"La doctrina cristiana de la voluntad de Dios es la doctrina del “decreto” divino. Esto significa que todo lo que existe tiene su origen en el pensamiento y la voluntad de Dios, que ese pensamiento y esa voluntad no son arbitrarios, sino en armonía con su naturaleza. La Biblia no sabe nada de un “doble decreto”, solo conoce el decreto de la elección; y así no hay una doble voluntad, sino la única voluntad revelada a nosotros como amor”.
Emil Brunner[1]
La enseñanza de Calvino
Calvino era plenamente
consciente de las ampollas morales e intelectuales que iba a levantar su
doctrina de la doble predestinación, por eso en el preámbulo de su exposición escribe
la siguiente justificación para ir preparando el terreno: “Que a unos les sea ofrecida gratuitamente la
salvación, y que a otros se les niegue, nacen grandes y muy arduos problemas,
que no es posible explicar ni solucionar, si los fieles no comprenden lo que
deben respecto al misterio de la elección y predestinación” (Inst. III, 21.1). Calvino no tiene
reparos en admitir que el decreto de reprobación puede parecer a muchos algo
horrible, pues, ciertamente, pensar que muchos nacen irremisiblemente para ser
condenados, sin posibilidad de escape, es “cosa muy absurda y contra toda razón
y justicia” (Inst. III, 21.1).
Calvino lo reconoce, se trata de decreto terrible: “Confieso que este decreto
de Dios debe llenarnos de espanto” (Inst.
III, 23.7). La traducción española no transmite toda la carga dramática que
Calvino siente en su interior al plantear este tema en latín: Decretum quidem horribile, fateor (“El decreto es ciertamente terrible, lo admito”).
Si
es así, ¿por qué no ensayó alguna otra manera de enfocar su doctrina?
Simplemente, porque estaba convencido que su manera de plantear la doctrina de
la predestinación era acorde a los textos bíblicos, en consonancia con la
soberanía de Dios y adecuada para eliminar cualquier tipo de soberbia humana, quitando
así cualquier tipo de jactancia o confianza en los méritos propios. A pesar de todo lo horrendo que pueda sonar a
la mentalidad carnal, para él es un artículo de fe que “nadie podrá negar
que Dios ha sabido antes de crear al hombre, el fin que había de tener, y que
lo supo porque en su consejo así lo había ordenado (Inst.
III, 23.7).
La perplejidad de Calvino y la respuesta a la que llegó la podemos
entender a la luz de un ejemplo actual, que nos muestra cómo esta misma
situación se produce en nuestros días cuando se piensa en la reprobación como el lado negativo de la elección. Así,
Wayne Grudem, profesor de teología sistemática y bíblica en Trinity Evangelical Divinity School
(Deerfied, Illinois), nos expone en un lenguaje moderno el problema al que se
enfrenta al considerar la elección como la decisión soberana de Dios de escoger
a algunas personas para salvarlas, lo que necesariamente implica, dice, otro
aspecto de esa elección: “la decisión soberana de Dios de pasar por alto a
otros y no salvarlos. A esta decisión de Dios en la eternidad pasada se le
llama reprobación”. Y continúa, dando salida a sus sentimientos al respecto:
“En muchos sentidos, la doctrina de la reprobación es la más difícil de
concebir o aceptar de las enseñanzas de la Biblia, porque trata de
consecuencias horribles y eternas para seres humanos hechos a imagen de Dios.
El amor que Dios nos da por nuestros semejantes y el amor que nos ordena tener
hacia nuestro prójimo nos hace retroceder ante esta doctrina, y es justo que
sintamos tal temor al contemplarla. Es algo que a veces preferiríamos no creer,
y que no creeríamos si la Biblia no lo enseñara claramente”[2].
