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La Biblia y la alta crítica | Frederic William Farrar


La sola Biblia no tan sola

Dios nos ha dado muchas Biblias. El libro que llamamos Biblia consiste en una serie de libros, y su nombre representa el plural griego tà Biblía, “los libros”. No es tanto un libro como una biblioteca, como una colección de libros que creció durante muchos siglos. Por suprema que sea la importancia de este "Libro de Dios", nunca se pretendió que fuera el único maestro de la humanidad.
Equivocamos su propósito, aplicamos mal su revelación, cuando lo utilizamos para excluir otras fuentes de conocimiento religioso. Es sumamente provechosa para nuestra instrucción, pero, lejos de estar concebida para absorber nuestra atención exclusiva, su obra consiste en estimular el afán con que, gracias a su ayuda, podemos aprender de todas las demás fuentes la voluntad de Dios para con los hombres.
Dios nos habla con muchas voces. En la Biblia se reveló a toda la humanidad por medio de sus mensajes a las almas individuales de algunos de sus siervos. Pero esos mensajes, ya fueran pronunciados o consignados por escrito, no eran más que un método para permitirnos tener comunión con Él. Ni siquiera eran un método indispensable. Miles de santos de Dios vivieron la vida espiritual en estrecha comunión con su Padre celestial en épocas que no poseían ningún libro escrito; en épocas anteriores a la existencia de tal libro; en épocas durante las cuales, aunque existía, era prácticamente inaccesible; en épocas durante las cuales había sido mantenido fuera de sus manos por los sacerdotes. Este hecho debería avivar nuestro sentimiento de gratitud por la inestimable bendición de un Libro que el interesado puede ahora leer; y con respecto a sus principales enseñanzas, los caminantes, e incluso los necios, no tienen por qué equivocarse. Pero al mismo tiempo debería salvarnos del error de tratar la Biblia como si fuera en sí misma un amuleto o un fetiche, como el mahometano trata a su Corán.

Necesidad de estudio

La Biblia fue escrita en lenguaje humano, por hombres y para hombres. Fue escrita principalmente en Judea, por judíos, para judíos. "La Escritura", como decía la antigua regla teológica, "es el sentido de la Escritura", y el sentido de la Escritura sólo puede averiguarse mediante los métodos de estudio y las reglas de la crítica, sin los cuales ningún documento o literatura antiguos pueden entenderse ni siquiera aproximadamente. A este respecto, la Biblia no puede ser tratada de manera arbitraria o excepcional. No se pueden concebir reglas a priori para su esclarecimiento. Es lo que es, no lo que cabría esperar que fuera. El lenguaje, en el mejor de los casos, es un instrumento de pensamiento imperfecto y cambiante. Está lleno de penumbra y de sombras graciosas. Un gran número de sus palabras eran originalmente metafóricas. Cuando la luz de la metáfora se ha desvanecido de ellas, pasan a significar cosas diferentes en momentos diferentes, en condiciones diferentes, en contextos diferentes, en labios diferentes. En el mejor de los casos, el lenguaje no puede ser más que una asíntota del pensamiento; en otras palabras, se asemeja a la línea matemática que se acerca cada vez más a la circunferencia de un círculo, pero que, aunque se extienda infinitamente, nunca puede llegar a tocarla.
