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Evangelio, cultura y misión 2.ª parte. Por Alfonso Ropero



El presente estudio que trata de la relación del evangelio, la cultura y la misión va a ser publicado en tres partes. Compuesto por siete puntos, la primera de las partes consta de los cuatro primeros; la segunda únicamente del quinto al ser el más extenso; y la última del sexto y el séptimo. 

Para leer la primera parte  https://www.pensamientoprotestante.com/2021/01/evangelio-cultura-y-mision-1-parte-por.html


1. Actualidad de Pablo

2. Profetas, sabios y escribas en el Reino de Dios

3. La Gran Comisión: Universalidad geográfica, étnica y cultural

4. Desarrollo doctrinal en el Nuevo Testamento

5. Pablo en Atenas: Primer encuentro entre la fe y la razón

6. La filosofía en busca de la fe

7. Evangelio, cultura y misión


5. Pablo en Atenas: Primer encuentro entre la fe y la razón

Volvamos a Pablo donde le dejamos, en Atenas. Para algunos su estancia en la capital de la filosofía fue un fracaso, rechazo total de su mensaje y ninguna comunidad cristiana formada en la ciudad. Es más, piensan que fue después de esta amarga experiencia que escribió a los corintios: «No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo. Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos» (1 Cor 1:17-19).

 

Hay que notar que Pablo llegó a Atenas desde Berea, donde quedó solo. Pidió que Silas y Timoteo viniesen a él lo más pronto que pudiesen (Hch 17:15). Evidentemente el apóstol no tenía mucha intención de permanecer en Atenas, ni de misionarla; quería llegar a Corinto, la capital política, pero mientras esperaba «su espíritu se enardeció viendo la ciudad entregada a la idolatría» (v. 16). O sea, que su primera reacción es de rechazo: «estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos» (v. 16).



Por esta indicación percibimos lo que podría ser una primera tentación al misionar otras culturas: la indignación frente a todo aquello que es contrario al Evangelio, y a hacer de este una denuncia del error y la malicia del pueblo, su cultura y sus tradiciones; tentación que busca desarmar al cristiano, transformando en acusador a quien es misionero de salvación por excelencia. «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3:17). La misión cristiana exige ante todo lucidez respecto al mundo al que va a anunciar el Evangelio, y valor, confianza, parresía, en el anuncio.

 

Mientras esperaba a sus colaboradores, Pablo dividió su tiempo en dos actividades, la primera, como es su costumbre, se dirige a la sinagoga, con aquellos que adoran al mismo Dios, entre los que su predicación puede apoyarse en un punto común: la fe en un Dios único y en su palabra revelada en las Escrituras (v. 16). Pero, al mismo tiempo, sin que se nos diga qué resultado tuvo entre sus compatriotas, se dirige al ágora, a la plaza, donde bulle la vida, el mercado de productos y de ideas corre de un lado para otro, donde la gente ociosa acude a la sombra de sus soportales a intercambiar impresiones, como todavía se hace un muchas plazas mediterráneas. Entonces, mientras Pablo hablaba con unos y otros, aparecen unos filósofos epicúreos y estoicos que salen al encuentro del apóstol. Es digno de notar, que este mismo proceder se repite en la ulterior relación de la filosofía con la fe. Aunque no comprenden el mensaje de Pablo, le invitan al Areópago, para exponer su tema con más detenimiento. El misionero cristiano no pretendía buscar la filosofía, pero esta ha topado con él y le invita o le fuerza a que presente sus credenciales. La filosofía, por naturaleza de oficio, “quiere saber”, tiene pasión investigadora. Es algo que la honra frente a los soberbios que desprecian cuanto ignoran.

 

En una primera impresión, los filósofos epicúreos y estoicos le tomaron por un «charlatán» o un «vendedor ambulante de divinidades extranjeras», ya que el anuncio de Jesús y la resurrección, fue entendido por ellos como los nombres de una pareja divina: un dios Sanador y su consorte la Restauradora. En griego resurrección se dice anastasis, que ellos debieron tomar por Anastasia, la que tiene poder de restaurar o resucitar.  

 

El misionero cristiano no pretendía buscar la filosofía, pero esta ha topado con él y le invita o le fuerza a que presente sus credenciales. La filosofía, por naturaleza de oficio, “quiere saber”, tiene pasión investigadora. Es algo que la honra frente a los soberbios que desprecian cuanto ignoran.

