Una enfermedad me ha acompañado. Silenciosa, rumiante, clandestina. Se fue robando una parte de mis alegrías y puso una oscura melancolía en mis entrañas. He tenido depresión, no lo sabía. Llevo años en terapias y le di mayor importancia a otros asuntos, necesarios también. Pues, resulta que ahí estaba, transparentando mis pupilas y pensamientos. ¿Y dios? Pues, él, bien: celestial, poderoso, obnubilado por los rituales y los dogmas. A mi puerta no asomó su olfato para darme respuesta a esto. La palabra la tuvo una psicóloga y un psiquiatra. Y la Palabra se hizo terapia y pastilla. Y la terapia y la pastilla habitaron entre mis cotidianidades.
Es todo lo que hay, me dije hace un año: “No habrá intervenciones divinas ni curaciones milagrosas. No vendrás en mi ayuda ni en la de nadie, no abrirás la puerta aunque te toque con la más grande angustia en una crisis ansiosa o depresiva, no contestarás aunque te llame con el grito más hondo y el último aliento de mi vida. No aliviarás mi carga ni la harás suave y llevadera, porque ya no creo que me ayudes sino que es mi responsabilidad cargarla. Es todo lo que hay. Para sentir tal alivio hay que creer que alguien vendrá o vino de Cirineo. Porque la creencia en el mito hace que el ritual sea efectivo, de lo contrario, no hay eficacia simbólica. Así, los evangelios también develan esto que Lévi-Strauss analizó: ‘Y no pudo hacer allí ningún milagro, aparte de curar a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se quedó sorprendido de su falta de fe’ (Mc 6, 5-6). Quizá para ver hay que estar condicionados, tener los lentes de esa certeza, creer fielmente que lo que se espera es real”. Es parte de una oración hecha carta que escribí hace unos meses.
Que nadie se atreva a decretar sanidad sobre mi vida ni sobre la de René, ni sobre nadie que padezca enfermedades de orden mental, que mis hermanos y hermanas no consideren falta de fe ni lejanía con el dios de los cielos y la tierra. La sanación más preciosa ha venido del amor de mi familia, de un par de amigas, de mi terapeuta –que leerá esto con una sonrisa de sobradez y orgullo-, del compartir con los otros y otras. De un “ve a terapia”, de un “no tengas miedo”, de un “somos más que nuestros pesares”, de un “vive, Lau”, de un “no estás sola”. Y las palabras se hicieron amor y el amor inunda mi vida.
Hay tantos Renés a nuestro alrededor, no pocas personas hemos sentido lo que él nos canta. En nuestras comunidades de fe abundan. Les dicen que tengan fe, que es fruto del pecado, que hay que echarle ganas, que dios le va a sanar, que no tienen razones para estar así. “El estrés es falta de tres”, decía un predicador carismático. Cuánta angustia produce tener culpa por enfermarse. Ante todo esto, nada como una compañía amorosa, aunque silenciosa; nada como un “voy a orar por ti”, sin ínfulas de superioridad moral. Nada como un arrullo sanador: “Cabeza, rodilla, muslos y cadera. Cabeza, rodilla, muslos y cadera”.
La sanación más preciosa ha venido del amor de mi familia, de un par de amigas, de mi terapeuta –que leerá esto con una sonrisa de sobradez y orgullo-, del compartir con los otros y otras. De un “ve a terapia”, de un “no tengas miedo”, de un “somos más que nuestros pesares”, de un “vive, Lau”, de un “no estás sola”. Y las palabras se hicieron amor y el amor inunda mi vida.A veces, “quiero volver a cuando mis ventanas eran de sol y me despertaba el calor”, a la vida cultual y a la certeza inamovible de lo que se espera. A veces, “quiero decirles que quiero volver”, que quiero enseñar la sana doctrina –incluso, aunque esta no me haya sanado-, que quiero cantar unas mil misas más para sentirme buena, cumpliendo y, sobre todo, para sentir bienestar. Pero ya no soy eso, por más que me cause nostalgia. No cupe en el molde. Y no quiero sacar provecho de dios, no quiero premios ni recompensas para aplacar mi culpa. Yo solo quiero que dios exista y esté a mi lado.
Sé que muchas personas se han identificado y conmovido por la letra del nuevo tema de Residente, ‘René’. No es novedad. Este sistema nos deprime, nos provoca ansiedad, pánico, angustia, nos enajena. Y me gusta que se hable públicamente del tema, pero me da temor lo que causa dentro de nuestras iglesias, los lugares comunes para juzgar la enfermedad de la otra persona. Más aún, me genera interrogantes sobre la salud de este hombre, ¿estará bien?, ¿dirá cómo lo ha ido superando?, ¿su madre franciscana le ha dado de beber de la fe que libera?, ¿cómo salir de allí?, ¿encontró brazos extendidos y compañías luminosas? Esto es más necesario que la sensibilización misma.
nada como un “voy a orar por ti”, sin ínfulas de superioridad moralMientras tanto, yo sigo encontrando este rabo de nube a la que me aferro, nuevas ritualidades de lo divino, una forma distinta de entender la fe, no como certeza sino como apuesta. ¿Quién es dios para mí? Es mi madre y mi hermana, y sus dos retoños y mi cuñado, y mis abuelas, mis tíos, y mi papá. Dios es ese ramo de amigas que me cuidan y me aman. Dios es esas mujeres que les ha pasado de todo y siguen creyendo, quizá en una forma muy parecidas a la que yo creí: conservadora. Dios es una comida deliciosa que saboreo con gran deleite. Y es mi ciudad y sus playas. Dios está en todo y en todos y todas. Quizá por eso, no vale la pena orar tanto ni creer tanto, tampoco esperar tanto, sino amar. Y en el amor, contemplar lo amado.
Quizá, solo quizá, dios pudiera ver estas letras como un grano de mostaza, como una forma de rezar, creer, esperar y amar. Quizá, amando es como ocurre el milagro.
Publicado originalmente en TeoUnder (https://teounder.com/)
Reproducido con permiso.
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Laura Martínez Salcedo nació en Cartagena, Colombia. Es trabajadora social, egresada de la Universidad de Cartagena y máster en Antropología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.
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