Juan Calvino
No todos los calvinistas reaccionan como Calvino o Grudem; el pastor Giese J. Van Baren, de la Protestant
Reformed Church, considera que
Calvino, a pesar de su grandeza, exageró en la expresión de sus sentimientos,
pues no hay nada horrible en el
decreto de reprobación. “La reprobación es la voluntad eterna, el buen deleite
o propósito de Dios de acuerdo al cual Él ha determinado que algunas de sus
criaturas morales y racionales serán echadas en el infierno para siempre en
respuesta a sus pecados; y de que este hecho pueda servir para la causa de
Cristo y que contribuyan a la gloria de Dios solamente”. Y por si no queda
claro añade con una dureza que asusta: “Los reprobados están siempre condenados
al fuego eterno debido a su propio pecado. Es verdad que Dios ha
determinado ya cual sería su destino final, y eso lo hizo aun antes de que
ellos siquiera hubieran nacido. ¿De que otra manera podría uno quizás
interpretar los pasajes citados previamente? [Ro 5:12; 9:12-13; Jn 10:26]. Pero
los malos son definitivamente echados en los tormentos del infierno debido sus
propios actos de maldad. Ellos nunca pueden apuntar el dedo a Dios diciendo,
“Dios me ha forzado a mí a hacer aquello que era contrario a su voluntad; la
falta por lo tanto es de Dios y no mía”. Los reprobados malvados pecan
consciente y voluntariamente y por ese pecado ellos con toda seguridad van a
ser echados en la eterna aflicción”[3]. Para
Giese no hay ningún problema moral ni espiritual con esta doctrina. Todo se
justifica con la “gloria de Dios”. El “decreto de la reprobación deberá de
alguna manera servir para glorificar el Nombre de Dios”, razona. “A través del
decreto de la reprobación, Dios revela su eterno odio e ira en contra del
pecado y el castigo de los que obran iniquidad”. Según él hay aquí un propósito
religioso de arrepentimiento. “Mediante el decreto de reprobación de Dios tiene
la intención de causar terror en los corazones de los malvados. Cuando esta
verdad es predicada debidamente, los malos tienen el seguro testimonio de Dios
de que él les recompensará de acuerdo a sus malas obras”.
Como cualquier otro
teólogo o pensador, Juan Calvino parte de unos presupuestos que van a organizar
y determinar el resultado de su recopilación de datos bíblicos e interpretación
de los mismos. Calvino va a hacer depender su esquema de la predestinación de
la soberanía absoluta de Dios. Su premisa mayor: Dios es “el origen y fuente de la elección”. Así es
como él entiende el testimonio general de la Escritura, la cual es la autoridad
última en esta cuestión. Si “traspasemos los limites señalados por la
Escritura, vamos perdidos, fuera de camino y entre grandes tinieblas. Ante todo
tengamos delante de los ojos, que no es menos locura apetecer otra manera de
predestinación que la que nos está expuesta en la Palabra de Dios” (Inst. III, 21.2). Calvino, pues, se
considera ante todo un teólogo bíblico, que se atiene al tenor literal de la
palabra revelada sin especulaciones de orden racional o carnal. Sin embargo, su
apelación a la Escritura como máxima autoridad en doctrina cristiana no es
única, ahí tenemos a Lutero, Zuinglio, Bucer, Ecolampadio, Melanchton, tan
teólogos de la palabra como él, pero que llegan a conclusiones diferentes en algunos
puntos candentes, y esto por la sencilla razón de que parten de otros
presupuestos o adoptan una perspectiva diferente a la hora de ordenar o
presentar los datos que nos aporta la Biblia.
Se puede decir que para
Calvino la predestinación es la clave de la enseñanza bíblica, la línea que une
y enlaza su historia, partiendo de Abraham, el padre de los creyentes, hasta el
último de los apóstoles. “Dios ha dado
testimonio de esta predestinación, no solamente respecto a cada persona
particular, sino también a toda la raza de Abraham, a la cual ha propuesto como
ejemplo para que todo el mundo comprenda que es Él quien ordena cuál ha de ser
la condición y estado de cada pueblo y nación”. Y cita en su apoyo Dt 32:8-9.
“Aquí se ve claramente la elección; y es que en la persona de Abraham, como en
un tronco seco y muerto, un pueblo es escogido y apartado de los demás, que son
rechazados” (Inst. III, 21.5). En
esta última frase, un pueblo es escogido y los demás son
rechazados, se fundamenta el
esquema de la doble predestinación, porque predestinación y reprobación son
dos realidades íntimamente unidas en la sistematización de su teología. Si Dios
elige a unos, es evidente que a otros los pasa por alto, de algún modo los
condena, pues sin elección no hay gracia ni dones salvíficos como la fe.
