Renacer del calvinismo
Por este motivo, el surgimiento neocalvinista
pentecostal-carismático es un fenómeno sorprendente, y más teniendo en cuenta las
raíces teológicas del mundo pentecostal, constitutivamente arminianas. Muchos
pastores de estas denominaciones se alarmaron por este calvinismo repentino al
que consideraron una amenaza para la paz y unidad de las iglesias, no tanto por
lo que tiene de novedad doctrinal, como por los efectos que produce en la
actitud de aquellos que lo adoptan, dando lugar a comportamientos cercanos a la
arrogancia y al espíritu de superioridad. Como gráficamente escribe Daniel Caballero: “Muchos con buena intención, dolidos y hasta
molestos debido a haber sido engañados, pero con poca guía, y muchos de ellos
causando divisiones producto de orgullo e ignorancia. Abundan las citas,
la mayoría fuera de contexto, de Spurgeon o Martyn Lloyd-Jones. Nuevos Luteros
aparecen en la escena, quizá clavando 95
Tesis por el internet o 10 acusaciones
contra la Iglesia moderna. El movimiento es tan variado como lo son
nuestros países, y tan inmaduro como la mayoría de nuestros pastores y líderes
latinos”[1].
Uno, a la carencia de alimentación doctrinal
o teológica sólida de los creyentes, eufórico como se estaba debido al paso de
los cultos tradicionales a los cultos de adoración y alabanza. El poder de la
alabanza parecía ser respuesta para todo. La mayoría de los pastores de esta
línea hicieron dejación de su ministerio de enseñanza. Centrados en el crecimiento de la iglesia y pensando que los
jóvenes no tienen interés sino en la música y otras formas de “disfrutar” de
los cultos, poco a poco fueron dejando a un lado la instrucción seria, rigurosa
y profunda en los aspectos doctrinales e intelectuales del cristianismo,
olvidando que la fe siempre busca entender y conocer mejor el objeto de su
pasión. Quizá este no es el caso de la mayoría, pero sí de una notable minoría
que aspira a conocer mejor su fe, el fundamento de la misma y las
posibilidades intelectuales que tiene, tanto en el campo de la iglesia como de
la sociedad, la economía y la cultura. Un mensaje light y fuertes dosis de emociones no pueden
forjar creyentes convencidos, sino todo lo contrario. No hay clamor, por más
fuerte que sea, que pueda silenciar la necesidad de reflexión[2]. Abundan
los cristianos cada vez más desalentados, angustiados de pensar que el
cristianismo no tiene nada más que ofrecerles. Es entonces cuando su encuentro
con el calvinismo, más que un choque, representa una liberación, la apertura de
una corriente de aire fresco. Hay vida más allá de las cuatro o cinco verdades
repetidas hasta la saciedad.
Históricamente hablando, el calvinismo es un
movimiento de “segunda generación”, rescató al protestantismo de “primera
generación” —luterana—, una vez pasado el impulso de la primeras afirmaciones
de fe y negaciones del error combatido. El calvinismo aportó al primer
protestantismo músculo, vertebración teológica, pensamiento lógico, fortaleza
personal arraigada en fuertes convicciones doctrinales. Es un dato histórico
que el calvinismo tuvo una fuerza expansiva superior al luteranismo, casi
reducido a Alemania y Escandinavia, y que su influencia resultó decisiva para
los destinos cristianos de Europa. Así el calvinismo de hoy supone para muchos
creyentes de “segunda generación” el descubrimiento de un mundo nuevo para su
fe, tentada por el desaliento. Aporta riqueza a su manera de entender la fe y
expande su modo de pensar en cristiano.
Dos, la propia evolución de todo movimiento
que, en el camino hacia su consolidación, desde sus orígenes carismáticos,
atraviesa diversas crisis. Sucede que hoy “el pentecostalismo se encuentra en
un momento histórico tremendamente crucial, donde muchos de los elementos que
definían su identidad se encuentran hoy en jaque”. Esto explica que “el
reposicionamiento reformado se presente como una alternativa atractiva en tanto
reclama una herencia de un cristianismo ilustrado, alejado del énfasis en la
dimensión experiencial que caracteriza al pentecostalismo… Para muchas de las
nuevas generaciones de creyentes, esta urdimbre cultural constituye una forma
de conciliar aquellos elementos irracionales de la fe con la dimensión racional
de teología y apologética. En este contexto, no sorprende que muchos jóvenes,
interpreten su adscripción a teología de Calvino como una verdadera marca
identitaria, incluso con una estética muy particular, una suerte de hípster protestante”[3].
