Coincidiendo con el final de las celebraciones de fin de año asociadas a la navidad y al meollo actual de esta celebración que, por lo menos sobre el papel, sigue siendo el milagro de la encarnación del Hijo de Dios en la persona de Jesús de Nazaret, es oportuno abordar el origen propiamente dicho de la navidad tal como se celebra en la actualidad y su conexión real o artificial, legítima o ilegítima con todos los aspectos propios de la doctrina de la encarnación desde el punto de vista histórico y teológico. Porque aquí también han hecho carrera las “teorías de conspiración” que ven en la actual celebración de la navidad no una celebración auténticamente cristiana, sino una conspiración e infiltración de los enemigos del cristianismo contraria al cristianismo auténtico y que lo que pretende, entonces, es atacarlo o desvirtuarlo. Así, en este tema encontramos, por una parte, a quienes celebran la navidad de manera acrítica e irreflexiva y consideran que todos los aspectos actuales de su celebración son cristianos, sin cuestionarlos de ningún modo y ni siquiera pensar mucho en ello, y por otro lado a los que podríamos llamar “puristas”, que descartan la navidad y condenan incluso a sus hermanos en la fe como ignorantes en el mejor de los casos al celebrarla de algún modo, bajo el argumento de que en realidad están celebrando una fiesta pagana. ¿Quién tiene la razón?
Sin entrar en los acaloramientos y consecuentes descalificaciones de ésta, hasta cierto punto, bizantina discusión, tendríamos que darles en principio la razón a los “puristas” cuando se detienen y enredan demasiado, con un celo digno de mejor causa, en el propósito de descartar e incluso condenar la celebración de Navidad por parte de un cristiano argumentando, por una parte, que es una fiesta originalmente pagana transculturizada por la iglesia para darle una significación cristiana o, en segundo término, que el nacimiento de Jesucristo no pudo darse por esta época, pues en rigor, ambas afirmaciones son esencialmente ciertas. Y al mismo tiempo, sin ignorarla o restarle importancia, debemos bajarle el tono a esta discusión para colocarla en su justo lugar y proporción debido al hecho ya establecido con suficiente solvencia de que, al margen de estas consideraciones, Jesucristo es verdaderamente un personaje de la historia que, como tal, nació, creció, murió y resucitó en este mundo, confirmando con sus enseñanzas y sus acciones −comenzando siempre por su nacimiento tal como se celebra en navidad− ser Quien dijo ser: Dios mismo hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación.
Por eso, en el propósito de no ignorar los hechos y aprovechando la conclusión de la temporada de fiestas y descanso de fines e inicios de año, entre las cuales sobresalen como referentes la navidad celebrada el 25 de diciembre y la llamada epifanía o fiesta de reyes del 6 de enero como los ejes en la celebración de estas festividades; vale la pena reflexionar sobre la significación de estas fiestas asociadas a motivos y contenidos cristianos cuyo origen histórico, como lo venimos señalando, es controvertido y discutido por los sectores más fundamentalistas del cristianismo evangélico en particular, basados ya sea en el origen pagano de estas festividades en el peor de los casos o, al menos, en su equivocada ubicación cronológica en el calendario.
En cuanto a lo primero, es innegable que el origen de la navidad se remonta a la celebración del solsticio de invierno, fecha de gran significación para muchos pueblos paganos de la antigüedad como los romanos, germanos y escandinavos, así como también para los aztecas e incas de la América precolombina. Entre los romanos –imperio bajo cuya hegemonía surgió el cristianismo− el solsticio de invierno daba lugar a dos festividades diferentes que giraban alrededor de él: el nacimiento del sol invicto en honor de Apolo, el dios del sol; y las saturnalias, en honor a Saturno. Así, amplios sectores de la iglesia antigua consideraron en su momento más conveniente y menos difícil que tratar de desarraigarlas infructuosamente, transculturizar estas festividades paganas de gran arraigo popular y, por tanto, muy difíciles de erradicar, confiriéndoles un significado cristiano al ubicar el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre conservando algunas de las prácticas propias de estas festividades como el cese de las actividades habituales y el intercambio de regalos. Posteriormente se incorporó a su celebración la costumbre de la decoración del árbol de navidad, procedente de la celebración del solsticio de invierno entre los germanos y escandinavos.