 

Estos sorprendidos filósofos quisieron saber sobre la nueva enseñanza predicada por Pablo, «pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto» (v. 20). El autor añade una aclaración, a modo de reproche: «Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo» (v. 21). Sea por curiosidad o por desprecio, el caso es que ofrecieron al apóstol una oportunidad de oro: exponer a las autoridades reunidas en el areópago el mensaje de Cristo.

 

Pablo aprovecha la ocasión que se le presenta, aunque no se engaña respecto a las disposiciones de sus oyentes. Los atenienses no buscan la verdad, solo la novedad. Pero no se desanima, aunque podría hacerlo, ¿no es pérdida de tiempo hablar a un pueblo con tales disposiciones?

 

Hasta aquí Pablo se había enfrentado a judíos y judaizantes, a magos y falsos profetas, a quienes les unía una cosmovisión muy parecida, ahora le toca enfrentarse a la filosofía, cuyo modo de proceder y discurrir eran algo totalmente nuevo para el apóstol. Allí, en el areópago de Atenas, entraban en contacto por primera vez el Evangelio y la Cultura, la Fe y la Razón.

La indignación primera ha pasado al asombro, y el asombro a la deliberación. El menaje a los atenienses es el más largo que registra Lucas. Ciertamente, algo nuevo estaba teniendo lugar allí. Algo transcendental que servirá de guía y norte en las misiones a otras culturas. 

 

 

 

Hasta aquí Pablo se había enfrentado a judíos y judaizantes, a magos y falsos profetas, a quienes les unía una cosmovisión muy parecida, ahora le toca enfrentarse a la filosofía, cuyo modo de proceder y discurrir eran algo totalmente nuevo para el apóstol.

 

En la introducción, Pablo busca un punto de apoyo compartido por todos, por orador y auditorio. Desde el principio deja claro que el Dios a quien él predica no es una divinidad más, sino el Dios a quien los atenienses han estado adorando desde siempre sin saberlo, de lo que da testimonio un monumento entre otros muchos, un altar salido de las manos de un artesano griego con la siguiente inscripción: «Al Dios desconocido». En sí mismo, solo significa el reconocimiento de la existencia una hipotética divinidad ignorada por los griegos, a la que no quisieran ofender negándole su reconocimiento. Es probable que al edificar este altar, obedecieran a un temor supersticioso de haber olvidado algunos dioses (de hecho, la inscripción estaba en plural). Pablo hace su propia lectura de esta inscripción la convierte en el punto de partida y conexión con su auditorio.

 

Vemos, pues, que, desde el principio de la misión cristiana, existen puntos de contacto entre el creyente y el no creyente. Y hay más. El estado de ánimo de Pablo al comienzo de su estancia en la ciudad era de indignación interna. La visión de la idolatría ateniense le sublevaba tanto como a nosotros nos puede sublevar la miseria de los niños abandonados en la calle. Se calcula que en Atenas había entre 10 y 30 000 imágenes de los dioses. Petronio, escritor romano contemporáneo de Pablo y autor del Satyricon, dijo que en Atenas era más fácil encontrar un dios que un hombre. Atenas confrontó a Pablo con su idolatría, como la sociedad postmoderna nos puede confrontar a nosotros con sus negaciones y relativismos.

 

A Pablo no le llamó la atención la nobleza de la ciudad, su arte, su cultura, sus academias, sino su idolatría. Es lo más que podía impactar a una persona educada en el monoteísmo. Fue una conmoción muy fuerte para él. Pero no se quedó así, con esa impresión negativa, sino que supo dejarse enseñar por la ciudad antes de enseñarle él a ella. De todo aquel marasmo de imágenes y estatuas reparó en la inscripción que mencionamos: «Al Dios desconocido», y la creyó muy apropiada para comenzar su mensaje. Era inútil hacerlo con el texto de una Escritura que para los griegos no decía nada, pero, ante esta inscripción, tenían que reconocer que era su misma sabiduría la que les hablaba.

 

Hay quien se cierra a cualquier diálogo posible con el mundo postmoderno, secularizado y ajeno a la vida espiritual, y exige la confrontación directa del mensaje evangélico, afirmando que el mundo, por su pecado, está muerto a la realidad divina y no puede captar su verdad a menos que primero sea regenerado mediante la fe la en el mensaje salvador de Cristo. Pero aquí se confunden dos planos bien distintos: salvación y proclamación de la salvación. Ciertamente, la primera es una obra divina realizada en el corazón por el Espíritu Santo mediante la predicación del Evangelio (Ro 10:17). La proclamación, sin embargo, sigue cauces muy distintos, dependiendo del auditorio y las circunstancias; el mensaje es, por otra parte, siempre el mismo: «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Ro 10:9).