No hay nada que objetar
cuando afirma que “de todos los bienes
de que gozamos no solamente es Dios el autor, sino además que Él mismo se ha
movido a hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros que las
mereciera” (Inst. III, 21.5). Bien
diferente, es cuando se refiere a un “segundo grado de elección”, con el
significado de que la elección de unos significa la reprobación de otros. Y
cita en su apoyo un salmo: “Desechó la tienda de José, y no escogió la tribu de
Efraín, sino que escogió la tribu de Judá” (Sal 78:67). Lo cual la historia
sagrada repite muchas veces, para que con este cambio se vea bien claro el
admirable secreto de la gracia de Dios” (Inst.
III, 21.6). En la elección del pueblo de Israel, Calvino observa que Dios “usa
de su mera liberalidad y no tiene nada que ver con ley alguna, sino que es
libre y obra como le agrada; de modo que por ningún concepto se le puede exigir
que reparta su gracia por igual a todos; ya que la misma desigualdad muestra
que su liberalidad es verdaderamente gratuita” (Inst. III, 21.6). Para apuntalar su punto de vista cita el conocido
texto de Malaquías, que también será usado por Pablo: “¿No era Esaú hermano de
Jacob?, dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (Mal 1:2-3).
Calvino no
contempla la historia bíblica como historia de salvación, sino como una
historia de predestinación y su corolario reprobatorio, que pasa por alto todos
aquellos aspectos y llamamientos divinos a la conversión para que los rebeldes
sean salvos y no condenados. Para él, “la Escritura lo demuestra con toda
evidencia que Dios ha designado de una vez para siempre en su eterno e
inmutable consejo, a aquellos que quiere que se salven, y también a aquellos
que quiere que se condenen. Decimos que este consejo, por lo que toca a los
elegidos, se funda en la gratuita misericordia divina sin respecto alguno a la
dignidad del hombre; al contrario, que la entrada de la vida está cerrada para
todos aquellos que él quiso entregar a la condenación; y que esto se hace por
su secreto e incomprensible juicio, el cual, sin embargo, es justo e
irreprochable” (Inst. III,
21.7).
Calvino
niega que la elección dependa de la presciencia de Dios, en lo cual se mantiene
en línea con la mayoría de los teólogos ortodoxos de todos los tiempos. La
doctrina de la predestinación es tan explícita en el catolicismo como en el
calvinismo, excepto sus estridencias. La diferencia no reside en la enseñanza
bíblica de la predestinación o no, sino en la predestinación para condenación y
muerte eterna. Para todos los teólogos católicos no hay duda que somos
elegidos por gracia, sin consideración de obra alguna presente o futura, para
glorificar a Dios con nuestras obras[6].
Lo
que hace Calvino es llevar a sus consecuencias lógicas la realidad de la
predestinación en la Biblia, en la cual indudablemente se registra un llamamiento universal a la salvación, pero
la experiencia enseña, y la misma Biblia lo admite, que, “que aunque la
voz del Evangelio llame a todos en general, sin embargo el don de la fe es muy
raro” (Inst. III, 22.10). “No de
todos es la fe” (2 Ts 3:2). La puerta es estrecha, “muchos son los llamados y
pocos los escogidos” (Mt 7:13-14; 22:14). De esta experiencia y de enseña
apostólica se desprende que solo la elección es la madre de la fe, “la fe no es
general, porque la elección de la que ella procede es especial” (Inst. III, 22.10). Vistas las cosas
desde este ángulo, todo esto suena muy lógico y muy bíblico. Pero la Biblia es
un poliedro con más ángulos de los que a veces nosotros capaces de captar y
armonizar en toda su complejidad. A modo de ejemplo, consideremos aquel texto donde
Jesús reprocha la incredulidad de sus conciudadanos con las siguientes palabras: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera
hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Jn
15:21). Los llamados a los que Jesús ha ofrecido su evangelio, no son
reprobados por un decreto precedente, sino por su obstinación en no reconocer a
Jesús como el enviado de Dios. Si la luz no les hubiera iluminado, no tendrían
pecado; pero una vez que la luz se hace manifiesta ya no hay excusa, y esa es
luz la que les juzgará en el tiempo postrero (cf. Jn 12:44-50). —Solo como una
nota que ahora no podemos desarrollar, la “teología de los decretos”, propia de los teólogos escolásticos
y del calvinismo obedece a un monoteísmo no trinitario, criticado por Moltmann
y Pannenberg, entre otros.