En lo concerniente a la figura de Santa Claus o Papá Noel, ésta tiene un origen complejo que se entrelaza con varias tradiciones, leyendas y figuras históricas que han evolucionado a lo largo de los siglos. Aunque hoy en día es conocida principalmente como una figura comercial y cultural asociada con la navidad, su origen es mucho más antiguo y se deriva de diversas fuentes, tanto históricas como folklóricas. El origen más importante y reconocido de la figura de Santa Claus proviene de San Nicolás de Mira, un obispo cristiano del siglo IV en Mira (actual Turquía). San Nicolás fue famoso por su generosidad, especialmente hacia los niños y los pobres. Hay varias leyendas que cuentan cómo ayudaba a las personas, siendo la más conocida la de las tres hijas de un hombre pobre, a quienes San Nicolás les arrojó bolsas de oro por la ventana de su casa para que pudieran casarse, evitando que su padre las vendiera.
Por esta generosidad, San Nicolás fue considerado el patrón de los niños y, con el tiempo, se desarrollaron tradiciones relacionadas con su festividad, el 6 de diciembre, cuando se celebraba su día. En muchos países europeos, especialmente en los Países Bajos y las zonas de habla alemana, se desarrolló la costumbre de que San Nicolás visitara las casas para llevar regalos a los niños que se han comportado bien. A lo largo de los siglos, la figura de San Nicolás fue adoptada y transformada por diferentes culturas. La versión moderna de Santa Claus tiene un origen principalmente en las tradiciones de los Países Bajos que llegaron a América con los colonos holandeses en el siglo XVII. En los Países Bajos, San Nicolás se conocía como Sinterklaas, un nombre que deriva del latín Sanctus Nicolaus. La figura de Sinterklaas era un hombre venerable con barba blanca que viajaba en un caballo blanco, acompañado de un ayudante.
En el siglo XVIII, los colonos holandeses en Nueva York (anteriormente llamada Nueva Ámsterdam) trajeron la tradición de Sinterklaas a América. A lo largo del tiempo, Sinterklaas fue adaptado a las costumbres estadounidenses y se transformó en el Santa Claus que conocemos hoy, un hombre alegre, regordete y de barba blanca que reparte regalos en la Navidad, imagen reforzada por la influencia de la literatura y el arte alrededor de este personaje. Además de San Nicolás y Sinterklaas, otras figuras folklóricas y tradiciones influyeron en la creación de la figura de Santa Claus. Se destaca entre ellas el Père Noël (Padre Navidad) de Francia y la tradición de los renos que tiene raíces en las leyendas nórdicas sobre el Trineo volador de la diosa Freyja, que conducía un carro tirado por gatos, una imagen que fue transformada en los renos que conocemos hoy. Así, la figura de Santa Claus es el resultado de una amalgama de leyendas medievales, influencias culturales europeas, literatura, arte y publicidad para personificar el espíritu de la Navidad que, a pesar de todo esto, se puede decir que remonta su origen, si se quiere, “cristiano”, a la figura del obispo Nicolás de Mira.
En cuanto a la ubicación cronológica de estos episodios de la historia sagrada en las fechas en que tradicionalmente se celebran, es también evidente que el nacimiento de Cristo no pudo darse en diciembre, época invernal en el hemisferio norte en que los pastores no apacentaban sus rebaños al aire libre como lo relata Lucas en el versículo 8 del capítulo 2 de su evangelio. Por eso, más allá de la determinación cronológica exacta del nacimiento de Cristo que no puede establecerse con absoluta seguridad, lo que sí es ciento por ciento seguro es que éste no tuvo lugar en diciembre, por lo que la celebración de la epifanía o fiesta de reyes doce días después, también carece de fundamento, si es que estos dos episodios tuvieron lugar uno detrás de otro con pocos días de diferencia, algo improbable dado que para la visita de los sabios o magos de oriente al niño Jesús, sus padres ya no se encontraban en el pesebre sino en una casa en Belén, según Mateo 2:11 y Herodes consideró que un rango de dos años, como también podemos leerlo en Mateo 2:16, era adecuado para asegurarse de dar muerte al niño Jesús, espacio de tiempo innecesariamente grande si su nacimiento hubiera tenido lugar algunos pocos días o meses antes.