 

Era inútil hacerlo con el texto de una Escritura que para los griegos no decía nada, pero, ante esta inscripción, tenían que reconocer que era su misma sabiduría la que les hablaba.

 

Con los judíos que habitaban en Macedonia, como los que habitaban en Asia Menor o en el mismo corazón de Tierra Santa, san Pablo tenía claro lo que tenía que hacer: mostrarles mediante la Escritura que Jesús era el Mesías prometido (cf. Hch 17:3). Pero este patrón cambia cuando el mismo Espíritu de Dios le impide que una y otra vez que predique la palabra Asia, Bitinia o Misia, hasta que «se le mostró a Pablo una visión de noche: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: Pasa a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16:7-9). 

 

 

Macedonia era la patria de Alejandro Magno, foco del helenismo que se extendió por todo el mundo. Pablo no la contemplaba en sus planes misioneros, pero la intención divina era distinta. El Evangelio tenía que penetrar en Grecia, portadora de una cosmovisión totalmente diferente de la hebrea, en la que Pablo había sido educado, al igual que la primera generación de los discípulos de Cristo. Era un terreno nuevo, por eso Pablo, buscó, en tierra extraña, los rostros familiares de sus hermanos en la diáspora, con sus oraciones y Escrituras comunes. Avanzó por Macedonia de sinagoga en sinagoga; Filipos, Tesalónica, Berea y la misma Atenas: «Mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos» (Hch 17:17). A continuación, las circunstancias le desbordaron y, tomado de la mano por los filósofos, se encontró frente a frente con las autoridades políticas y culturales de la ciudad, ante las que proclamó un mensaje muy distinto al patrón de los seguidos en el contexto de la cultura judía. Para empezar, no cita ni una sola vez las Escrituras, sino una escritura pagana inscrita en un altar pagano, su primer «punto de contacto» para misionar a aquella clase culta que le pedía razones de su fe.

 

Varios escritores antiguos confirman que había tales altares en Atenas. Uno de ellos, por ejemplo, cuenta cómo Epiménides de Creta (siglo VI a. C.) pudo contener una plaga en Atenas con la construcción de altares a dioses desconocidos. Es de notar que Pablo citó además un poema de este mismo Epiménides en su discurso: «Porque en él vivimos y nos movemos y somos», y Arato (310-240 a. C.), paisano suyo de Cilicia: «Porque linaje suyo somos» (Phainómena, v. 5). En total recurrió a cuatro o cinco puntos de contacto para legitimar su anuncio.

 

«Pasando y mirando vuestros santuarios, hallé» (Hch 17:21), Pablo hizo un cursillo de educación acelerada en su paseo a la ciudad, observando atentamente cualquier detalle que pudiera orientarle respeto a la intención y propósito de la mente de los ciudadanos de Atenas.  

 

Es evidente «que Pablo escuchó la voces de la ciudad y asimiló todo lo que le dijeron, porque su discurso en el areópago llegó a ser la declaración clásica de las verdades cristianas para la mente griega en palabras comprensibles para ella. Para poder hablar a la ciudad con efectividad, como lo hizo Pablo, es necesario escuchar primero las voces de la ciudad con tanto cuidado como lo hizo él. Tendremos que escuchar las voces diversas y confundidas de nuestro mundo postmoderno de hoy si queremos lograr una comunicación efectiva hacia él» (Alex MacDonald)[2].

 

Pablo hizo algo escandaloso para determinados fundamentalistas tan preocupados por la literalidad y pureza de la letra. Los poemas que cita se refieren a Zeus como ser supremo del panteísmo griego, que, aun en sus expresiones más nobles, distaba mucho del Dios de la revelación bíblica. Sin embargo, para él, decían verdad, y toda verdad es de Dios. La verdad, dirá después Tomás de Aquino, la diga quien la diga, procede el Espíritu Santo. Precisamente por eso, siguiendo el ejemplo de Pablo, debemos desarrollar la capacidad para reconocerla, darle la bienvenida y utilizarla, cualquiera que sea su procedencia. Para poder hacerlo, primero hay que aprender a escuchar, a leer entre líneas. Hay que alentar el espíritu de comprensión, y evitar la fácil tentación de ceder al escándalo y al espíritu de reprensión, agoreros del desastre más que profetas de la renovación de todas las cosas en Cristo.

