Para la primera parte:
https://www.pensamientoprotestante.com/2021/09/nuevos-dogmas-o-nuevas-herejia-i-por.html
Corría el año 1987. Un empleado de redacción de cierta
revista denominacional de aquel entonces fue despedido sin contemplaciones por
quienes la dirigían. La razón fue un artículo que había publicado acerca del
Pentateuco, en el cual se mostraba partidario de la llamada Hipótesis
Documentaria o Hipótesis Documental, que básicamente enseña una composición tardía
de los cinco primeros libros de la Biblia a base de cuatro documentos
literarios —los famosos JEPD (1)— redactados en diferentes épocas y por
hagiógrafos anónimos para nosotros. Otro empleado justificó aquel despido de su
compañero alegando que era inconcebible negar la autoría mosaica del
Pentateuco. En su denominación era prácticamente un dogma de fe enseñar que
Moisés había escrito los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, de modo
que afirmar lo contrario incurría en dura sanción.
Esta lamentable historia, que ya en su momento nos
causó una desagradable sorpresa, nos sirve hoy para introducir el asunto de las
autorías de los libros de la Biblia, tema por demás controvertido y que, en
ciertos sectores fundamentalistas evangélicos, ha alcanzado el rango de “status
confessionis” (2), con las consecuencias que de ello se pueden derivar.
Vaya por delante que la Biblia, tal como hoy la
leemos, ignora la mayoría de las autorías de sus libros constituyentes. Son muy
pocos los escritos bíblicos que indican con cierta precisión quién los ha
escrito (3), pues conceptos tales como “autoría” o “propiedad intelectual”, tan
propios de nuestros días, eran completamente desconocidos en aquellas épocas
lejanas (4). En lo referente al Antiguo Testamento protocanónico de 39 libros,
tal como lo encontramos en las versiones protestantes y evangélicas de las
Escrituras, hay que esperar casi a nuestra era cristiana para que los judíos
les atribuyan de manera definitiva nombres concretos como autores, y no
precisamente con criterios literarios o lingüísticos de peso, sino por
cuestiones más bien teológicas (5), creándose así una tradición que ha llegado
hasta el día de hoy. Las autorías de los 27 escritos que componen el Nuevo
Testamento dependen también de ciertas tradiciones que muy pronto adquirieron
carta de naturaleza en el seno de la Iglesia cristiana y han perdurado hasta el
presente.
Por ello, y en aras de una honestidad intelectual que,
creemos, debe permear y colorear cuanto se diga en relación con este asunto,
señalamos a continuación dos hechos fundamentales que no pueden ser negados.
El primero es que la cuestión de las autorías de los
libros bíblicos nunca ha constituido un dogma inamovible, ni mucho menos una
“prueba de fe”. No lo ha sido para el judaísmo en relación con el Antiguo
Testamento, ni tampoco para la Iglesia cristiana en lo referente al conjunto de
las Sagradas Escrituras. Ni los Padres ni los Concilios Ecuménicos de los
primeros siglos lo entendieron de este modo, y desde luego, no consta en ninguno
de los credos históricos. Pese a que, hasta el advenimiento de los estudios
críticos sobre la Biblia a partir de los siglos XVIII y XIX, la Iglesia
universal aceptó, sin cuestionarlas demasiado, las tradiciones judeocristianas
que atribuían los escritos de la Biblia a ciertos autores concretos, jamás se
hizo de ello un motivo para calibrar o evaluar la fe de nadie. Ni siquiera los
Reformadores, que en este sentido aceptaban también la opinión común de su
época sobre este tema, vieron en ello un asunto sobre el que se debieran
pronunciar de manera dogmática (6), por lo que ninguna de las confesiones de
las iglesias del protestantismo histórico ha hecho gala de intransigencia en lo
referente a esta cuestión. Quienes hoy, por tanto, en las filas evangélicas
fundamentalistas y ultraconservadoras, elevan este asunto a la categoría de
“conditio sine qua non” para la acreditación de un ministro de culto o para el
reconocimiento de un cristiano genuino, cometen un craso error. No tienen
refrendo alguno en la historia del cristianismo para apoyar postura tan
drástica.
El segundo es que el avance de las ciencias bíblicas
desde los siglos XVIII y XIX nos ha ayudado a comprender bastantes cosas acerca
de la composición de los escritos bíblicos tal como hoy los leemos, de manera
que nuestra percepción sobre el tema no puede contentarse con repetir
postulados tradicionales sin cuestionarlos. No solo ha esclarecido en muchas
ocasiones las diferentes tradiciones, orales o escritas, y los documentos
independientes que subyacen a los libros de la Escritura en sus versiones
definitivas, o a bloques temáticos completos (7), sino que nos ha evidenciado
la existencia de escuelas teológicas responsables de la recopilación y
redacción definitiva de algunos escritos muy destacados de ambos Testamentos
(8). Cierto es que ello no ha resultado siempre incompatible con las
tradiciones judeocristianas sobre los autores sagrados; más bien las ha
confirmado en casos muy concretos, aunque con las precauciones propias que
impone el conocimiento de los medios vitales en que vieron la luz (9). Por
decirlo en pocas palabras, el estudio crítico de la composición de la Biblia,
lejos de “destruir la fe” de los creyentes al colocar sobre el tapete un
horizonte muy distinto del de las autorías tradicionales (10), lo que hace es
reafirmar la admiración que suscitan las Sagradas Escrituras en diversos
ámbitos del conocimiento y la investigación, pues no solo despliega ante
nuestros ojos una selección de la literatura antigua más bella, más colorista, más
vitalista incluso que ha gestado la humanidad, sino un conjunto de escritos que
contienen el mensaje más extraordinario jamás transmitido a nuestra gran
familia, la Historia de la Salvación.