Dado que todo lo anterior está establecido más allá de la duda razonable, la pregunta que surge es si este proceso de transculturización por el cual la iglesia decide asignar un significado cristiano a festividades paganas es algo conveniente a la luz de sus resultados o, por el contrario, es una traición al evangelio que debe combatirse y condenarse. Valga decir, como dato curioso, que entre todas las prácticas que Martín Lutero condenó por parte de la iglesia de Roma por ir en contra de la Biblia, la navidad no fue una de ellas. Y siendo Martín Lutero el principal referente de la Reforma Protestante, deberíamos tomar en consideración su postura al respecto, compartida en gran medida por otro reformador de su talla como lo fue Juan Calvino. En realidad, de los tres grandes reformadores del protestantismo: Lutero, Calvino y Zwinglio, únicamente Zwinglio estaría en contra de la celebración de navidad, pues Lutero y Calvino no condenaban a ultranza estas tradiciones, sino que su posición consistía en condenar y erradicar de la práctica cristiana únicamente aquellos aspectos expresamente prohibidos en la Biblia o que fueran claramente lesivos a la sana doctrina. Lo demás debería evaluarse con beneficio de inventario y si este beneficio era favorable, no deberían desecharse. Zwinglio, por su parte, sí creía que deberían condenarse todas aquellas prácticas que no estuvieran expresamente ordenadas en la Biblia.
Sea como fuere y en estricto rigor, la práctica de celebrar la navidad por parte de un cristiano constituiría un engaño si se oculta el origen o por lo menos la relación de estas festividades cristianas con las antiguas festividades paganas y su carencia de fundamento cronológico preciso. Pero si se tienen presentes y se es plenamente consciente de ello, la respuesta a esta pregunta debe matizarse y evaluarse a la luz de la intención que se persigue y el logro de los objetivos propuestos al llevar a cabo esta transculturización, pues no hay una prohibición expresa en las Escrituras contra este tipo de práctica. Más bien podría ser, atendiendo a sus resultados, una expresión de la astucia que los creyentes deberían exhibir, según lo indicó el propio Señor Jesucristo al enviar a sus discípulos: “… sean astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mateo 10:16), amonestando a los creyentes que no lo son: “… Es que los de este mundo, en su trato con los que son como ellos, son más astutos que los que han recibido la luz” (Lucas 16:8).
Y la verdad es que evaluar sus resultados no es siempre fácil, pues a la par de la promoción de valores cristianos como la familia, la paz, la fraternidad, la solidaridad y la reconciliación entre los hombres que se observa en la época navideña en muchos frentes, crece también la mercantilización y comercialización banal de la navidad y la dispersión de la atención en relación con su motivo central que, como lo venimos sosteniendo, es el milagro de la encarnación de Dios como hombre por nosotros y por nuestra salvación, algo que muchos pierden de vista en esta época, transformando así el saludable espíritu festivo de la navidad en un cuestionable espíritu de carnaval egocéntrico y desbordado en muchos casos en todo tipo de censurables excesos.