Se da también un factor sociopolítico. Dejado
atrás el período contestatario juvenil y la militancia generalmente de
izquierdas, paradójicamente, la contestación hoy día es de carácter
conservador. Cansados, desorientados, perdidos en el “pensamiento débil” donde
no es posible afirmar nada como verdadero, real, auténtico; donde lo que cuenta
no es el saber, pues no hay nada que saber con certeza, sino el sentirse bien, el
pasarlo bien, el calvinismo afirma un “pensamiento fuerte”, basado en un teocentrismo decidido.
Precisamente, el
evidente cansancio de las democracias liberales, con su correlato de
desigualdades económicas muy pronunciadas, de grandes fraudes y de corrupción a
todos los niveles, de la que no se salva ningún partido político, lleva a
muchos a la añoranza de un “hombre fuerte”, de una “mano de hierro” que ponga
freno a tantos desmanes. El Dios soberano cumple todos los requisitos de un
Dios a quien nada se le escapa y todo tiene bajo su control, e incluso la salvación
y condenación de los pecadores. Sus decretos son infalibles e inamovibles. Precisamente
uno de los primeros autores que fueron rescatados por el calvinismo británico
para describir su espiritualidad y su ideario, fue Arthur W. Pink, quien en su
emblemático libro La soberanía de Dios,
introduce este tema bajo la premisa de la necesidad de creer en un Dios que
está en el control de todo. En un estilo popular se pregunta:
“¿Quién tiene el control de lo que sucede en el mundo? ¿Es Dios o Satanás? Cuando nos fijamos en lo que pasa en el mundo, fácilmente podríamos concluir que Satanás está en control, esto debido a que existe tanta confusión y pecado. Vemos que las cosas van de mal en peor; continuamente oímos de guerras y revoluciones; sabemos que hay una gran inquietud y temor en el mundo. La mayoría de las personas permanecen en la ignorancia respecto a la verdad de Jesucristo, y muchos piensan que el cristianismo es un fracaso. Aún algunos que se identifican como creyentes, han sugerido que aunque Dios quiere salvar a las personas, no puede hacerlo, ¡porque estas mismas personas no se lo permiten! Todo pareciera indicar que Satanás tiene control de lo que ocurre”[4].
La respuesta, dice Pink, está en
la doctrina de “la soberanía de Dios”. “Cuando decimos que Dios es soberano,
queremos decir que Dios tiene poder absoluto sobre todo. Él es el Supremo, el
gran Rey; él es Dios. Él hace su voluntad en el cielo y en la tierra, y no hay
nadie que pueda detener su mano y decide, " ¿Qué haces?". Cuando
decimos que Dios es soberano, queremos decir que Él es el Dios Todopoderoso,
que posee todo poder en el cielo y en la tierra y que nadie puede resistir su
voluntad. Este es el Dios de la Biblia”[5]. La soberanía de Dios nos garantiza la
intervención de Dios a favor de su pueblo. “Dios es completamente soberano. El
posee el derecho de gobernar todo tal como El quiera. Dios es como el alfarero
que tiene control completo sobre el barro. Dios es soberano en la manera en que
usa su poder. Él lo usa cómo, cuándo y dónde lo desee. Todo el testimonio de la
Biblia afirma esta verdad. Cuando el Faraón, rey de Egipto, intentó detener a
los israelitas para que no fueran a adorar a Dios en el desierto, Dios uso su
poder y los israelitas fueron salvados, mientras que los egipcios fueron
vencidos”[6].
Todavía hoy las obras de Pink
sobre este constituyen un puntal fuerte del renacer calvinista evangélico.
La soberanía divina
Ciertamente, la
apelación a un Dios soberano, dueño y señor de todo cuanto existe y que hace
todo según el designio de su voluntad, además de ser bíblica, aporta algo de
orden y equilibrio en un mundo que se percibe caótico, desordenado, corrupto.