La Biblia se nos ha entregado como un gran don, como
un regalo de la Gracia de Dios que hemos de agradecer, valorar y disfrutar, y
en la medida de lo posible, compartir con los demás. Finalmente, lo que ella
es, lo que ella significa para la Iglesia universal de Cristo no depende en
absoluto de quiénes hayan sido sus autores humanos, conocidos o desconocidos,
sino de su contenido inspirado e inspirador.
Si profesamos en verdad que es la palabra de Dios
revelada a los hombres, no hagamos de sus autores humanos una absurda piedra de
tropiezo.
SOLI DEO GLORIA
Notas
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- Vale
decir, documentos yahvista, elohísta, sacerdotal y deuteronomista, por sus
siglas en alemán. Esta hipótesis fue definitivamente formulada por Graf y
Wellhausen, dos importantes exegetas germánicos del siglo XIX.
- Más
de una vez hemos tenido la oportunidad de escuchar vehementes
predicaciones en las que se cuestionaba hasta la conversión y la fe de
quienes osaban poner en duda las autorías tradicionales de los libros de
la Biblia.
- El
simple hecho de colocar un nombre propio para designar un escrito no
garantiza que sea esa su autoría. Pensemos, por ejemplo, en los hoy
llamados 1 y 2 Samuel (hasta hace no mucho mejor conocidos como 1 y 2
Reyes o Reinos), cuya redacción difícilmente podría atribuirse al profeta
de este nombre, ya que muere en mitad de la trama del primero de los dos
volúmenes.
- En
realidad, tales conceptos comienzan su andadura con el Renacimiento
europeo.
- Por
ejemplo, la idea de que ningún libro debiera aceptarse en el canon si no
procedía de la pluma de un profeta. De ahí la atribución a Moisés del
Pentateuco y de Job, o de los libros de Jueces y Rut a Samuel, o de 1 y 2
Reyes a Jeremías, además de las Lamentaciones, etc.
- No
hay más que ver las diferentes opiniones que vertían acerca de escritos
bíblicos de autoría controvertida, como es el caso de la Epístola a los
Hebreos: mientras para Calvino era una carta indudablemente paulina al
mismo título que Romanos o 1 Corintios, para Lutero era obra de la pluma
de Apolos, el gran discípulo mencionado en Hechos de los Apóstoles y
alguna epístola del Apóstol de los Gentiles.
- El
propio Pentateuco, sin ir más lejos, incluso sin tener que echar mano de
la Hipótesis Documentaria clásica de Graf y Wellhausen.
- En
el Antiguo Testamento es un ejemplo claro el libro de Isaías en sus tres
grandes divisiones: Proto- (1-39), Déutero- (40-55) y Trito-Isaías
(56-66). En el Nuevo, los escritos paulinos y deuteropaulinos, así como el
bloque compuesto por los escritos johánicos.
- Así,
los libros proféticos del Antiguo Testamento, en su mayor parte, reflejan
muy bien la personalidad de los profetas-autores. Ello no obsta para que
su redacción definitiva, tal como hoy aparecen en nuestras versiones
bíblicas, fuera obra, no de ellos mismos, sino de sus discípulos. Lo mismo
puede decirse de las epístolas apostólicas del Nuevo Testamento.
- Aún
recordamos la sorprendente pregunta de un joven evangélico, educado en un
fundamentalismo de lo más rancio, quien, al escuchar acerca de la
imposibilidad de que el Moisés histórico hubiera sido el autor real del
Pentateuco que hoy leemos en nuestras biblias, planteó con agresividad mal
disimulada si entonces era posible seguir creyendo en la inspiración de
esos cinco libros.
Juan María Tellería es Licenciado en Filología Clásica y en Filología Española. Diplomado en Teología por el Seminario Bautista de Alcobendas (Madrid), Licenciado en Sagrada Teología y Magíster en Teología dogmática por el CEIBI. Profesor y Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Es presbítero ordenado y Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE).
Me parecen acertados los dos artículos. Verdaderamente, ni existía, ni existe necesidad alguna de que cada libro bíblico presente orgullosamente un padre. Para los fundamentalistas ha debido ser muy duro que Hebreos sea un huérfano.
ResponderEliminarAparte de esto, lo que me parece criticable es que algún escritor niegue lo válido de algún pasaje, especialmente histórico, al compararlo con descubrimientos científicos. ¿No pueden estar equivocadas las afirmaciones de éstos?