Por todo lo anterior, la valoración de la conveniencia o inconveniencia de esta práctica termina cayendo dentro de la libertad de examen y de conciencia aplicada a todas aquellas cosas que no están expresamente ordenadas o prohibidas en las Escrituras que se juzgan, por tanto, en relación con su potencial constructivo, su provecho o beneficio y la ausencia de toda fuerza compulsiva presente en este tipo de iniciativas. Lo cual en plata blanca significa que los creyentes que se opongan a estas celebraciones −o también a la creación e implementación en un creciente número de iglesias de la llamada “fiesta de los niños” como una celebración lúdica alterna aprovechada para contrastar y contrarrestar el sentido y alcance de la fiesta pagana de Halloween, la cual posee claros ribetes ocultistas alusivos al reino de las tinieblas− no deben juzgar a quienes las transculturizan y celebran. Del mismo modo estos últimos no deben menospreciar o tener en poco los escrúpulos de quienes se oponen a estas celebraciones y no participan de ellas por motivos de conciencia. Al fin y al cabo, el apóstol Pablo se pronunció con claridad en lo que tiene que ver con los asuntos periféricos o no esenciales a la fe que caen, además, dentro de la libertad de examen y de conciencia diciendo: “A algunos su fe les permite comer de todo, pero hay quienes son débiles en la fe, y sólo comen verduras. El que come… no debe menospreciar al que no come ciertas cosas, y el que no come… no debe condenar al que lo hace, pues Dios lo ha aceptado” (Romanos 14:2-3). Este es, pues, el más prudente derrotero a seguir en este asunto que algunos creyentes consideran legítima y conveniente adaptación, mientras que otros juzgan como censurable acomodación.
Valga decir que las posturas rotundas extremas y condenatorias al respecto, además de no ser constructivas ni convenientes, tampoco hacen con frecuencia honor a la verdad al pretender juzgar las cosas viéndolas de manera simplista, en blanco y negro, sin matices, como no lo hacen tampoco de manera habitual las teorías de conspiración, pues terminan juzgando a la ligera y de maneras muy severas las motivaciones internas de los presuntos conspiradores sin conocer todos los atenuantes, las circunstancias y las variables involucradas y sin tener, por lo tanto, todos los elementos de juicio para pronunciarse con justicia sobre estos asuntos particulares. Aprovechemos, pues, la oportunidad para ilustrarlo con los siguientes mitos populares de la historia de la iglesia a los que los cristianos, llamados a combatir los mitos en el nombre de la verdad, tampoco logramos escapar, cediendo también a la tentación de los mitos alrededor de la historia que abundan y a fuerza de repetirse, se convierten rápidamente en lugares comunes que todos citan como hechos irrefutables que toda persona medianamente culta debería conocer. Así, en su controversia contra la iglesia en general por parte del pensamiento secular y también de los protestantes con los católicos han surgido mitos que hacen de la iglesia de Roma la gran conspiradora en contra del protestantismo supuestamente más fiel a la Biblia en estos aspectos.
Hay cuatro de estos mitos que sobresalen entre otros. Los dos primeros tienen que ver con la apologética popular del protestantismo en contra del catolicismo romano y consisten, el primero de ellos, en la afirmación típicamente evangélica en el sentido de que la iglesia católica romana surgió con el emperador Constantino que fue, entonces, quien con sus decisiones políticas y sus alianzas con el clero dominante, sentó las bases de lo que hoy designamos como el catolicismo romano. Esta es una visión muy simplista de las cosas y, por lo mismo, equivocada. Porque ni Constantino fue un frío y calculador conspirador en contra del cristianismo para pervertirlo, ni los obispos de la época se plegaron a él de una manera monolítica ni mucho menos, incluyendo entre ellos al obispo de Roma, sino que lo vieron, no como un creyente en propiedad ni tampoco como un condenable pagano opuesto al evangelio, sino como un sincero simpatizante de la causa cristiana que no la entendía del todo y que no se decidía a convertirse en un auténtico creyente.