La soberanía del Soberano garantiza con su poder incontestable el curso
irresistible de una historia que tiene por fin la salvación de los elegidos y
por meta la gloria de Dios. Todo ello bien adobado con un buen número de
figuras y citas bíblicas, cuyo argumento es llevado hasta el final en sus
deducciones lógicas. A esto hay que sumarle una larga nómina de ilustres
pensadores y teólogos de calvinistas renombre de todos los tiempos, con amplio
predicamento en la mayoría de las denominaciones evangélicas.
Es de celebrar
que este avance del calvinismo más teológico vaya ganando terreno, pues eso
indica que hay más inquietud doctrinal entre los miembros de las iglesias de lo
que se pensaba. Pero es un poco triste pensar que este interés doctrinal y
bíblico por penetrar con mayor entendimiento en la revelación divina derive
hacia una única y exclusiva manera de ver el cristianismo, una forma peculiar
de hacer teología, que no es precisamente la mejor expresión de la verdad
evangélica, sino la expresión de un determinado período teológico en un peculiar
contexto histórico, social y político.
En principio el calvinismo parte de la
Biblia, pero lo hace desde un planteamiento o presupuesto muy determinado, a
saber, la soberanía de Dios, entendida conforme a coordenadas culturales de la
época de poder absoluto y arbitrario, mediante el cual el soberano podía hacer
todo lo que estaba en su deseo y voluntad incontestable. Así la soberanía de
Dios como un poder absoluto se impuso al esquema bíblico de la historia de
salvación, aunque para ello los teólogos calvinistas tengan que forzar los
textos bíblicos para decir lo contrario de lo que dicen. Por ejemplo, para los
calvinistas el texto clásico Juan 3:16, que parece tan claro que hasta un niño
lo puede entender, pues no dice lo que realmente dice, a saber, que Dios amó al
mundo de tal manera que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento
pleno de la verdad” (1 Ti 2:3-6), los teólogos calvinistas argumentan que el mencionado
amor de Dios al mundo se limita al amor al “mundo de los elegidos”; pues
“mundo” en Juan 3:16 no se refiere, según deducen ellos, a todo el mundo en general, sino solo al
mundo particular de los elegidos (cf. 1 Jn 2:2).
En sana lógica soberanista, si Dios quisiera de verdad que todos los hombres se salvaran, inevitablemente todos se salvarían, de lo contrario estaríamos negando el poder Dios para hacerlo, atribuyendo impotencia a su voluntad, lo cual de ninguna manera se puede admitir. Luego, ni Dios amó a todo el mundo, ni el Hijo de Dios murió por todos los pecadores. Su expiación se limitó estrictamente el número tal de los elegidos. Así lo defiende y razona el mencionado Arthur W. Pink, cuando siguiendo la lógica calvinista dice:
A. W. Pink
“Si Jesús hubiera sufrido y muerto en el lugar de todos, entonces nadie tendría que sufrir por sus pecados. Es decir, Dios siendo justo, no podría exigir dos pagos por los mismos pecados, viéndose obligado a dejar libres a todos. Pero la Biblia habla de personas que mueren en sus pecados y a ellos Jesús les dice: "Apartaos de mí malditos, al fuego eterno..." (Mt 25:41). Resulta claro entonces que Jesús no murió por todos, porque hay algunas personas que recibirán la maldición de Dios y tendrán que sufrir por sus pecados”[7].
Desde el mismo principio del renacer calvinista en
nuestra época el tema de la soberanía de Dios ha dominado casi todos los
tratados de teología, de vida espiritual y de evangelización[8] en los
círculos evangélico-reformados.
Sin proponérselo quizá, se llega así a
una imagen poco empática de Dios. Un Dios de ira y de justicia, indiferente a
la suerte del pecador, en cuanto, como algunos gustan decir, “el único derecho
del pecador es ir derecho al infierno”. O dicho con las tremendas expresiones
de un orador sagrado como Jonathan Edwards:
“El Dios que te mantiene sobre el abismo del
infierno, muy parecido a como uno sujeta una araña o un insecto repugnante
sobre el fuego, te aborrece y está enardecido; su ira contra ti arde como
fuego; te considera indigno de otra cosa que no sea ser echado en el fuego, sus
ojos son tan puros que no aguantan mirarte, eres diez veces más abominable a
sus ojos que la peor serpiente venenosa es a los nuestros. Tú lo has ofendido
infinitamente más que cualquier rebelde obstinado lo haya hecho contra su
gobierno”[9].