 

Pablo hizo algo escandaloso para determinados fundamentalistas tan preocupados por la literalidad y pureza de la letra. Los poemas que cita se refieren a Zeus como ser supremo del panteísmo griego, que, aun en sus expresiones más nobles, distaba mucho del Dios de la revelación bíblica. Sin embargo, para él, decían verdad, y  toda verdad es de Dios.

 

Para comunicar el evangelio de manera efectiva a la ciudad y al mundo, no hay que fijarse en lo exterior y en los aspectos más débiles y negativos, comunes a toda la raza humana caída en el pecado, hay que aprender a escuchar y detectar esos gérmenes de verdad y de luz que, en última instancia, proceden del que es la Verdad y la Luz del mundo (cf. Jn 1:4,8).   

 

Se suele pensar en las sociedades del saber y la cultura como centros compactos de pensamiento, cerrados en su propio escepticismo y endiosados en sus propios logros. Pero raramente se detiene uno a pensar por qué ciertas sociedades hacen del escepticismo su morada vital. Quizá porque están cansados de vana palabrería, de mensajes mesiánicos que han llevado a muchos a la ruina, de pretendidos salvadores que han acarreado la condenación y ruina de muchos. Quizá el mundo postmoderno esté desesperanzado por la verdad y aunque le gustaría creer en la verdad, desconfía de las pretensiones absolutas, porque la experiencia le dice que la llamadas verdades absolutas, cuando afirmadas por el hombre, suelen ser muy relativas.

 

Esto no es una característica del llamado mundo postmoderno, secularista y descreído, es una constante en la historia de la humanidad y hunde sus raíces en la experiencia de las cosas. Todos recordamos la pregunta que hizo Pilato a Jesús: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18:38), cuando este le dijo: «Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz».

 

La única verdad que Pilato había aprendido en su carrera político-militar era la del poder, el dinero, la corrupción, el uso de la fuerza. El poder, el dinero, la fuerza, es lo inmediato, o se si tiene o no tiene, la verdad también es poderosa, mucho más poderosa, y también peligrosa cuando uno da su credibilidad a lo que luego resulta no ser verdad. Por eso la gente teme la verdad, y se vuelve cínica, desconfiada. Y sin embargo, necesita la verdad como la vida, como el aire que respira. Por eso hacen del escepticismo su verdad y su credo, porque no pueden vivir sin algo sólido, en lo que crean firmemente. Porque temen el engaño y la desilusión. O, simplemente, porque han sido educados en el relativismo cultural. La gente, como Pilato, se contenta con sus verdades parciales, particulares, aquello que les afecta personalmente. «Jesús no es un subversivo, esa es la verdad del asunto», se dice Pilato, lo demás no me importa. Si es rey de los judíos, el mesías o no, no le interesa, la basta con saber que no es peligroso para sus fines políticos.

 

Pero Pablo, que es un convencido del poder la verdad: «nada podemos contra la verdad, sino por la verdad» (2 Cor 13:8), hace de la ignorancia lúcida de atenienses su punto de partida para anunciar la verdad del Evangelio. «Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (v. 23), Pablo lleva a sus oyentes a una toma de conciencia con base a sus mismos presupuestos. Su panteón es insuficiente, su cosmovisión religiosa no es completa, admiten de buena la fe la existencia de un dios que ellos ignoran: «Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar». Las aspiraciones religiosas, aunque insuficientes, erradas o latentes, solo encuentran su sentido y su manifestación a la luz del Evangelio de Cristo.

 

 


Pero Pablo descubre más puntos de contacto con su auditorio. Dios «no habita en templos hechos por manos humanas» (Hch 17:24). El pensamiento grecorromano mediante la reflexión de sus poetas y los filósofos había llegado a la conclusión de que el verdadero templo, el más auténtico de todo, es el alma humana. Los estoicos, fieles a la enseñanza de Zenón, decían: «No hay que construir templos, pues ninguna obra de albañilería o de artesanía vale ante él».  Los platónicos estaban de acuerdo con esta afirmación, pero no creían que era necesario aceptar la supresión de los templos. Tanto en un caso como en otro la sociedad iba madurando para recibir la enseñanza cristiana sobre el Dios que no habita en templos de fábrica humana.