Para decirlo de manera puntual y sin entrar en los matices más detallados y áridos de la historia, Constantino fue un político que quiso unir al imperio y que vio, acertadamente, en la iglesia cristiana el mejor recurso para lograrlo. Por eso, sus actuaciones a favor de la iglesia no deben verse como estrategias calculadas para pervertirla, más allá de sus resultados posteriores y de si se juzgan buenas o malas desde nuestro horizonte actual, sino como actos de gobierno para alcanzar la unidad del imperio. Constantino no fue, pues, ni el primer emperador cristiano, pues su cristianismo dejó siempre que desear y la iglesia fue plenamente consciente de ello y nunca lo trató como a un creyente en propiedad, sino más bien, repetimos, como a un simpatizante de la causa cristiana que, en esa condición, deseaba favorecerla, pero que nunca logró entender la naturaleza exacta del cristianismo. Pero dicho esto, debemos afirmar también la sinceridad de Constantino, que al margen de su entendimiento defectuoso de la fe, de todos modos favoreció a la iglesia sin dobles ni ocultas intenciones, en una época en que ésta no estaba sometida a Roma y el gobierno monárquico sobre la iglesia universal ejercido por el obispo de Roma estaba todavía muy lejos de concretarse en el horizonte inmediato de la historia, por lo que no puede decirse sin faltar a la verdad que la iglesia católica romana surge con Constantino.
De hecho, en la narrativa evangélica popular, el otro mito en contra del catolicismo Romano, asociado también a Constantino como emperador del imperio romano, es el del papa como el otro eje conspirativo que habría configurado de manera temprana al catolicismo romano que habría, además, traicionado de forma premeditada el evangelio de Cristo. La verdad es que, si bien los protestantes evangélicos seguimos sosteniendo en la actualidad una justificada polémica contra el papado como una institución ajena al cristianismo bíblico y primitivo, y en especial contra sus pretensiones de hegemonía jerárquica sobre la iglesia universal, esto no significa que el papado haya surgido con malas intenciones ni mucho menos. Para decirlo también de manera resumida, el papado surgió por el vacío de poder y el caos generado en la parte occidental del imperio luego de su conquista por parte de las diversas tribus bárbaras procedentes del norte.
Ante el deterioro y la debilidad creciente de la autoridad imperial en un occidente políticamente fragmentado y convulsionado, el clero romano educado y con capacidad de gobierno, con su obispo a la cabeza, se vio prácticamente empujado a llenar este vacío de poder sin intereses conspirativos de por medio y muchas de sus ejecutorias fueron acertadas y contribuyeron a poner un poco de orden en el imperio que no se habría logrado sin su decisivo concurso. Posteriormente, y a la sombra del reconocimiento que fue alcanzando por esta causa, comenzó a sobresalir inevitablemente por encima de otras sedes eclesiásticas importantes como la de Jerusalén, la de Antioquía, la de Alejandría y la de Constantinopla y fue en estos momentos en que reclamó hegemonía sobre ellas y se configura, entonces, el papado tal y como lo conocemos hoy. Pero este fue un proceso largo y no premeditado en el que, al amparo de la importancia lograda y el poder alcanzado por la fuerza de los acontecimientos, el obispo de Roma fue adquiriendo cada vez más influencia e ínfulas hasta reclamar para sí mismo la autoridad sobre la iglesia que caracteriza al papado como institución. En este proceso se destacan, para bien y para mal, los nombres de León el Grande, Gregorio el Grande e Inocencio III, con quien el papado alcanzó su momento de mayor poder y con quien también se inició su declive.
Por otra parte, los mitos esgrimidos por el pensamiento secular tienen que ver, en primer lugar, con el Concilio de Nicea en el 325 d. C. convocado y auspiciado, precisamente, por el emperador Constantino, en el que convergen muchas de las teorías conspirativas que tienen a la iglesia como protagonista. Así, Dan Brown en su novela El Código Da Vinci recoge las acusaciones dirigidas contra la iglesia en el sentido de que en este Concilio ꟷque fue convocado en realidad para debatir las ideas de Arrio conocidas como “arrianismo”, cuyo entendimiento de la persona de Cristo se terminó condenando como herético y contrario a la Bibliaꟷ, la dirigencia dominante y mayoritaria de la iglesia se alió con el emperador para eliminar todas las disidencias minoritarias dentro de ella, y en particular la visión que los gnósticos tenían del cristianismo a través de todos los evangelios apócrifos asociados a ellos.