Libertad y gracia
La salvación-condenación no puede ser una resolución
exclusiva de un decreto soberano que no contemple al mismo tiempo la libertad y
responsabilidad moral de la criatura humana. El Dios Creador y Señor de todo,
es a la vez el Dios que por todos los medios busca la salvación de sus criaturas,
y lo hace con la suprema manifestación de amor: morir por los que le son
contrarios, por sus “enemigos”. Como dice Pablo: “Apenas morirá alguno por
un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros… Siendo enemigos, fuimos reconciliados
con Dios por la muerte de su Hijo” (Ro 5:7-8). A la luz de este punto central
de la fe cristiana, podemos entender perfectamente que Dios es propiamente gracia
y que su soberanía no queda disminuida por la respuesta libre del ser humano.
Con Bernardo de Claraval podemos decir: “No es cierto que la gracia haga una parte de la obra y
la libertad haga la otra parte; cada una de las dos lo hace todo. La libertad
hace la totalidad de la obra y lo mismo hace la gracia. Todo se hace en la
libertad y todo se hace por la gracia"[7].
El problema con el calvinismo es que plantea mal el
problema y queriendo resaltar la gracia y la soberanía de Dios lo hace culpable
de la muerte de los dejados fuera, o más exactamente, de los excluidos de la
gracia por decreto divino. De ahí que el rechazo de esta doctrina por parte de
los teólogos no calvinistas no se deba a la soberbia humana, sino al sentido de
justicia que aprenden de la enseñanza de Cristo. Por eso, el teólogo reformado Herman
Hoeksema, no tiene razón cuando al explicar que “Dios determina soberanamente
quién será salvo y quién no”, pues la doctrina de que Dios es de Dios, significa que él es “el soberano
Señor también en la cuestión de la salvación y condenación del hombres”, concluye
que esta “es una verdad que de ninguna manera se amolda a la carne, y por eso
no recibe precisamente una aprobación general”[8]. No es
cierto que en este punto concreto la “carne” se rebele contra Dios, sino contra
esa imagen de Dios, arbitrario a todas luces, que niega cualquier sentido de
justicia que él mismo ha puesto en el ser humano y nos proclama desde el
Evangelio de Jesucristo.
Cambio de paradigma
Si el
paradigma calvinista de la redención no estuviera tan cerrado en ese monoteísmo
absoluto, desconectado del Dios trinitario, cuya soberanía es amor, comunidad y
reciprocidad, podría llegar a comprender que su interpretación de todos esos
textos que parecen apoyar una doble predestinación, perderían su lógica y se abriría a una lectura
diferente. En lugar de ese pesimismo antropológico que solo contempla
corrupción y pecado, se daría cuenta que el ser humano es la corona de la
creación divina, tan bellamente descrita por el teólogo puritano Thomas
Watson, como “la pieza más exquisita de la creación; un microcosmos, todo un
pequeño mundo”[9]; a la vez que
reconocería que la gloria de Dios no solo consiste en que se le
alabe y se le adore con devoción, sino que “la gloria de Dios es el hombre vivo”[10], el
hombre -varón y mujer-, que por su
misma naturaleza, es superior al universo entero y está llamado, por libre y
amorosa decisión divina, al diálogo y a la unión con Dios. Si el paradigma
teológico partiera de Juan 3:16, como se nos enseñó en la escuela dominical,
entenderíamos que el designio de amor está por encima de los decretos soberanos,
o si se prefiere, que esos decretos están guiados por el amor. “Porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Este es el Evangelio del
cual Pablo no se avergüenza, “porque es poder de Dios para salvación a todo
aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Ro 1:16). La
misión cristiana es un ruego para que
el pecador se reconcilie con Dios (2 Co 5:20; Ro 5:16; Col 1:21), pues en esto
consiste la reconciliación con uno mismo, la vuelta en sí del hijo pródigo (Lc
15:17), la recuperación de la cordura, sepultado en el fondo del mar ese fardo
del pecado que embotaba su mente y cegaba su visión.
