad, dones que comparte con el creador de todas las cosas.




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Antonio Cruz es doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Barcelona y posee un doctorado en teología con especialización en Ministerio, Homilética, Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. Es un reconocido conferencista, columnista en el sitio ProtestanteDigital.com y autor de varios libros. Además posee numerosos reconocimientos internacionales por su labor. Se ha dedicado, en diferentes periodos de su vida, a la investigación científica, al pastorado y la docencia.





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