El punto es que nada hay más contrario a la verdad, pues el gnosticismo nunca estuvo en discusión en este concilio, ya que desde el primer siglo la iglesia lo combatió por tergiversar el cristianismo, y sus evangelios tardíos nunca fueron tenidos como dignos de consideración desde mucho antes de este concilio. Valga decir que los unitarios, es decir los cristianos que no creen en la doctrina de la Trinidad, también señalan al Concilio de Nicea como aquel en el cual se habría impuesto esta doctrina presuntamente pagana y ajena a la Biblia y al cristianismo primitivo, a pupitrazo limpio; cuando la verdad es que la doctrina de la Trinidad se deduce directamente de la Biblia y se comenzó a insinuar doctrinalmente desde los mismos comienzos del siglo II en los escritos de los padres apostólicos, dirigentes de la iglesia que sucedieron a los apóstoles y los inmediatamente posteriores apologistas griegos, cada vez con más fuerza y precisión, también mucho antes del Concilio de Nicea, que tuvo lugar hasta el siglo IV.
El otro mito que se ha vuelto un lugar común por parte del pensamiento secular en contra de la iglesia es el caso de Galileo Galilei, el cual, no obstante los señalamientos que, en justicia, puedan y deban hacérsele a la Iglesia Católica por haberlo juzgado y condenado como hereje; no es sin embargo como lo pintan, pues es sabido por todos los historiadores serios que, como nos lo revela Claude Allègre: “Galileo… No es, como se ha dicho con demasiada frecuencia, un genio aislado, incomprendido y finalmente condenado, rehén de un mundo ignorante y bárbaro”, sino más bien un ejemplo de “… una ciencia que hace valer una arrogancia mayor de lo que se supone”. En la misma línea, Vittorio Messori también dice: “Galileo no fue condenado por lo que decía, sino por ‘cómo’ lo decía”.
En efecto, Galileo Galilei no fue condenado por la iglesia, según se dice, como resultado de un presunto, inveterado e inevitable enfrentamiento entre una fe oscurantista y supersticiosa y una ciencia luminosa y esclarecida, como se nos ha querido hacer creer de manera sesgada y malintencionada; sino debido a que sus intuiciones básicas para cuestionar el modelo geocéntrico de Ptolomeo ꟷes decir, el modelo antiguo que afirmaba que la Tierra se encontraba en el centro y el Sol giraba alrededor de ellaꟷ, para proceder a respaldar el modelo heliocéntrico de Copérnico ꟷes decir el modelo actual que sostiene que no es la tierra la que se encuentra en el centro, sino el Sol y que la Tierra gira alrededor de él si bien eran acertadas, fueron expresadas con una altivez y soberbia tales que terminó exasperando a la dirigencia de una iglesia que favoreció siempre las investigaciones del eminente científico italiano y lo había tratado con una consideración que Galileo despreció y no valoró ni supo corresponder adecuadamente y que matizan drásticamente su condenación por parte del clero. Es, pues, hora de ilustrarse al respecto para no seguir esgrimiendo estos mitos fáciles alrededor de la iglesia, ya sea a favor o en contra de ella.
Porque, por encima de todo esto, lo cierto es que la navidad conmemora y celebra el nacimiento real de un niño y no el de un dios mitológico. Pero no cualquier niño, sino del mismo Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. Y debemos bajarle el tono a la discusión también porque el milagro de la encarnación involucra e incorpora en sí mismo, sublimándolos y llevándolos a su máxima expresión, otros milagros más cotidianos en los que normalmente no reparamos. Milagros como la vida misma en lo que podríamos llamar más exactamente el milagro de la célula viva. Lewis Thomas hacía referencia a la célula viva, cualquiera que ésta sea, con estas palabras: “La mera existencia de esa célula… debería ser una de las cosas más asombrosas de la tierra”. Y en relación con esto, el bioquímico norteamericano Michael Behe escribió el libro titulado La caja negra de Darwin para indicar, entre otros, cómo la teoría de la evolución formulada por el conocido y ya icónico naturalista inglés, no pudo tomar nunca en cuenta la asombrosa e irreductible complejidad que existe, no sólo en ciertos órganos puntuales de los seres vivos o en ciertos complejos procesos particulares asociados a la vida tal como la conocemos; sino también en la más sencilla y elemental célula viva, desde la que constituye a un mero organismo unicelular hasta cualquiera de las células especializadas de los seres vivos más complejos de la escala zoológica, con el ser humano en la cúspide.
