Cuando me
preguntan si Dios existe respondo que no. Mi interlocutor se sorprende entonces
porque me sabe creyente. Me mira de soslayo
porque cree que le estoy gastando una broma o trato de
introducirle en un juego de palabras con pretensiones de teología
barata. No es así, se lo digo sinceramente. No,
Dios no existe, insisto. Dios no existe como
existen las cosas, como existimos nosotros y como existe el mundo y el universo.
Dios no existe, Dios Es.
Debo
reconocer que empecé a tomarme la Biblia en serio cuando
descubrí, de repente, en Éxodo 3:14, la respuesta
que Dios da a Moisés cuando éste le
pregunta Su nombre. “Yo soy el que soy”. El
Creador fue veraz, claro y contundente, y no puso delante del guía de Israel
una paradoja o un enigma. “Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me
envió a vosotros”. En el momento en que leí con atención
aquellas líneas me cayó un velo de los ojos.
Dicen quienes consideran la religión superchería que
la Biblia no es más que una colección de textos primitivos pergeñados
por rudimentarios pastores de ganado en un tiempo remoto. Pues
quien escribió esos versículos sabía muy bien lo que estaba escribiendo y era
plenamente consciente de lo que decía: se anticipaba en
por lo menos tres mil años a los
filósofos de la actualidad que han llegado a darse cuenta –¡por fin!—de
que el problema fundamental de la existencia
humana no es la pregunta de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos
sino otra muy distinta y anterior: por qué hay algo en lugar de no haber nada.
Dios no existe como existen las cosas, como existimos nosotros y como existe el mundo y el universo. Dios no existe, Dios Es.
Hasta el
momento de aquel descubrimiento –a buenas horas para alguien que se precia de
ser lector voraz—yo recurría más a menudo a los Upanishads y
los Vedas indios que a la Santa
Biblia en busca de inspiración, esclarecimiento y
meditación. Me constaba, como a tantos otros buscadores, que los
sabios ancestrales de los bosques del subcontinente indio habían
hecho un esfuerzo titánico por comprender y expresar
la trascendencia de la vida sin antecedentes en la humanidad civilizada. Pero
no sospechaba que el Dios del Éxodo se expresara con conceptos
semejantes a los del Dios al que se hace referencia en los antiguos textos
indios. Yo soy el Ser, Yo soy el que soy porque soy
el único que es; lo que existe es mi creación pero yo
resido fuera de los avatares del existir y no hay quien
pueda existir verdaderamente sin mi ser. Yo, el que soy, origen y final de todo
lo existente, soy más que la existencia, soy el mero ser, el
ser en el que los hijos de mi creación pueden llegar a ser y así cumplir la
realización del Ser: a mi imagen y semejanza. Mezclo
aquí el tono y el discurso veterotestamentario y el upanishádico para poner de
relieve lo que deseo destacar, y que me perdonen los estudiosos y verdaderos
expertos de uno y otro texto.
La
cuestión del ser y el existir no es un
problema reservado a los filósofos o a quienes gustan de la reflexión detenida.
Es fundamental para cualquier persona que desee ver más allá de las
apariencias, porque lo esencial se esconde siempre a la simple
vista y porque sin llegar a sospechar lo que puede
significar ser se está lejos de comprender el tremendo alcance del “a
imagen y semejanza” según el que fuimos creados y la
descomunal responsabilidad que ello implica. Que ello no es una cuestión baladí
nos lo muestra que precisamente esa manifestación divina como El
que Soy figura precisamente en el
primer libro de la Biblia y en el momento fundacional de la epopeya del pueblo
elegido (vaya con los rudimentarios pastores que escribían
leyendas absurdas entre cabra y cabra).