 

Después apela a los estoicos cuando dice: «Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación» (v. 26). Aunque el concepto del estoicismo sobre la providencia era ambiguo, identificándola con el orden racional del mundo y su necesidad, Pablo tiene ahí un punto de apoyo para abrir el corazón de sus oyentes. La pluralidad de los pueblos en la historia pertenece, también, al orden querido por Dios. La filosofía estoica, sabiduría de la razón, llevó a un progreso notable en la toma de conciencia sobre este punto. En el nivel de la filosofía, la discriminación tan fuertemente marcada entre los hombres libres y esclavos fue abolida. Hay un conjunto de verdades que la razón natural puede percibir y que el Evangelio confirma. Unidad de origen y también unidad de destino: «Para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros» (v. 27).

 

La divinidad no se encuentra lejos de cada uno de nosotros. Lo que Pablo pide es una reflexión que conduzca al hombre a interrogarse sobre el sentido de la existencia y a reencontrar su interioridad: «pues en ella (la divinidad) vivimos, nos movemos y existimos» (v. 28). El apóstol recurre, para ello, a la autoridad de un poeta pagano. «No puede ofrecerse una verdad a ningún hombre si algo en su propio interior no se prepara para ello y lo espera» (C. Tresmontant).

 

De ningún modo está cambiando el contenido de su mensaje, solo su presentación, su manera de apelar a su intelecto de modo que puedan aceptar las notas de credibilidad de la fe. Ponerles en el camino de la acogida de las verdades que se conocen únicamente por la revelación, pero que no viola la razón, sino que la libera. Dios tiene que trabajar en el alma del que escucha, y el predicador-misionero tiene que predisponer y preparar la inteligencia para comprender el contenido de la revelación.

 

De ningún modo está cambiando el contenido de su mensaje, solo su presentación, su manera de apelar a su intelecto de modo que puedan aceptar las notas de credibilidad de la fe.

 

Hasta este punto los oyentes atenienses podían estar de acuerdo en todo, pero de pronto, Pablo da a su discurso una nueva dirección, sorprendente, que, desde otro ángulo, lo sitúa en una nueva perspectiva, sin negar nada de lo que había sido dicho hasta ahí. La llamada al arrepentimiento y sobre todo el anuncio del juicio final y de la resurrección de los muertos no podía menos de suscitar en ellos la irritación y la burla.

 

Esta es, en efecto, la gran piedra de tropiezo: la mención de la resurrección ponía fin al discurso, ya que no había nada que más se opusiera a las ideas griegas. El Platón del Fedón quería probar la inmortalidad del alma, pero prescindiendo del cuerpo. «Una vez derramada en tierra la sangre negra de un ser humano, ningún encantador volvería a recogerla en las venas de donde brotó» (Agamenon, 1019-1021), enseñaba el dramaturgo griego Esquilo al pueblo reunido en los teatros. «Cuando el polvo ha bebido la sangre de un hombre, si ha muerto, ya no hay para él resurrección» (Euménides, 647-648). Las religiones de los misterios compartían esta creencia general: inmortal es solo el alma, el cuerpo es una cárcel que debe desaparecer. Platón, basado con antiguas tradiciones, defendía la doctrina de la reencarnación, tan popular en nuestros días.

 

Pablo ha procedido con suma cautela, tanto que ni ha mencionado el nombre de Jesús, se refiere a él como «aquel varón a quien designó» (Hch 17:31). Tal vez si lo hubiese nombrado sus oyentes habrían visto ahí el nombre de uno de los numerosos fundadores de sectas, anunciando una nueva doctrina después y al lado de tantas otras. No es que Pablo esconda este nombre, sino que va directamente a la acción de Dios que Él significa: «dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (v. 31).

 

La reacción fue inmediata: «Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: Sobre esto ya te oiremos otra vez» (v. 32). 

Nos pueden parecer descorteses, pero júzguese cada uno sobre su reacción al anuncio de cosas totalmente nuevas a su manera habitual de pensar. La verdad necesita tiempo y una preparación previa para abrirse paso en la selva de prejuicios, o lo que Francis Bacon llamaba los «ídolos del intelecto»[3]. «El intelecto humano, cuando se complace en una cosa (ya porque sea generalmente admitida y creída, o porque cause deleite), obliga a todas las otras cosas a ser confirmadas y estar de acuerdo con ella; y por más grande que sea la fuerza y el número de las pruebas en contrario, o bien no las observa, o las desprecia, o las quita de en medio y rechaza valiéndose de un distingo cualquiera y ello no sin grande y pernicioso perjuicio, con tal de que sus primeras conclusiones permanezcan invioladas»[4].