Entonces entendería también que ese
texto tan citado por el calvinismo para confirmar su postura, “a Jacob amé y a
Esaú aborrecí”, no tiene nada que ver con la elección para la gloria o para el
infierno, sino con ese desconcertante proceder divino que prefiere lo vil y
menospreciado del mundo, a lo noble y prestigioso de la sociedad representado
por el primogénito, heredero de todas las riquezas.
En Romanos 9, piedra angular del esquema
calvinista de la predestinación, Pablo va a defender, una vez, su misión a los
gentiles y en lugar de estos en las promesas salvíficas de Dios. El apóstol se
pone en lugar de los destinatarios de su carta, mayormente cristianos
procedentes del judaísmo, y como antiguo fariseo les escribe en el lenguaje que
ellos entienden. Les hace ver que su historia, la historia de Israel, el pueblo
elegido, está cortada, intervenida, por la acción de la gracia de Dios en todos
los momentos cruciales de su devenir. Comienza tocando un punto álgido de la
teología judía, que tiene que ver con la circuncisión, en cuando señal del
Pacto o Alianza con Dios. Todos los hijos de Israel, dice, han sido
circuncidados en la carne, pero no por eso son automáticamente hijos de Dios
(v. 8), sino los “hijos de la promesa”. ¿Quiénes son estos hijos de la promesa? Los “menores”, los que no cuentan en la línea
hereditaria del primogénito. Ellos son los que Dios elige: “El mayor servirá al
menor” (v. 12). Y entonces procede a aportar el ejemplo de Jacob, nacido
después del primogénito Esaú (v.13), pero que de forma artera recibirá la
bendición correspondiente al primogénito. Esto pareciera ser una injusticia (v.
14) conforme a las leyes de primogenitura. Pero el Creador puede hacer vasos de
honra y deshonra (v. 21). Si los gentiles eran, a los ojos de los judíos
ortodoxos, vasos de deshonra, ajenos al pueblo de Israel, Dios, sin embargo,
“los preparó de antemano para gloria” según la promesa (v. 23), de manera que
los que no eran pueblo, vienen a ser pueblo (v. 25). Enseguida Pablo pasa a
defender su mensaje de “salvación por fe” en Jesús el Mesías, que los judíos,
el pueblo elegido, han rechazado: “Los gentiles, que no iban tras la
justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe; mas
Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó” (vv. 30-31). A partir
de ahora, Cristo es la piedra angular de la salvación, el criterio de salvación
y condenación: “Como está escrito: He aquí
pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; y el que creyere en él, no
será avergonzado” (v. 33). Las simetrías del mundo antiguo han sido trastocadas
por la muerte de Cristo. Jacob fue amado en cuanto portador de la promesa,
mientras que Esaú fue dejado a un lado no en cuanto a la vida eterna, sino en
cuanto a la promesa.
La reacción arminia
Jacobo Arminio (1560-1609) es la bestia negra del calvinismo. Ya en su día, Francisco Gomaro
(1563-1642), que compartía cátedra con Arminio en la Universidad de Leiden
(Holanda), le dijo a este que la controversia entre ambos era de tal
importancia, que con las opiniones que profesaba, él, Francisco Gomaro, “no se
atrevería a comparecer en presencia de Dios”.
Jacobo Arminio
En su Declaración de sentimientos (Leiden 1610), Arminio confiesa
que durante muchos años ha sentido una especial atracción por el tema de la
predestinación, entendida según el modelo calvinista de la doble
predestinación. Después de un diligentes estudio y examen de la misma, Arminio
sacó la conclusión de que esta doctrina “abarca en sí muchas cosas que son
igualmente falsas e impertinentes y que están en total desacuerdo entre sí”[11].