El hecho de que la Biblia contenga una revelación divina no altera el hecho de que representa la literatura de una nación. Es la biblioteca del pueblo judío, o mejor dicho, todo lo que nos queda de esa biblioteca, y todo lo más valioso que había en ella. Los hombres santos de la antigüedad fueron movidos por el Espíritu de Dios, pero así como esta inspiración divina no los hizo personalmente libres de pecado en sus acciones o infalibles en sus juicios, tampoco exime a sus mensajes de la limitación que acompaña a todas las condiciones humanas. La crítica habría prestado un servicio inestimable a todo lector reflexivo de las Escrituras si no hubiera hecho más que inculcarle que los libros que las componen no son uno, sino complejos y multiformes, separados entre sí por siglos de tiempo, y de valor y preciosidad muy diversos. Ellos también, como los más grandes apóstoles de Dios, tienen su tesoro en vasijas de barro; y nosotros no sólo podemos, sino que debemos, con la ayuda de esa razón que es "la vela del Señor", estimar tanto el valor del tesoro, como la edad y el carácter de la vasija de barro en la que está contenido.
Hay cientos de textos en las Escrituras que pueden transmitir a algunas almas un significado muy verdadero y bendito, pero que en el original no poseían ningún significado como el que ahora se les atribuye. Las palabras de los profetas hebreos a menudo parecen perfectamente claras, pero en algunos casos tenían otra serie de connotaciones en boca de aquellos por quienes fueron pronunciadas originalmente. Se requiere una formación erudita y literaria para descubrir mediante la filología, la historia o la comparación, lo único que podían significar cuando fueron pronunciadas por primera vez. En muchos casos, su significado exacto ya no puede determinarse con certeza. Debe ser más o menos conjetural.
Hay pasajes de las Escrituras que han recibido decenas de interpretaciones diferentes. Hay libros enteros de la Escritura sobre cuyo alcance general ha habido opiniones diametralmente opuestas. La intuición espiritual del santo puede ser en algunos casos más aguda para leer correctamente que las laboriosas investigaciones del erudito, porque las cosas espirituales sólo pueden ser discernidas espiritualmente (1 Co 2:14). Pero, en general, es verdad que las afirmaciones ex cathedra de lectores ignorantes, aunque a menudo se pronuncien con presunción de infalibilidad, no valen ni el aliento que las pronuncia. Todos los dogmas artificiales acerca de lo que la Escritura debe ser y significar son peor que ociosos; sólo tenemos que ocuparnos de lo que realmente es y de lo que realmente dice. Aun cuando los representantes de todas las Iglesias han expresado opiniones casi unánimes al respecto, se ha demostrado una y otra vez que son absurdamente erróneas.
La lenta luz de la erudición, de la crítica, de la religión comparada, ha demostrado que en muchos casos no sólo las interpretaciones de épocas anteriores, sino los mismos principios de interpretación de los que se derivaban, no tenían base alguna en los hechos. Y los métodos de interpretación: dogmáticos, eclesiásticos, místicos, alegóricos, literales, han cambiado de época en época. La herejía afirmada de ayer se ha convertido en decenas de casos en el lugar común aceptado de mañana.
El deber de la Iglesia en la actualidad no es ni afirmar que la Biblia es lo que los hombres han imaginado que era, ni repetir las afirmaciones de los escritores antiguos sobre lo que ellos declararon que era, sino descubrir honesta y verazmente el significado de los fenómenos reales que presenta a la inteligencia ilustrada y cultivada.