 

No tiene nada de extraño la resistencia que las tradiciones culturales oponen al Evangelio. Lo hacemos nosotros incluso como cristianos frente a nuevos grupos o movimientos eclesiales de renovación. No voy a citar ejemplos, para no abrir viejas heridas.

 

La conclusión del relato de Pablo en el Areópago es breve: «Así salió Pablo de en medio de ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos» (vv. 33-34).

Aquellos que ven con suspicacia la filosofía ven aquí confirmados sus prejuicios y hablan de un fracaso[5]

Ciertamente no fue un éxito brillante y espectacular. Pero no todo van a ser derramamientos del Espíritu Santo como en Pentecostés. En la misión cristiana hay que guardar distancia respecto al lenguaje del éxito, que no es adecuado cuando se trata de la expansión del Evangelio.

 

La fuerza de los prejuicios  y la oposición de una cultura distinta no deben convertirse en obstáculos insalvables, tampoco deben convertirse en elementos de contradicción que hagan replegarnos en lo negativo, si algo es el misionero cristiano es un predicador de buenas noticias de salvación, nunca un detective de los vicios y males de la sociedad, un policía moral más predispuesto a condenar que a regenerar.

 

Las sombras y la ignorancia de la cultura respecto a las verdades de la fe no anulan todas las cosas buenas que toda cultura tiene, aunque de momento no lo comprendamos. El respeto por la naturaleza, por los mayores, el cuidado de los niños, el sentido de comunidad, son valores susceptibles de ser fecundados por el Espíritu de Dios y elevados a su máxima potencia. Hagamos caso a la amonestación de san Pablo:

«Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil 4:8).

 

si algo es el misionero cristiano es un predicador de buenas noticias de salvación, nunca un detective de los vicios y males de la sociedad, un policía moral más predispuesto a condenar que a regenerar.

 

No estamos ante un problema de incomprensión intelectual o de lucha de culturas, sino de carácter y sentimientos, de actitudes.

Lo grave no es la diferencia de ideas o creencias, lo que mueve al mundo son las pasiones, las actitudes, el modelo de hombre y de sociedad acorde a ese modelo. Las justificaciones intelectuales vienen después. E.R. Dodds en su importante estudio Paganos y cristianos en una época de angustia subraya que las "discusiones doctrinales" son menos importantes que las "diferencias de mentalidad y de sentimientos". Y termina diciendo: «Los cristianos eran “miembros unos de otros”, y esto no era una simple fórmula. Efectivamente, esta fue la causa principal, quizá la única causa y la más fuerte, del progreso del cristianismo»[6]. «Si no hubiera existido eso, el mundo seguiría siendo pagano» (A.-J. Festugière).



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Notas


[1] Véase T.M. Moore, Culture Matters. A Call for Consensus on Christian Cultural Engagement.Brazos Press, Grand Rapids 2007.

[2] Alex MacDonald, Predicando en el Mundo Postmoderno. Tercera Parte: Pablo el Predicador. http://www.recursosteologicos.org/Documents/Alexmacd3.htm

[3] Los «ídolos» son, para Bacon, las tendencias del intelecto humano que dan lugar a los errores y a los prejuicios, y que ocultan, por tanto, el verdadero saber, de igual manera a como los ídolos entorpecen la visión del verdadero Dios. En una palabra, los «ídolos» son nociones e imágenes falsas que se apoderan de la mente y tienden siempre a reaparecer.

[4] Francis Bacon, Novum Organum, I, 49.

[5] «El resultado de Pablo entre los filósofos, es motivo para regocijarse, decir lo contrario es pecar de ingratitud contra Dios. ¡Ya quisiéramos hoy que la predicación en una universidad resultara en la conversión de uno de los catedráticos!» (Alex MacDonald).

[6] Paganos y cristianos en una época de angustia. Algunos aspectos de la experiencia religiosa desde Marco Aurelio a Constantino. Madrid 1975.





Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; Historia general del cristianismo (con John Fletcher); Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.




 

 

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