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Usar la Biblia respetando lo que es - Por Dionisio Byler


Hace años tuve un brevísimo intercambio de emails con una amiga de mis días de estudiante en los años 60, que era ahora conference minister de una de las conferencias regionales de la Iglesia Menonita en EEUU. Se trata de un ministerio que abarca toda una conferencia regional promoviendo unidad de criterios, visión y misión a lo ancho de sus muchas congregaciones locales.

Esa conferencia en particular y ella como figura representativa, estaban siendo sometidos a mucha crítica y presión —me parece recordar que de parte de la gran mayoría de Mennonite Church USA— porque habían adoptado un posicionamiento relativamente tolerante de matrimonios para gays y lesbianas. Tal vez hasta hubiera en la conferencia algún pastor o pastora casados así, aunque sobre ese particular no estoy seguro.

Le escribí para expresarle mi apoyo puramente personal por razón de nuestra antigua amistad, conociendo la dificultad de su posición y las duras críticas a que ella y su agrupación estaban siendo sometidos.

Le comenté también que me parecía que las críticas que estaba leyendo yo acerca de ese posicionamiento que habían adoptado, carecían de rigor y seriedad en cuanto a cómo empleaban la Biblia. Ella me respondió expresando sorpresa y extrañez, por cuanto las críticas que les llovían eran precisamente en sentido contrario. Todo el mundo parecía opinar que quienes carecían de rigor y seriedad en relación con la Biblia eran ellos —esta agrupación de iglesias— por ese posicionamiento.

Esas críticas citaban los dos o tres lugares de la Biblia que mencionan el asunto, y consideraban zanjada la cuestión. Jesús y la Biblia entera se explayan a fondo y machaconamente sobre la justicia social, la solidaridad con los pobres y marginados y desahuciados, la renuncia a acumular riquezas. Siempre me ha llamado la atención el poco caso que se suele hacer a esto, mientras que los pocos textos que tratan de aquello otro traerían, al parecer, el sine qua non de la santidad cristiana.

Cualquiera que me conozca, que me haya oído predicar, que haya leído mis libros y artículos publicados, sabrá que el centro gravitacional de toda la órbita de mi pensamiento cristiano es la Biblia y lo que aprendo cada día con mi hábito de leerla una y otra vez de cabo a rabo. También reconocerá que empleo la Biblia de tal manera que me conduce a conclusiones y formas de razonar marcadamente diferentes a cómo discurren muchos predicadores cristianos.

Lo que pienso, en síntesis

Sería muy atrevido, además de presuntuoso y engreído, tachar a todos ellos de poco rigurosos y serios en su empleo de la Biblia porque no la leen como la leo yo. Creo también sin embargo, como dijo el apóstol en una situación no del todo diferente, que «yo también tengo el Espíritu Santo», quien me guía y orienta mis pensamientos y mi acercamiento a la Biblia. Entonces en tanto que alguien no me convenza de lo contrario, estoy obligado por mis sentido de obediencia al Espíritu de Dios, a mantener la validez de mi forma de emplear la Biblia.



Es esta una forma de emplearla, que yo entiendo que respeta plenamente lo que la Biblia es, cómo ha llegado a nuestras manos al cabo de los tres mil años y pico transcurridos desde Abrahán y Sara; y cómo y para qué fines fueron redactados los diferentes escritos que recopilados en una misma colección, configuran nuestra Biblia.

No puedo entrar aquí a desgranar todo eso en un artículo breve de opinión en este blog, por cuanto hay tela para libros enteros (he escrito varios) o para una asignatura universitaria. Puedo esbozar, sin embargo, algunos elementos que me parecen esenciales.