La Biblia y la alta crítica

Si no fuera un defecto tan común ignorar las lecciones del pasado, se podría haber esperado que una cierta modestia, cuya necesidad nos enseñan siglos de error, habría ahorrado a una multitud de escritores precipitarse en el rechazo prematuro y denunciador de resultados que no han estudiado, y sobre los que son incapaces de juzgar. San Jerónimo se quejaba de que en su época no había anciana tan fatua como para no arrogarse el derecho de establecer la ley sobre la interpretación de las Escrituras. Lo mismo sucede en nuestros días. Los dogmáticos de medio pelo, como se les ha llamado, pueden condenar a sablazos las investigaciones de toda la vida de hombres muy superiores a ellos, no sólo en el aprendizaje, sino en el amor a la verdad; pueden atribuir sus conclusiones a la infatuación sin fe, e incluso a la oblicuidad moral. Esto se ha hecho una y otra vez durante nuestra propia vida; y, sin embargo, tales defensores autoconstituidos y no autorizados de sus propios prejuicios y tradiciones -que siempre identifican con la fe católica- se muestran impotentes para impedir, impotentes incluso en gran medida para retardar, la difusión del verdadero conocimiento. Muchas de las certezas de la ciencia, hoy aceptadas, fueron repudiadas hace una generación por absurdas y blasfemas. Mientras fue posible acabar con ellas mediante la persecución, los sacerdotes y los inquisidores utilizaron libremente el tornillo y la estaca para suprimirlas. E pur si muove (“y, sin embargo, se mueve”).
Los teólogos que mezclaron el oro de la Revelación con la arcilla de sus propias opiniones se han visto obligados a corregir sus errores pasados. El prejuicio religioso, no enseñado por la experiencia, levanta siempre nuevos obstáculos para oponerse al progreso de las nuevas verdades. Los obstáculos serán barridos en el futuro tan seguramente como lo han sido en el pasado. Se ha dicho que el águila que vuela por los aires no se preocupa de cómo cruzar los ríos.
Es probable que ninguna época desde la de los Apóstoles haya aportado tanto a nuestro conocimiento del verdadero significado y la historia de la Biblia como la nuestra. El modo de considerar la Escritura ha sido casi revolucionario, y en consecuencia muchos libros de la Escritura previamente malentendidos han adquirido una realidad e intensidad de interés e instructividad que los han hecho triplemente preciosos. Una reverencia más profunda y santa por toda la verdad eterna que contiene la Biblia ha tomado el lugar de un culto a las letras sin sentido [1]. El fatal y rígido dogma rabínico del dictado verbal -un dogma que destruye por completo la fe inteligente o introduce en la conducta cristiana algunos de los peores engaños de la falsa religión- está muerto y enterrado en toda mente capaz y bien instruida. Verdades que durante mucho tiempo habían sido vistas a través del espejismo distorsionador de la falsa exégesis, han sido ahora expuestas en su verdadero aspecto. Se nos ha permitido, por primera vez, captar el carácter real de los acontecimientos que, por haber sido colocados en una perspectiva errónea, se habían hecho tan fantásticos que no tenían relación con la vida ordinaria. Figuras que se habían convertido en tenues espectros que se movían en una atmósfera antinatural, se destacan ahora, llenas de gracia, instructividad y advertencia, a la clara luz del día.
La ciencia de la crítica bíblica ha resuelto decenas de enigmas que una vez fueron desastrosamente oscuros, y ha sacado a la luz la belleza original de algunos pasajes que, incluso en nuestra Versión Autorizada, no transmitían ningún significado inteligible a los lectores serios. Sólo la Versión Revisada ha corregido cientos de inexactitudes que en algunos casos desfiguraban la belleza de la página sagrada, y en muchos otros la representaban y traducían erróneamente. Se ha despojado a la intolerancia de los shibbolets favoritos, utilizados como base de creencias crueles, que las almas no endurecidas por el sistema sólo podían repudiar con un “¡Dios nos libre!” El error familiar ha sido siempre más querido por la mayoría de los hombres que las verdades desconocidas; pero la verdad, por muy lento que parezca el batir de sus alas, siempre se abre camino al final.

"A través de los brezos y las colinas se arrastraba la cosa,
Pero alrededor estaba el soplo del ala de un ángel".

¿Puede haber alguna duda de que la humanidad tiene todo que ganar y nada que perder con la averiguación de la verdad genuina? ¿Estamos tan desprovistos incluso de una fe elemental como para pensar que el hombre puede beneficiarse de ilusiones conscientemente acariciadas? ¿No demuestra una confianza más noble en los hechos corregir los prejuicios tradicionales, que contentarse ciegamente con afirmaciones convencionales? Si no creemos que Dios es un Dios de verdad, que toda falsedad le es odiosa -y la falsedad religiosa la más odiosa de todas, porque añade el pecado de hipocresía al amor a la mentira-, no creemos en nada. Si nuestra religión ha de consistir en un rechazo del conocimiento, para que no perturbe las convicciones de los tiempos de ignorancia, los dictados de "los Padres", o los dogmas que se arrogan la vergonzosa pretensión de la catolicidad, si sólo hemos de dar a las Edades Oscuras el título de Edades de la Fe, entonces ciertamente.

"El firmamento con pilares es podredumbre,
Y la base de la tierra construida sobre rastrojos".