Que Dios
es en lugar de “limitarse” a existir es una magnífica
noticia. Ello impide que sea capturado por la
conceptualización de la mente humana –“Si lo comprendes no es Dios”,
San Agustín—y por lo tanto convertido en… un ídolo. Dios es
y no puede ser reducido a una idea, a una
imagen, a un concepto; incluso aceptando los atributos que se le adjudican para
aproximarse a su Ser –padre, madre, creador, fuente de vida, torrente de
misericordia—hay que convenir que se trata de muletas auxiliares de cierto
nivel de comprensión. Pero ese Dios que es no es un “Deus absconditus”, no
es un Dios que se esconde, y tampoco un Dios de los
filósofos que hay que descubrir mediante la argumentación reflexiva. Dios
es el ser, no una idea. No, Dios es un Dios que siendo el
único que verdaderamente es es un ser personal que se
deja interpelar por un tipo de dudosa catadura, un pastor
de ovejas refugiado en una tribu que hubo de salir pitando de Egipto y de su
aristocrática familia adoptiva porque en un ataque de ira se echó al cuello de
un esbirro cruel y se lo cargó in situ
y al instante.
Dios es el ser, no una idea. No, Dios es un Dios que siendo el único que verdaderamente es es un ser personal que se deja interpelar por un tipo de dudosa catadura,
Hay
más: imagínese el lector que usted o yo nos encontramos nada
menos que frente a frente con Dios y este nos encarga que
realicemos una misión. No quiero ni pensar el asombro aterrorizado,
temblor de piernas incluido, o el arrobamiento emocionado que de un modo u otro
nos podrían asaltar. Sin embargo, Moisés no se anda
con chiquitas: al recibir el encargo divino no se le ocurre otra cosa que decir
algo así como “sí bueno, bueno, Dios, eso está muy bien y lo
voy a hacer, por supuesto, pero cuando descienda del monte y me encuentre
frente a mi gente, a ver con qué autoridad les insto a cumplir lo que mandas.
Porque tú estarás aquí en lo alto del monte y no se te puede ver sin perecer, y
en cambio yo soy el que va a tener que dar la cara allá abajo”. Cuando
comento este pasaje con alguien le hago ver que hay
que tener mucho valor para discutir con Dios y mucho más
cuando uno es tartamudo como lo era Moisés. Y Dios no le fulmina con un rayo ni
le niega la respuesta: Yo soy el que soy, Yo soy. Fin de la
discusión. Hay algo en ese episodio que me resulta enternecedor,
Dios todopoderoso frente a frente con un tipejo tartaja al
que elige para llevar al pueblo elegido a su destino, y va y se encuentra con
que en lugar de echarse a temblar arrebatado por el singular suceso, se le
encara y le pregunta su nombre porque si no a ver cómo se va a explicar ante la
gente. Es precisamente en esa rendija de familiaridad, no exenta de
ironía y de cierto humor denotado por lo peculiar de la
situación, donde se me revela la verdad de la no existencia de Dios sino de su
Ser y de la verdad de ese Ser.
Sí,
ya sé que tal como piensan algunos investigadores es probable que Moisés no
escribiera el libro del Éxodo. Sí, ya sé que el género
literario al que ese texto pertenece se expresa en términos épicos y
legendarios. Pero también sé, como escritor que soy, que la
mejor manera de contar una verdad es hacerlo relatando una mentira.
Y el autor del Éxodo sabía lo que escribía, sabía lo que se decía y
supo cómo poner negro sobre blanco algo fundamental e imprescindible para que
pudiera ser revelada la verdad que
pretendía comunicar.
Dios no existe, existen los ídolos. Al racionalista que
nos pide pruebas de la existencia de Dios podemos mostrarle la escasa
fiabilidad de alguien o algo que pudiera ser probado. Si existe
puede dejar de hacerlo; si es un ser existente puede mentir,
porque mentir es, como refiere Nietzsche, la
característica sine qua non de la mente razonante (“Sobre verdad y mentira en
sentido extramoral”). La fe no es por tanto absurda sino un
acto supremo de razón que toma en consideración muy
seriamente el calibre del asunto del que se está
tratando.
Dios no existe sino que es, y va y se lo dice a la cara a un pastor
fugitivo de la justicia que ha asesinado a un tipo, un sujeto tartamudo pero lo
bastante descarado como para discutir con el ser supremo. Menuda
teofanía, qué enorme vértigo suscita este relato y
qué revelación incomparable. Es el
sabor de la verdadera libertad, es decir, el atisbo de lo que
los indios llamaron la realización del Ser y nosotros, salvación. Dios
no existe, afortunadamente, y él mismo nos lo dice personalmente.
Aleluya.
Cual es la intención del autor con este texto
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