Un Dios cuyos ojos “no aguantan mirar al pecador”, o que lo considera “diez veces más
abominable la peor serpiente venenosa es a los nuestros” tiene poco que ver con ese Dios que no deja que su
criatura humana, caída en la desobediencia, se pierda para siempre, sino que la
busca con solicitud, y en su miseria le provee de una túnica de piel. Algunos,
confundiendo los planos y los modos de actuar de Dios en la historia de Israel,
hablan de Dios como el Dios de la ira y de la venganza, como si fueran partes
intrínsecas de su ser y no modos de expresión que hablan de lo grave del pecado
y sus terribles consecuencias. Defienden esta imagen justiciera y vindicativa alegando que la criatura humana al pecar
atentó contra la santidad de Dios y perdió todos los dones con los que el
Creador la doto al crearla, e interpretan que la caída en pecado supuso la
“total depravación del ser humano”, que es uno de los cinco puntos del
calvinismo. Ante un ser depravado, rebelde y pecador empedernido, incapaz de
hacer el bien, que no busca la gloria de Dios sino su propia satisfacción, Dios
no puede relacionarse con él sino mediante la amenaza permanente de su castigo,
la aplicación inmisericorde de su justica. Sin buscarlo, los que esto dicen fabrican
así un Dios semejante a Lamec, cuyo honor mancillado requiere ser vengado setenta y siete veces (Gn
4:24).
Jonathan Edwards
Pero el Dios bíblico no es el Dios de Lamec, es el Dios que perdona setenta veces siete; es el Dios que ruega, que suplica la atención del alma rebelde y endurecida por el pecado. “Pueblo mío, aunque eres rebelde y perverso, ven y regresa a mi” (Is 3:16; Jr 3:12). Es semejante un Padre que ante la decisión del hijo de abandonar el hogar y dilapidar su herencia de un modo alocado, no hace nada para retenerlo a la fuerza, sino que le deja ir, y sin ira ni rencor, cada día espera su regreso al borde del camino (Lc 15:11-32). Quisiera retener en su hijo en el calor de la palma de su mano, tiene poder para hacerlo, nada se lo impide, excepto la terca pero libre voluntad de su hijo, que él no quiere violentar. Abre su mano y deja que su hijo marche, se aleje del hogar. Lo que estos textos bíblicos y estas imágenes dicen de Dios, parece impropio de un Dios soberano, pero tal es la imagen del Dios de Jesucristo.
Con estas afirmaciones no queremos negar la
soberanía intrínseca y eterna de Dios, el poder absoluto que le corresponde en
su acción y su designio en cuanto Señor primero y último de todo cuanto existe;
sin embargo, nosotros no podemos hacer teología partiendo de principios
abstractos —según la lógica de la razón humana, que se proyecta en la
divinidad—llevados a sus últimas consecuencias lógicas, de donde nacen los
ídolos; ni pretendemos conocer a Dios en sí, sino al que Dios que nos ha sido
revelado en Cristo. Somos cristianos y esto impone un modo especial de hacer
teología. Una teología paradójica que parece locura y escandaliza al
pensamiento naturalmente teocéntrico y soberanista. En cuanto cristianos,
tenemos que partir de la enseñanza de Cristo, y es un dato incuestionable de la
revelación, que Jesús definió la naturaleza de Dios como amor (1 Jn 4:8). Amor
gratuito y asimétrico, al decir del teólogo Jesús Martínez Gordo,
que no se corresponde a nuestra manera de amar, no ama como como nosotros
amamos, sino que va más allá y rompe nuestros esquemas[10]. Es
amor que responde a nuestra violencia e injusticia con la asimetría de su
paciencia y su gracia, y con la ira de su justicia y su
castigo, soportado por Cristo en lugar del hombre en cuanto Dios y hombre
sufriente. Si partimos de una premisa incorrecta, llegaremos a conclusiones
incorrectas, llevados de deducciones de la mano de deducciones lógicas, pero
erróneas en su fuente. Es lo que ocurre cuando hacemos que la soberanía, aplicada
en pura lógica al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, oriente nuestra
comprensión e interpretación de Dios mismo y de su obra salvífica en la persona
de su Hijo.
