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De niñatos enfurruñados y otras lacras derivadas - Por Juan Francisco Muela



"Hermanos, no os comportéis como niños al razonar. Tened, sí, la inocencia del niño en lo que atañe al mal; pero, en cuanto a vuestros razonamientos, sed personas hechas y derechas" 
(1ª Carta a los corintios 14:20).

Escribía hace unos años, el recientemente fallecido, Vicente Verdú : 
“No hay que subestimar el poder de la infantilización. En todos los campos, la cultura avanza hacia una extraordinaria complacencia de la figura del niño o la adoración de la mentalidad del niño. Desde las religiones a la política, desde el arte minimalista a la literatura premiada, todo es cada vez más infantil y simplista. Tan sencillo que un niño podría entenderlo y disfrutarlo como un adulto...o al revés. La meta del capitalismo de ficción (que ya no ofrece producción de bienes sino servicios y entretenimiento), es entretenernos, divertirnos y alejar de nosotros todo pensamiento verdadero o preocupación. Así, entretenidos somos buenos clientes, ciudadanos dóciles, felices e hiperactivos como niños. Aspirando a no aburrirnos nunca, confiamos en no morir jamás porque mientras nos divertimos no pensamos en el paso del tiempo y el sentido de lo que hacemos" (El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, 2003. Anagrama). 

Una buena descripción de nuestro paradójico y desquiciado sitz im leben occidental. Una plétora creciente de niñatos consentidos y enfurruñados, con rabieta crónica, renuentes al sacrificio, a la paciencia y a la espera, exigentes del bienestar a corto plazo, reclamando de la vida satisfacciones sin entregar nada importante a cambio y menos todavía por adelantado. Así son muchas personas hoy, reactivas, primarias, sin convicciones reales, sin compromisos fuertes y siempre huyendo hacia escenarios donde disfrazarse de otros personajes como a menudo hace el niño.

No en vano, la agencia de publicidad Saatchi & Saatchi, en su clasificación de perfiles de clientes, califica a un amplio sector -y creciente- de estos bajo las siglas de AABKA (Adults are Becomming Kids Again-Los adultos que están volviéndose niños de nuevo). Y no, precisamente, conforme al espíritu del Evangelio, en el sentido en que Jesús lo decía. 
El quererse a sí mismo por encima de todo, "amar al niño que llevamos dentro", perdonar sus errores, realzar sus logros, procurando satisfacciones continuas y urgentes, no permitir que se aburra, es la base del discurso en los omnipresentes y superabundantes libros de autoayuda que pululan por todas las librerías y los grandes almacenes. 

Reflexionando sobre esto consideraba cómo nos permea también ese infantilismo tóxico a nosotros los cristianos y como se infiltra y sienta cátedra en el ambiente y la vida de nuestras comunidades: la espiritualidad caprichosa, individualista y virtual, la reducción del culto a una evasiva celebración cantora y una catarsis de autoafirmación, una anestesia contra nuestros complejos y miserias, el desprecio (si bien no declarado pero sí de facto) al estudio y la reflexión, la sustitución del compromiso social por una puntual mala conciencia no activa sino, en el fondo, indiferente, la conversión de la comunión en una especie de gratificante psicoterapia de grupo, la pastoral no centrada en las inquietudes espirituales profundas y auténticas y el deseo de aprendizaje, mejora y cambio sino en el mimo y afianzamiento de las pretensiones y las emociones más pueriles, la entronización del sentimiento y la justificación y legitimación de lo que somos y hacemos pensando como “seguir tirando p´alante” a ser posible sin cambios de ninguna índole y de la forma más aséptica e indolora posible. Y así es como la vida propia (con sus mezquindades y sus vaivenes a los que no se renuncia), inasequible a ningún verdadero enriquecimiento, se vuelve opaca a toda influencia, que se ve como intromisión, y se cierra a toda posibilidad de cambio y evolución.



Y es que conformar la verdad a nuestros deseos, esa tentación tan infantil, siendo como es muy fácil a corto plazo, pasa una factura impagable a largo. Es una estrategia que nos permite permanecer en la ilusión de que tenemos el control de la situación pero nos aleja de la realidad y por tanto requiere una racionalización, un autoengaño, en suma, que llega a ser insostenible y que sólo puede conducir a la decepción y a la frustración final de todas nuestras expectativas. A la infelicidad crónica y perpetuamente insatisfecha. Y en ese clima de decepción plena, la soledad, por muy "acompañada" que esté, se vuelve insoportable: Porque si yo soy mi entero dueño, mi propio y único juez, mi propio y exclusivo código moral, ya no hay posibilidad de cambio o de perdón auténtico ni de una interrelación enriquecedora ni con Dios ni con los demás. 
La trampa se ha cerrado. Y no nos soltará ya jamás.
A menos que...

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Juan Francisco Muela es pastor en la Iglesia Bautista de Santutxu (Bilbao). Estudió Teología en IBSTE y en la Universidad de Deusto.



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