En efecto, en la época de Darwin la célula viva era una “caja negra” inexplorada y desconocida, puesto que no se disponía de la tecnología para llevar a cabo esta exploración ni tampoco del conocimiento hoy acopiado alrededor de este tema gracias al advenimiento de la ciencia bioquímica moderna. En consecuencia, Darwin, apoyado en esta ignorancia, pudo especular que el paso de la existencia inorgánica a la orgánica no debía ser algo tan difícil, pues al fin y al cabo la célula viva sería poco más que una indiferenciada masa de protoplasma rodeada de una membrana aislante para contenerla. Pero a despecho de los ateos o no que profesan el evolucionismo darwinista hoy sabemos bien que el paso de lo inorgánico a lo orgánico en la naturaleza demanda un salto cualitativo enorme en complejidad que no puede ser el producto de un impersonal y no dirigido proceso de selección natural y de una azarosa adaptación de las especies vivas a los nuevos entornos.
Y es que en la actualidad hemos podido descubrir que la más sencilla célula viva es, no obstante su pequeñísimo tamaño comparativo, una estructura tan compleja como una fábrica humana de alta tecnología, con elaborados y depurados procesos de control de calidad a tal punto que, inspirada en estas realidades, la llamada “nanotecnología” ‒tecnología que se dedica al diseño y manipulación de la materia a nivel molecular y atómico con fines industriales o médicos, entre otros‒ está tratando de utilizar los modelos contenidos en las células para construir máquinas o robots de tamaño microscópico para llevar a cabo funciones tan específicas y especializadas como las que tienen lugar a diario en el interior de cualquier célula.
En este orden de ideas y avanzando y particularizándolo un poco más encontramos el milagro del óvulo fecundado, una célula tremendamente compleja producto de la unión de dos células muy especializadas, como lo son los llamados “gametos”, es decir las células de la reproducción humana y de gran parte de las especies vivas: el óvulo femenino y el espermatozoide masculino que nos recuerdan el mismo milagro natural de la reproducción humana y todo el drama de producir un niño sano, que cuando lo miramos con el debido detalle, debe ser considerado por ello como uno de los logros más sorprendentes de la naturaleza, según las descripciones desprejuiciadas y objetivas que los especialistas nos brindan de todo lo que acontece en el periodo prenatal en el vientre de la madre desde que el óvulo sale de su fuente de origen al encuentro de los espermatozoides masculinos en el acto de la concepción.
Es por eso, entre otros, que el aborto provocado es un acto contra naturaleza, y además de ello un insulto muy ofensivo contra las parejas que, a pesar de esmerarse diligente, responsable y hasta angustiosamente, no logran sin embargo concebir un hijo, mientras que personas irresponsables andan concibiendo y asesinando niños no nacidos a diestra y siniestra. Un óvulo fecundado puede, pues, considerarse un milagro, a pesar de que no sea un hecho excepcional sino cotidiano, circunstancia que tiende a hacernos perder de vista lo declarado por el salmista: “Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos” (Salmo 139:16). Porque la navidad, con todo y los aspectos paganos que pueda contener, celebra de todos modos el milagro superlativo y sobrenatural de la encarnación que incluye y nos recuerda también las maravillas de estos milagros naturales subordinados a ella y eso debe poner las cosas en la perspectiva adecuada y correcta.
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