Me temo que el Dios del
calvinismo es deficitario en humanidad y virtud cristiana. Está muy lejos del
Dios misericordioso, del que se puede decir que su “perdón no es la expresión
de su omnipotencia, sino el poder del Inocente que asume el puesto del
culpable. Dios no ama para salvar, sino que salva porque ama. Por eso los
teólogos antiguos se detienen temblorosos en el umbral de la pasión del
impasible”[11]. De
hecho, el amor de Dios es un “amor loco” (manikon éros), como
dijo hace siglos el teólogo ortodoxo Nicolás Cabasilas.
¿Qué significa el amor loco de Dios? Significa que Dios
limita su poder total, renuncia a su omnipotencia, prescinde de todos los
signos de la divinidad y se encierra en el silencio de su amor. En su locura de
amor, Dios le declara su amor incondicional al hombre y su incomprensible
respeto a la libertad humana. Que el ser humano es libre no significa en
absoluto que sea la causa de su salvación, sino que Dios mismo no puede imponer
su amor, no puede forzarlo, sino seducirlo, llamarlo, invitarlo a la comunión
con Él. Es un amor “loco”, sí, pero así lo dispuso en su bendita y arriesgada
voluntad de crear al hombre. Dios acepta ser rechazado, desconocido, desechado,
evacuado de su propia creación. Y cuando entró en ella mediante su Hijo
unigénito, no halló un lugar apropiado donde nacer, sino un humilde pesebre.
Dios no arremete contra la libertad del hombre, siempre invita, invita al
banquete del reino de Dios. Dios llama a la puerta de cada cual sin forzarla,
esperando que alguien oiga la llamada y responda. Es difícil comprender ese
amor loco de Dios a la luz de la imagen de ese Dios implacable y terriblemente
santo apartado de los pecadores que algunos gustan de enfatizar[12].
Que Dios es soberano es una verdad evidente
cuando se piensa en la palabra Dios como el creador de cuanto existe, el ser más
excelso, infinito, eterno y poderoso que uno se pueda imaginar, pero deja de
serlo cuando comenzamos a pensar en términos evangélicos, tal como se da en el
misterio de Cristo. En Él, Dios mismo se anonada para
ir al encuentro de su creatura. La Encarnación es uno de los supremos misterios
del cristianismo. El Dios que se hace carne hasta el punto de morir por el
pecador. Escándalo para judíos, locura para griegos (1 Cor 1:22-23).
¿En qué cabeza
cabe que el Dios supremo, el todopoderoso Jehová se despoje de su gloria y se
deje humillar? ¡El Dios de los ejércitos crucificado por una chusma enardecida!
¡Desatino, blasfemia! Bueno, pues así es como los cristianos concibieron a su
Dios.
Divina kénosis
La teología cristiana mantiene que el Dios cristiano no
se corresponde con el Soberano impasible
del paganismo, ajeno a la pasión y dolor de su creación, dueño absoluto de la
vida y muerte de sus súbditos[13], al
contrario, defiende que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo (2 Co
5:19) y, por tanto, soportando el rechazo y sufrimiento ocasionado por este en
todas sus consecuencias. El Dios cristiano es un Dios pasible, en nada ajeno al sufrimiento de su creación[14]. Esto
es así porque es un Dios de amor, no un Dios que ama a los que le aman, sino
también a los pródigos y rebeldes, y esto porque Dios es esencialmente amor —amor loco, como ya dijimos. Su esencia
es amor. Y el amor se duele por lo que ama. El amor “todo
lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13:7). El amor no es uno entre otros atributos de
Dios, sino que es el que los engloba a todos y define su ser divino, en
contraste a los atributos que se le aplican por analogía humana, proyectados
hasta el infinito. A veces se habla de Dios como si se le hubiera visto crecer
desde un puesto privilegiado en la eternidad. La misma revelación de su ser y
actuar está medida por el tiempo y la cultura de sus receptores, que solo deja
ver destellos muy generalizados de su ser, al que no tenemos más remedio que
acceder por vía analógica.