1. Según el evangelio de Juan, «la Palabra» (lógos) de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra de Dios no es un libro. Es una persona. Esto es esencial; y quien no haya comprendido esto está condenado a emplear equivocadamente la expresión «la Palabra de Dios dice que…».
2. Dios, naturalmente, hubo hablado antes: «Poco a poco y de muchas maneras por medio de los profetas» (Heb 1,1); y ha seguido hablando después de la vida y obra, muerte y resurrección de Jesús. La Palabra se hizo carne en un momento histórico, sí, pero las palabras de revelación divina siempre han acompañado a su pueblo, revelando en cada generación el camino a seguir. Esto ha sido necesario porque en cada generación, en cada situación nueva en que nos hemos ido encontrando, vuelve a ser necesario oír a Dios y recibir su luz oportuna.
3. En esta consulta permanente con el Espíritu de Dios, guiados por el Norte orientador que fue y siempre será la Palabra (el Hijo), contamos con la ayuda inmensa que nos supone la maravillosa colección de escritos nacionales de la etnia judía (la Biblia hebrea, Antiguo Testamento cristiano), y la documentación que nos legaron las primeras décadas de la iglesia (el Nuevo Testamento).
4. Esta colección es esencial para el pensamiento cristiano. En cada generación o manifestamos coherentemente estar en continuidad con nuestro legado histórico (la Biblia), o bien es evidente que habríamos abandonado ese legado y ya seríamos «otra cosa», otro movimiento religioso diferente. El debate entre cristianos de verdad, cristianos comprometidos, no es si recurrir o no a la Biblia, si Dios «nos habla» o no por medio de la Biblia. Sobre eso estaríamos todos de acuerdo. Lo que debatimos es cómo emplearemos la Biblia y qué es lo que oímos a Dios decirnos al leerla. Sobre esto último hay multitud de respuestas diferentes y hasta contradictorias, que pueden ser cada una fruto de lo primero (recurrir a la Biblia porque en ella Dios nos habla).

Respetar lo que la Biblia es

Y aquí es donde yo creo que es esencial entender y respetar lo que la Biblia es y lo que no es.

Los profetas del Antiguo Testamento recibían palabras de Dios oportunas y necesarias para la hora en que vivieron. Estas se acabaron recordando y coleccionando porque podían ayudar a orientar cómo es que Dios vería otras situaciones análogas que podríamos llegar a vivir en momentos y hasta siglos posteriores. Aunque aquellas declaraciones proféticas serán siempre útiles, conviene no olvidar nunca que lo son por extensión, por analogía, empleadas ahora con imaginación inspirada por el Espíritu, para otras circunstancias esencialmente diferentes.

Desde antes de que se forjaran los reinos de Israel y Judá, la sociedad de aquellas tribus de campesinos se venía rigiendo y orientando por una serie de mandamientos y disposiciones que, según creían, había recibido Moisés en el desierto. Mandamientos y disposiciones que se suponía proceder de Dios mismo. Estas orientaron a la maravilla la vida tribal de aquellas gentes hace miles de años.

Aunque muchos de aquellos mandamientos serán siempre útiles, conviene no olvidar nunca que nuestra vida y civilización es hoy radicalmente diferente. Entonces la utilidad de aquellos mandamientos para nosotros hoy será siempre por extensión, por analogía, empleados ahora con imaginación inspirada por el Espíritu. Si pretendiésemos ceñirnos rigurosamente a lo propio de campesinos tribales hace miles de años, acabaríamos tan desfasados de nuestra propia era y civilización que quedaríamos relegados a secta estrafalaria.



Ya para tiempos del Nuevo Testamento —hace dos mil años— ese desfase produjo los desencuentros entre Jesús y «los escribas y fariseos». Ellos acusaban a Jesús de saltarse «la Ley», aunque él sostenía que al contrario, era él quien la «cumplía» (si bien no en un sentido literalista sino en consonancia perfecta con el Espíritu que la dio).

El apóstol Pablo tuvo que hilar fino en Romanos y otras cartas, para dejar claro que «la Ley» provenía de Dios y será siempre válida, a la vez que rechazaba que nos esclavizáramos a «la letra muerta». Pablo promovía vivir por la libertad del Espíritu vivo y dinámico que guía cada día a la Iglesia. La ley funcionaba como ayo, un tutor durante la niñez, hasta que alcanzáramos la madurez adulta propia de hijos de Dios (Ga 3,24-26).

Durante muchos siglos la iglesia cristiana tuvo eso muy claro. Guiados primero por obispos, después por el emperador en Constantinopla, y al fin aquí en la parte occidental de Europa por el Papa —aunque ciñéndose, eso sí, en todas partes y siglos al Símbolo niceno-constantinopolitano (el Credo)— los cristianos evolucionaron con naturalidad sus creencias y conductas a lo largo de los siglos.