La principal objeción de Arminio al esquema calvinista es
que se ha redactado de espaldas al Evangelio, que “consiste en parte en un
mandato de arrepentirse y creer, y por otra parte en una promesa de conceder el
perdón de los pecados, la gracia del Espíritu y la vida eterna”[12].
De aquí deduce Arminio que la predestinación no es necesaria para la salvación,
ni como objeto de conocimiento, ni como creencia, ni como esperanza, ni como
resultado. Después pasa a exponer una larga lista de argumentos históricos,
teológicos y pastorales, contrarios a la doctrina calvinista de la
predestinación, en los que no es necesario entrar ahora, pues eso supondría
abrir otro campo de estudio correspondiente a las bases y fundamentos de la
teología arminiana. Solo señalar que al cambiar de perspectiva o paradigma, a
saber, Soberanía por Evangelio, Arminio facilitó una nueva manera
de comprender el misterio de la predestinación y su relación con la salvación
como buena noticia proclamada por los apóstoles. De san Agustín adoptó su
doctrina la gracia preveniente[13],
mediante la cual el Espíritu libera el albedrío del hombre, para que este pueda
responder al mensaje del Evangelio y al llamamiento divino a la reconciliación
(2 Cor 5:20).
Arminio murió
repentinamente sin haber completado la redacción de su Declaración de sentimientos, por lo que no pudo participar en la
polémica que siguió después, pero algunos de sus seguidores respaldaron sus
puntos de vista y redactaron un documento teológico escrito por Johannes
Uyttenbogaert (1557-1644). Es conocido por el nombre de Remonstrance (1610). Este documento causó una
verdadera revolución al interior de las iglesias reformadas en Holanda y una
batalla de varios años entre los seguidores de Arminio y los reformados
tradicionales. Los arminianos no lograron imponerse, sino al contrario, fueron
rechazados, expulsados, encarcelados y, en algunos casos, condenados a muerte.
Pero esta es otra historia.
[1] E. Brunner, Man in
Revolt. A Christian Antropology, p. 76. Lutterworth Press, Londres 1939
[2] Wayne Grudem, Doctrina bíblica.
Vida, Miami 2005, p. 291.
[3] Giese J. Van Baren, La reprobación
soberana. http://www.cprf.co.uk/languages/spanish_sovereignreprobation.htm
[4] Benedict M. Guevin, “San
Agustín y la cuestión de la doble predestinación: ¿un protocalvinista?”,
Augustinus 52/204 (2007), pp. 89-94.
[5] Ignacio L. Bernasconi, Libertad
y gracia en san Agustín, ¿conciliación problemática o colaboración misteriosa?
Universidad Nacional de Rosario, Argentina 2013, p. 115. Hay versión
electrónica de acceso libre.
[6] Analizaremos
este punto en un capítulo posterior.
[7] Bernardo de Claraval, De
gratia et libero arbitrio, XIV.
[8] Herman Hoeksema, Todo el
que quiera, p. 94. Iglesia Presbiteriana Reformada, Sevilla 1989.
[9] T. Watson, A Body of divinity, p. 114. The Banner of Truth, Edimburgo 1974
(org. 1692).
[10] Ireneo de Lyon, Aversus
haereses, IV, 20.7.
[11] J.
Arminio, Declaración de sentimientos y
disputas públicas, p. 33. Editorial Teología para Vivir, Lima 2021.
[12] Id.,
p. 36.
[13] Abner F. Hernandez Fernandez, The Doctrine of Prevenient Grace in the Theology of Jacobus Arminius.
Andrews University 2017. Hay versión electrónica de acceso libre.
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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo, Introducción a la filosofía, Historia general del cristianismo (con John Fletcher), Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.
Muy agradecido Doctor Alfonso R. Por los 2 temas tratados.
ResponderEliminarMuy interesantes aunque reconozco que se necesita leerlos 1 par de veces para poder "comprender" algunos punto ya q esos temas son bien profundos. Pero gracias a Dios podemos contar con usted para poder entender mejor la historia cristiana y todo lo relacionado con la fe.
Seguiremos expectantes de sus próximas publicaciones , Dios lo bendiga¡