 "Se discute y se discutirá mucho -dice Goethe- sobre las ventajas o desventajas de la difusión popular de la Biblia. Para mí está claro que será perjudicial, como siempre lo ha sido, si se usa dogmática y caprichosamente; beneficiosa, como siempre lo ha sido, si se acepta didácticamente (para nuestra instrucción) y con sentimiento." Hay abundancia en la Biblia para la doctrina, para la reprensión, para la corrección, para la instrucción en justicia (cf. 2 Ti 3:16); - debilitaremos su fuerza moral y espiritual, y no ganaremos nada en su lugar, si la convertimos en un ídolo adornado con pretensiones imposibles que nunca hace por sí misma, y si apoyamos su imagen dorada sobre la arcilla quebradiza de una exégesis que es moral, crítica e históricamente falsa.
No veo cómo puede haber alguna pérdida en los resultados positivos de lo que se llama la Alta Crítica. Ciertamente, sus sugerencias nunca deben adoptarse precipitadamente. Tampoco es probable que lo sean. Tienen que abrirse paso entre una multitud de prejuicios opuestos. Primero son ridiculizadas como absurdas; luego expuestas al anatema como irreligiosas; finalmente son aceptadas como evidentemente verdaderas. Los mismos teólogos que una vez las denunciaron ignoran silenciosamente o reajustan lo que antes predicaban, y se apresuran, primero a minimizar la importancia, luego a ensalzar el valor de los nuevos descubrimientos. Es justo que se examinen con atención. Todas las ciencias nuevas pueden precipitarse a los extremos. Sus primeros descubridores son inducidos a error por generalizaciones prematuras nacidas de un entusiasmo genuino. Sienten la tentación de construir superestructuras elaboradas sobre cimientos inadecuados. Pero cuando han establecido ciertos principios irrefragables, ¿pueden las deducciones obvias de esos principios ser otra cosa que una pura ganancia? ¿Podemos ser mejores por los delirios tradicionales? ¿Pueden los errores y la ignorancia -puede todo menos el hecho constatado- ser deseables para el hombre, o aceptables para Dios?
Sin duda, es con una sensación de dolor que nos vemos obligados a renunciar a convicciones que antes considerábamos indubitables y sagradas. Eso forma parte de nuestra naturaleza humana. Debemos decir con toda dulzura a los apasionados devotos de cada viejo mumpsimus [prejuicio] erróneo -
Nuestro bendito Señor, con su consumada ternura y su divina percepción de las fragilidades de nuestra naturaleza, toleró los prejuicios inveterados. “Nadie”, dijo, “habiendo bebido vino añejo, quiere luego el nuevo, porque dice: El añejo es mejor” (Lc 5:39). Pero el dolor de la desilusión es bendito y sanador cuando se incurre en él por causa de la sinceridad. Siempre requiere más valor confiar en los resultados obtenidos por un trabajo heroico que en las convenciones aceptadas sin una investigación seria. Ya se ha producido una revolución silenciosa. Muchas de las antiguas opiniones sobre la Biblia se han modificado considerablemente. Apenas hay un solo erudito competente que no admita ahora que el Hexateuco es una estructura compuesta; que gran parte de la legislación levítica, que una vez se llamó mosaica, es en realidad una consecuencia que en su forma actual no es anterior a los días del profeta Ezequiel; que el Libro del Deuteronomio pertenece, en su forma actual, cualesquiera que sean los elementos más antiguos que pueda contener, a la época de la reforma de Ezequías o Josías; que los libros de Zacarías e Isaías no son homogéneos, sino que conservan los escritos de más profetas de lo que sus títulos dan a entender; que sólo una pequeña parte del Salterio fue obra de David; que el libro del Eclesiastés no fue obra del rey Salomón; que la mayor parte del libro de Daniel pertenece a la época de Antíoco Epífanes; etcétera. ¿En qué sentido es la Biblia menos preciosa, menos "inspirada" en el único sentido defendible de esa palabra tan indefinida, como consecuencia de tales descubrimientos? ¿En qué sentido afectan a los límites de nuestra fe cristiana? ¿Hay algo en tales resultados de la crítica moderna que se oponga a la expansión más inferencial de una sola cláusula del Credo Apostólico, Niceno o incluso Atanasiano? ¿Acaso contravienen una sola sílaba de los cientos de proposiciones a las que se exige nuestro asentimiento en los Treinta y Nueve Artículos? Con gusto ayudaría a mitigar la innecesaria ansiedad que sienten muchas mentes religiosas.
Cuando se trata de la Alta Crítica, les pediría que distinguieran entre las premisas establecidas y el exorbitante sistema de inferencias que algunos escritores han basado en ellas. Pueden estar seguros de que las conclusiones arrolladoras no serán arrebatadas apresuradamente; que ninguna conclusión se considerará probada hasta que haya superado con éxito el desafío de muchos celosos. No deben temer ni por un momento que el Arca de su fe esté en peligro, y serán culpables no sólo de imprudencia sino de blasfemia si se apresuran a sostenerla con manos rudas y no autorizadas. Nunca ha habido una época de pensamiento profundo e investigación seria que no haya dejado su huella en la modificación de algunas tradiciones o doctrinas de la teología. Pero las verdades del cristianismo esencial están construidas sobre una roca. Pertenecen a cosas que no pueden ser sacudidas y que permanecen.
Los intensos trabajos de eminentes eruditos, ingleses y alemanes, por ingratos que hayan sido, no nos han robado ni una fracción de un solo elemento precioso de la revelación. Por el contrario, han limpiado la Biblia de muchas acumulaciones por las cuales su significado se echó a perder, y sus doctrinas fueron arrancadas a la perdición, y así la han hecho más provechosa que antes para cada propósito para el cual fue diseñada, para que el hombre de Dios pueda ser perfecto, enteramente preparado para todas las buenas obras” (2 Ti 3:17).
Cuando estudiamos la Biblia, uno de nuestros principales deberes es cuidarnos de que ningún ídolo de las cavernas o del foro nos tiente a "ofrecer al Dios de la verdad el inmundo sacrificio de la mentira" (F.D. Bacon).