Los reformadores protestantes en el siglo XVI, sin embargo, juzgaron demasiado atrevida, demasiado lejana de los orígenes, esa evolución en cuanto al particular de cómo se obtenía la salvación de las almas. Ahora bien, en cuanto a la vida cristiana en sí, católicos y protestantes podían divergir mucho en su experiencia religiosa y en sus ritos, pero todos vivieron como personas de su propia era, no como aquellas tribus israelitas muchos siglos antes de Cristo.

Ha habido, eso sí, en ambas tradiciones corrientes muy legalistas, que han exigido una conformidad absoluta a lo que se entendía que eran las disposiciones propias para una auténtica vida de santidad cristiana. Los católicos siempre han recordado y entendido que estas corrientes venían dadas por circunstancias históricas posteriores al Nuevo Testamento. Los evangélicos «radicales», sin embargo, han preferido imaginar que lo que hacían era restablecer el cristianismo primitivo y una obediencia rigurosa a las disposiciones de la Biblia. Pensaban que era posible vivir en su propio siglo como personas de hace miles de años; y eran incapaces de comprender que no lo estaban consiguiendo.

Ser discípulo de la Palabra, el Hijo

Mi tema hoy es valerse con rigor y seriedad del testimonio bíblico para orientar correctamente la vida de la iglesia. La cuestión particular con que he arrancado citando aquella correspondencia personal, no me resulta de especial interés. Espero conseguir esquivar el participar en ese debate concreto, que me parece francamente estéril. No será nunca más que un ejemplo concreto de la cuestión de fondo que sí me parece esencial: la naturaleza y función de la Biblia.

Mi propuesta, entonces, que orienta mi vida, es relativamente sencilla. Me declaro discípulo de Jesús. Como él y los apóstoles, pretendo «cumplir la Ley», no abrogarla, pero siempre desde la libertad del Espíritu. Libertad que viene de estar en relación permanente con Dios mediante el Espíritu derramado en la Iglesia, que nos libra de servidumbre fetichista a la letra muerta. Nuestra vocación es ser hijos de Dios, no esclavos de textos antiguos.

Eso no significa, por supuesto rechazar la influencia importantísima de la Biblia.

Pongamos unos ejemplos, para entendernos mejor.

Unas porciones muy extensas del Antiguo Testamento abrazan con naturalidad el militarismo de los reyes y hasta guerras de religión. Jesús, sin embargo, sometido como todos los judíos a la dominación militar del Imperio Romano, instruyó perdonar y amar al enemigo; y sus seguidores entendieron que la salvación de Dios puede alcanzar hasta a los oficiales del ejército de ocupación.

Hay esclavitud a lo ancho de toda la Biblia; y tan tarde como la carta de Pablo a Filemón, esta fue aceptada sin rechistar por el pueblo de Dios. Sin embargo en estos últimos siglos hemos entendido que la dignidad de todo ser humano y la preferencia marcada de Dios por los marginados y humillados de la sociedad, nos inspira a rechazar rotundamente toda esclavitud hoy día.

Una lógica parecida nos ha llevado a casi todos los cristianos, en estas últimas décadas, a abandonar el costumbrismo de antiguo que daba preferencia a los varones sobre la mujer. La Biblia, en ambos testamentos, trae narraciones y disposiciones que predican o por lo menos dan a entender su inferioridad en la sociedad y en la iglesia. Esto hoy nos resulta francamente repugnante, y entendemos con naturalidad que esa repugnancia nos viene inspirada por el Espíritu de Dios.

¿Rechazamos con estos tres ejemplos el testimonio de la Biblia? No, claro que no. Aunque no sintamos que sea necesario seguir pensando en estas cuestiones —y otras muchas— como se pensaba en aquellas generaciones cuando se escribió.







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Dionisio Byler tiene un Bachelor of Arts, Goshen College, Indiana (U.S.A.), 1970 y un Master of Divinity, Associated Mennonite Biblical Seminary, Indiana (U.S.A.), 1980. Ha sido profesor y rector del Centro de Formación Bíblica, Burgos (1986‐95); Profesor titular de la Facultad de Teología SEUT (1996‐2013) y Profesor asociado de la Facultad de Teología SEUT (2013‐).
Es autor de Entre Josué y Jesús. El sentido de la historia del Antiguo Testamento (Biblioteca Menno, 2015); Hablar sobre Dios desde la Biblia (Biblioteca Menno, 2011) y de No violencia y Genocidios (Biblioteca Menno, 2010).





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