Desde el amor
divino, que se manifiesta excelsamente en la entrega o autoentrega, podemos
comprender que la Encarnación guarda relación con la Creación, resultado
exultante del Dios que es comunidad trinitaria de Amor. Al crear el mundo Dios
manifiesta su poder, pero no como poder de un soberano que crea algo como un
medio para su propia gloria y beneficio (que, por otra parte, no necesita),
sino como un amor que se comunica en gracia, creando frente a sí no unos seres como
medios para su exaltación, sino como fines en sí mismos, capaces de comunión
con su Creador, pero también capaces de llevarle la contraria.
Libres con una libertad donada desde el principio por el mismo que es Libertad y pone libertad en su creación. Así las cosas, la creación se puede rebelar contra su creador, no por una fuerza consustancial en sí misma, sino por una autolimitación de Dios que al crear el universo, crea un espacio vital que hace posible la libertad de su criatura. Libertad que la criatura no arrebata al creador, sino que le es garantizada por Dios mismo, el cual como se retrae, se limita a sí mismo por propia voluntad. Es lo que los teólogos llaman la primera kénosis de Dios. La segunda la conocemos bien, es la kénosis Dios en Cristo, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Flp. 2:6-11).
Pues bien,
teólogos bíblicos y teólogos científicos, coinciden hoy en señalar que la
Creación es la primera kénosis de Dios que se realiza en función de la segunda,
la Encarnación, que conduce a la cruz y resulta en nuestra salvación[15].
Es a partir de
aquí que debemos desarrollar una teología bíblica de la soberanía de Dios que
no obedezca a parámetros culturales calcados de los soberanos de las monarquías
absolutas de antaño, sino a una soberanía del que ha decidido gobernar su
creación desde el amor, amor cuya mayor gloria es el hombre existente creado a
su imagen y semejanza, lo cual explica que una vez que este traspasó los
límites impuestos, precisamente porque era libre, no fue abandonado a su propia
suerte, que de todos es conocida su mala suerte, sino que desde el mismo principio
de la creación se encuentra el Dios que sale en busca de su criatura
descarriada. Esto no explica todo lo que quisiéramos saber sobre la existencia
del mal en la creación, pero esclarece el modo de actuar de Dios a lo largo de
la historia de la salvación, y nos obliga, en cuanto cristianos, a desarrollar
una teología que tenga en cuenta la naturaleza de Dios, según hemos aprendido
de Cristo, de modo que seamos capaces de desplegar ante los ojos de los dentro
y de los de fuera la superior sabiduría del amor divino, que no busca el bien
propio, sino el ajeno. El de una creación rebelde y desbocada, cuyo freno no
puede ser otro que la gracia de Dios que atrae con lazos de amor. “Lo atraje con cuerdas de ternura, lo
atraje con lazos de amor” (Os 11:4).
Esta manera de actuar de Dios, según nos revela
el evangelio, nos muestra el gran respeto que Dios siente por su creación. “El
respeto de Dios por el hombre ha querido que el hombre descubra, en lo posible,
por su actividad propia, todo lo que su razón iluminada es capaz de comprender
y de formular”[16].
El
pecador, aun en su estado caído, “muerto en pecados y delitos” (Ef 2:11), sigue
conservando la marca del que le ha creado a su imagen y semejanza, la obra más
gloriosa debajo del cielo: “poco menor que los ángeles” (Sal 8:5; Heb 2:7). Sigue siendo muy
amado y querido por Dios, aunque resulte difícil de comprender. La gracia de
Dios es precisamente el amor que toma la iniciativa y sale en busca de la oveja
perdida, para mostrarle su extravío y de este modo poder devolverle al camino
de la vida. El primer hombre, Adán, fue creado en vistas al segundo Adán,
Jesucristo. Como decían los antiguos, cuando Dios creó al hombre pensaba en
Cristo, quien estaba predestinado para “reunir
todas las cosas, así las que están en los cielos, como las que están en la
tierra” (Ef 1:10). La creación
del hombre a imagen de Dios tenía como fin la Encarnación. Enfatizar el pecado
humano, ciertamente grave en todos los aspectos, llegando a comparar al hombre
con un gusano despreciable, no hace justicia a la imagen bíblica del hombre,
sino todo lo contrario. La vida humana es tan preciosa a sus ojos que no dudó
en hacerse hombre para elevarlo a su condición divina, “partícipe de la
naturaleza divina” (2 Pd 1:4).