F.W. Farrar

Nota sobre el autor

F.W. Farrar (1831-1903), fue uno de los grandes teólogos y ministros de la Iglesia de Inglaterra. Nacido en la India en el seno de una familia misionera, realizó sus estudios en King William's College en la Isla de Man y en el King's College de Londres. En 1852, ganó una beca para la Universidad de Londres, donde obtuvo su licenciatura. Luego fue al Trinity College de Cambridge. En 1854, se graduó con honores clásicos de primera clase y tomó las Órdenes Sagradas. Durante un tiempo se desempeñó como maestro asistente en la Escuela Harrow. En 1869, fue nombrado capellán de la reina Victoria. De 1871 a 1876, fue director del Marlborough College. Luego se convirtió en canónigo de la Abadía de Westminster, y rector de la Iglesia Saint Margaret en la base de la Abadía de Westminster, así como decano de Canterbury.
Farrar alcanzó una gran reputación como escritor y predicador. Se cuenta que cuando Farrar predicaba en la Abadía los domingos por la tarde, el anuncio de «Abadía completa» enviaba una masiva congregación a la Iglesia de Saint Margaret.
Los frutos de su erudición bíblica fueron tan populares como sus escritos más tempranos. De hecho, su Vida de Cristo (1874), aun sorprendentemente actual y altamente recomendable, constaba de 30 ediciones y fue ampliamente traducida a otros idiomas. Cinco años después publicó de Life of St. Paul (1879).
En el delicado tema del infierno, Farrar creía que algunos podían salvarse después de la muerte. Se refirió a la creencia de que el castigo eterno serviría de admonición a los salvos como una “fantasía abominable” [2].
En lo científico, Farrar nunca estuvo convencido por la evidencia de la evolución en biología, pero no tuvo objeciones teológicas respecto a la idea e instó a que se considerara sobre bases puramente científicas. Cuando Charles Darwin murió en 1882, el entonces canónigo Farrar ayudó a obtener el permiso de la iglesia para que lo enterraran en la Abadía de Westminster y predicó el sermón en su funeral.
El texto que aquí hemos reproducido está tomado de la introducción a su comentario al libro de Reyes (1893), y creemos que es una reflexión todavía instructiva en nuestros días, pese a los años transcurridos, pues el debate sigue abierto en los círculos fundamentalistas y conservadores. El punto de vista de Farrar, conforme al genio del camino medio del anglicanismo, nos parece de mucho sentido común, se ajusta a la fenomenología de la Biblia, y puede ayudar a muchos a tener una idea más cabal de la cuestión del análisis crítico del texto bíblico en el contexto de la fe tradicional.


Edición y traducción de Alfonso Ropero



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Notas 

 [1] “La alta crítica no significa crítica negativa. Significa la mirada justa y honesta a la Biblia como un registro histórico, y el esfuerzo en todas partes para alcanzar el significado real y el marco histórico, los registros de las Escrituras como un todo”. W.R. Smith, “What History Teaches Us to Seek in the Bible”, en J.S. Black and G. Chrystal, eds., Lectures and Essays of William Robertson Smith, p. 233. Adam and Charles Black, Londres 1912.

[2]  F.W. Farrar, Eternal Hope, Five Sermos preached in Westminter Abbey (1878) y Mercy and Judgment (1881) —hay edición electrónica gratuita de ambas obras en su versión original. Cf. Robert A. Peterson, Hell on Trial: The Case for Eternal Punishment (Presbyterian and Reformed Publishing, Phillipsburg 1995); D.P. Walker, The Decline of Hell: Seventeenth-Century Discussions of Eternal Torment (University of Chicago Press, 1964).






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