El silencio es el vacío que posibilita lo pleno.Todo lo lleno anhela el vacíopara no quedar saturado de sí mismo.El silencio de los sentidos, de los deseos, de la menteEl silencio que nos devuelve el estado prístino de ser,de simplemente ser en el Ser.
Javier Melloni
En la conocida oración del Getsemaní (Mc 14.32-36), Jesús pone en
evidencia sus más hondos sentimientos. Angustia y tristeza de muerte. Es desde
allí que pide al Padre (al Abba, al “papito”) que le haga pasar esa copa de
inigualable sufrimiento. En este hecho hay dos cosas a resaltar. Primero, el
mismo hijo de Dios muestra lo más profundo de sí, siendo transparente con
aquello que le aquejaba. Pero en segundo lugar, llama la atención el silencio
del Padre. Jesús nunca recibió respuesta. Por eso exclamará un tiempo más
tarde, tendido en la cruz: Elohi, Elohi,lĕma’ šĕbaqtani (“Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?” Mt 27.46).
Existen muchas historias en el texto bíblico que muestran el silencio de
Dios ante diversas circunstancias o decisiones. La tendencia generalizada es
vincular esta acción divina con momentos de sufrimiento. Es en esas situaciones
donde se pide la intervención divina para poder encontrar la solución ante la
desdicha. Y con ello –como lo muestra la ya popular imagen en películas y
representaciones varias- el clamor por la explicación: “¡¿por qué?!”
Deseo detenerme en esta última pregunta. ¿Por qué los “porqués” aparecen en momentos de desesperación y sufrimiento? ¿Es acaso solo un clamor de exasperación? Creo que dicho interrogante refleja algo aún más profundo, parte de nuestra finitud humana: los porqués devienen de la falta de control sobre una situación. Reflejan nuestra carencia de omnipotencia. Explicar una situación, su origen, sus características, sus funcionamientos, sus propósitos, nos permiten dominarla. Por ello, la falta de explicación y conocimiento implican carencia de control. De aquí podríamos comprender el tema del silencio en Dios desde otro ángulo: este no se manifiesta solo en momentos de sufrimiento sino que es algo constitutivo del ser.
Vivimos en un tiempo de saturación: aturdidos por la inabordable
información en Internet, redes sociales y portales de noticias; por una agenda
cargada de actividades y trabajo; por una multitud de expectativas impuestas
por otros sobre nuestras espaldas, para alcanzar resultados, estatus y poder.
El silencio no encuentra lugar. El silencio es pérdida de tiempo. El silencio
nos desenfoca de una meta que debemos cumplir, aunque nunca la pedimos ni
buscamos.
¿Por qué esta resistencia al silencio? Precisamente porque, muchas
veces, paradójicamente, el silencio aturde.
Cuando las voces que saturan de afuera se callan, emerge ese vacío que nos
permite ver, sentir y oír más allá. Surgen las voces de lo profundo, que
manifiestan nuestras inquietudes, deseos, preguntas y más hondas dudas. El
silencio implica darse lugar para cambiar, para moverse. Y ello es,
precisamente, una de las cosas más tenebrosas de la vida. Mejor seguir
aturdido, para no dar lugar a lo desconocido.
El silencio implica reconocer que no lo sabemos todo, y por ello no
tenemos el control sobre las cosas que acontecen. Nada más desesperante que dar
cuenta de nuestra finitud. Que las sendas, caminos y opciones que nos
representan -aunque llenas de palabras, formas y explicaciones- pueden ser
distintas. Ningún murmullo puede acabar con el silencio necesario para hablar
otras cosas y escuchar lo desconocido.
El silencio es parte constitutiva de Dios, quien no da explicaciones de
todas las cosas. Ni siquiera podemos conocer lo divino en su plenitud, ya que
no da cuenta de todo lo que sucede en la historia. Siempre se presenta como
paradoja.
Dios es logos (palabra). Pero para que haya logos, primero
hubo kénosis (“vaciamiento”, Fil 2.7).
Esta kénosis da lugar a nuevas enunciaciones. Primero, en ese encuentro paradójico con lo divino en la finitud de la historia nos permite “darle palabras”, como en el encuentro de los discípulos de Juan el Bautista con Jesús al preguntarle: “¿eres tú al que estamos esperando?”, a lo cual este responde: vean y cuenten (Mt 11.1-6). Jesús pudo haber contestado directamente, pero decidió no hacerlo sino dar lugar al apalabrar de los mismos discípulos. El silencio da lugar a conocer a Dios, y en ese apalabramiento de lo divino nos apalabramos a nosotros/as mismos/as.
Por otro lado, el silencio posibilita conocer a Dios de diversas formas.
Esto significa que silencio es equivalente a misterio. La dimensión mistagógica de lo divino, lejos de
hacerlo un ente abstracto y lejano, abre la puerta para que, desde ese silencio
inherente a la plenitud de su Ser, podamos conocerle de las formas más
inesperadas y coloridas. Como bellamente lo dijo la Madre Teresa:
A Dios no lo podemos encontrar en medio del ruido y la agitación. La naturaleza, los árboles, las flores y la hierba crecen en silencio; las estrellas, la luna y el sol se mueven en silencio… Es necesario el silencio del corazón para poder oír a Dios en todas partes, en la puerta que se cierra, en la persona que nos necesita, en los pájaros que cantan, en las flores, en los animales.
Aprendamos a vivir la vida en este silencio que acalla las voces que
aturden en su espectáculo, para dejarnos llevar por los susurros de los bellos
detalles que inundan nuestro alrededor, y que aún desconocemos (¡y que
llevaremos toda la vida descubriendo!).
Vivir en el silencio es aprender que todo puede ser distinto, que
siempre hay algo nuevo por experimentar, aprender y poner en diversas voces.
Las palabras ponen fronteras. El silencio abre el espacio hacia horizontes aún
desconocidos.
Vivir en silencio es aprender a ser humildes al reconocer que no tenemos
la comprensión total de las cosas. Por ello, el silencio es una instancia de
deconstrucción de aquello que se presenta como único, acabado y absoluto. Las
palabras que aturden no permiten ver más allá. La humildad del silencio nos
abre a lo diferente.
Vivir en silencio es aprender a vivir en comunidad, ya que el silencio
representa ese espacio de desconocimiento que me permite acercarme a mi
prójimo, para descubrirle y descubrirme con él/ella en esa presencia
compartida.
Vivir en silencio implica amarnos a nosotros/as mismos/as, al
escuchar aquellas voces en nuestra profundidad que nos inquietan, nos desafían
y nos asustan, sabiendo que tenemos una historia y que poco a poco la seguimos
construyendo, sin saber por completo lo que viene sino tanteando y probando,
pero siempre avanzando según los leves susurros nos indiquen.
----------------------------------
Un post muy interesante. Si eres cristiano y practicante, este tipo de lecturas te gustarán mucho. Acompañar tu hogar con objetos cristianos para que te guarden y salven de lo malo es una práctica muy habitual entre los practicantes.
ResponderEliminar