[1] Daniel Caballero, ¿De donde salieron todos estos Calvinistas?
[2] “Las iglesias «exitosas» crecen llenando a los fieles con
músicas y palabras inspiradoras que levantan el ánimo. Son muy populares los
coros de alabanza y, más numerosos son, mejor, lo mismo cuanto más dramático es
el solista. Las escrituras deben ser pocas y cortas, y el mensaje debe ser casi
gritado por el predicador… Para atraer nuestra atención las iglesias compiten
con el mismo bombardeo tenaz de los medios de comunicación, utilizando acción,
sonido grabado, carcajadas grabadas, análisis instantáneo, personalidades, todo
en forma exagerada”. Chris Glaser, Meditando con Henri Nouwen, p. 92.
Editorial Epifanía, Buenos Aires 2004.
[3] Fabián Bravo, Reposicionamiento calvinista reformado y crisis identitaria pentecostal: oportunidades y desafíos.
[4] A.W. Pink, La
soberanía de Dios, cap. 1. El Estandarte de la Verdad, Barcelona 1964.
[5] Id.
[6] Id.
[7] Pink, La soberanía de Dios, cap.
5.
[8] Véase J.K. Packer, Evangelism and the
Sovereignity of God. IVP, Leicester 1961.
[9] J.
Edwards, Pecadores en manos de un Dios
airado. Chapel Library, Pensacola 2013 (org. 1741), p. 11.
[10] J. Martínez Gordo, Dios, amor asimétrico. Desclée
de Brouwer, Bilbao 1993. Véase Donald A. Carson, La difícil doctrina del amor de Dios. Andamio, Barcelona 2001.
[11] Paul Evdokimov, Gogol e
Dostoevskij, Roma, Ed. Paoline, 1978, 232.
[12] Paul Evdokimov, El amor loco de Dios. Narcea, Madrid 1990.
[13] En esta mentalidad naturalmente pagana cae A.W. Pink, cuando dice: “Nosotros
proclamamos un Dios entronizado y su derecho a hacer su propia voluntad con lo
que le pertenece, a disponer de sus criaturas como a Él le place, sin necesidad
de consultarlas”. Los atributos de Dios,
p. 44. El Estandarte de la Verdad, Barcelona 1964. ¿Qué diremos entonces de la
parábola sobre los viñadores malvados?
[14] Véase A. Ropero, “Dios y su dolor”, en Filosofía
y cristianismo. CLIE, Barcelona 1997.
[15] John Polkinghorne, ed., La obra del amor. La creación
como kénosis (Verbo Divino, Estella 2008); Hans Urs von Balthasar, “La
‘kénosis’ y la nueva imagen de Dios”, en Mysterium Paschale
(Cristiandad, Madrid 1969); Jürgen Moltmann, El Dios crucificado
(Sígueme, Salamanca 1973); Id., Dios en la creación (Sígueme, Salamanca
1985); Ángel Cordovilla Pérez, Gramática de la encarnación: La creación en
Cristo en la teología de K. Rahner y Hans Urs von Balthasar (Univ. Pont.
Comillas, Salamanca 2004).
[16] Marcel Clement, Cristo y la revolución.
Unión Editorial, Madrid 1975, p. 67.
------------------------------------------------------------
Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; Historia general del cristianismo (con John Fletcher); Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.
Magnifico aporte, Maestro Alfonso R.
ResponderEliminarY lo de ("movimiento de “segunda generación”) es verdad, yo con mis 30 años de vida cristiana (reformado conservador) estoy viendo resucitar a muchos luteros en facebook donde el común denominador es la ira de Dios y que somos unos gusanos. Y el amor? donde quedo el amor?.
Esperaremos pacientemente el estudio de "los textos bíblicos relacionados con los llamados cinco puntos del calvinismo".
Que nuestro Dios lo siga iluminando y llenando de ciencia y sabiduría.