Introducción al pensamiento de John C. Polkinghorne
En 1961 se publicó una obra extraordinaria del teólogo anglicano Alan Richardson, The Bible in the Age of Science (Westminster Press, 1961), que fue traducida y publicada en castellano unos pocos años después [1]. Cuatro décadas más tarde, el también teólogo anglicano John C. Polkinghorne publicó una obra muy oportuna sobre Dios en la edad de la ciencia [2]. Ambas reflejan la inquietud de los cristianos en su día sobre dos puntos centrales de la fe en relación a la ciencia.
Esto es así porque vivimos en una sociedad fuertemente influenciada por el éxito de la ciencia en todos los campos, que la hace un interlocutor ineludible. En cuestión de un siglo la ciencia se ha convertido en un referente universal del que no se puede prescindir. Sus métodos, sus resultados, sus logros, son incuestionables. Hoy no se puede hablar de Dios y de la fe de espaldas a la ciencia. Muchas personas cultas del mundo occidental creen que para creer en Dios tienen que renunciar a la ciencia, a lo cual no están dispuestos de ninguna manera. Les gustaría creer, como alguien ha señalado y a veces nos confiesan personalmente, pero les parece que esto solo puede lograrse en términos equivalentes a un suicidio intelectual. No tiene por qué ser así, pero para eso los cristianos tienen a su vez que abrir sus mentes y no considerar la ciencia como un enemigo. La revelación no es la presentación de dogmas irrebatibles que reciba una fe ciega, afirma Polkinghorne. «Más bien, es el registro de esos sucesos o personas transparentes en los que la voluntad y presencia divinas han sido más claramente perceptibles» [3]. El encuentro con la realidad divina es singularmente personal y tiene el carácter de gracia, de don; no es tanto un asir como un ser asido. Pero esta experiencia no suspende las leyes de la naturaleza ni de pensar a Dios y su revelación acorde a una cultura informada por la ciencia.
«Las ciencias de ninguna manera pueden darnos toda la verdad, pero ciertamente pueden darnos algo de ella. Espero y pido que los creyentes religiosos aprendan más y más a aceptar las intuiciones de las ciencias, y a integrarlas con las verdades superiores de la fe en el Creador. En último término, uno es el conocimiento y una es la verdad, porque Dios es uno. Con esta confianza podemos afrontar los desafíos intelectuales del futuro, prueben lo que probaren» [4].
John Polkinghorne
Junto a Ian Barbour y Arthur Peacocke, John Polkinghorne (1930-2021) es, o ha sido, uno de los principales autores de referencia actual en el diálogo entre ciencia y religión. Polkinghorne se mueve conscientemente en un marco clásico, más físico que biológico, y cercano a la ortodoxia tradicional cristiana. Nacido en el seno familia anglicana practicante, perdió a su padre en la Segunda Guerra Mundial. Brillante en estudios de matemáticos, se graduó en teoría cuántica de campos y en física de partículas en la Universidad de Cambridge. En 1965 fue nombrado profesor de física matemática. Su trabajo en esos años le permitió seguir el nacimiento de la teoría de los quarks y los avances en la física de partículas, mientras sus trabajos se orientaban a crear modelos matemáticos para la descripción del movimiento de partículas bajo condiciones relativistas. Sus publicaciones científicas y su trabajo de dirección con postgraduados favorecieron su selección como miembro de la Royal Society en 1974. En el año 1979 participaba en un amplio grupo de investigación, siendo el miembro de más edad del equipo. Después de casi 25 años dedicado a la ciencia sintió que había llegado el momento de dar un cambio en su vida y dedicarse a la vida religiosa. Después de realizar sus estudios teológicos, fue ordenado ministro anglicano y prestó servicio pastorales en varias parroquias [5].
«Siempre me he preocupado por aclarar que, si abandoné la física, no fue por desilusión. Conservo un vivo interés por la ciencia, así como un profundo respeto por todo cuanto la ciencia puede decirnos. Sin embargo, su fascinante relato no se basta por sí solo para saciar nuestra sed de comprensión; pues la ciencia no describe más que una dimensión de la multiestratificada realidad en la que vivimos, limitándose a lo impersonal y general, prescindiendo de la personal y único» [6].
Autor de un buen número de libros, algunos han sido traducidos al castellano: Ciencia y teología (Sal Terrae, 2000); Explorar la realidad: la interrelación de ciencia y religión (Sal Terrae 2007); La fe de un físico: reflexiones teológicas de un pensador ascendente (Editorial Verbo Divino 2007); editor: La obra del amor. La creación como kénosis (EVD 2008) [7].
Ciencia y Teología
Cuando todavía hoy hay cristianos que cuestionan la labor y los resultados de la ciencia, es bueno tener en cuenta la opinión de Polkinghorne cuando dice que «podemos tomar con absoluta seriedad a todo lo que la ciencia nos dice y aún creer que hay sitio para nuestra acción y la de Dios en el mundo». Esto debería formar parte de nuestro hábito intelectual. Aunque la Ciencia y la Teología son dos campos de estudio de la realidad muy distintos, ambos parten de una misma motivación, el deseo de comprenderse a uno mismo y su entorno; y un mismo sentimiento, a saber, el asombro, la admiración, la fascinación por la profundidad de lo existente que nos sobrecoge y atrapa.
«Una experiencia fundamental para la práctica de la ciencia es el sentimiento de admiración, inducido por el bello orden y la feracidad del Universo. Los descubrimientos científicos rebosantes de perspicacia explicativa tienen un halo de autenticidad que nos persuade profundamente de que los científicos andan de verdad “detrás de algo” y obtienen conocimiento de una realidad externa que no puede ser concebida como si se tratara únicamente de una fábula urdida en el interior del hombre» [8].
La ciencia no tiene la pretensión de socavar la fe, no es su enemigo, su campo de acción es otro, y el cristiano tiene que aprender a verla como un aliado. Para Polkinghorne, el orden asombroso que descubrimos en el cosmos, y el hecho de que nuestras mentes puedan entender dicho orden, se pueden igualmente interpretar como un reflejo de la mente de su Creador. Esto no demuestra la existencia de Dios, sino que sugiere (más allá del alcance de la ciencia, pero partiendo de datos científicos) que la hipótesis teísta es razonable y quizá más sencilla que sus alternativas metafísicas materialistas.
«Los límites entre el país de las ciencias y el de la teología son larguísimos, y los contactos y el tráfico a través de la frontera varían a lo largo de ella. El sector más activo ha sido aquel en que la física confina con la teología. En él se han intercambiado regalos desde ambos lados. Del lado de la física proviene un cuadro revisado de la naturaleza básica del mundo físico y sus procesos, que resulta de descubrimientos, en los que han salido a luz una impredecibilidad intrínseca muy extendida y una relacionalidad muy profunda. La teoría cuántica fue la primera rama de la física en hacer patente que las leyes de la naturaleza no tienen siempre un estricto carácter predictivo, que pueden tomar a veces una forma sólo probabilista. Tal aspecto de la física cuántica es demasiado “notorio” para exigir elaboraciones ulteriores. En cambio, fue una importante sorpresa adicional el enterarse de que, incluso en el ámbito aparentemente predecible de la física newtoniana, existen muchos sistemas cuya sensibilidad extrema al detalle fino de sus circunstancias hace intrínsecamente impredecible su comportamiento futuro. A este descubrimiento de que la física clásica cotidiana cuenta entre sus objetos con más nubes que relojes, se le ha dado el nombre –realmente muy desafortunado– de “teoría del caos”. Digo desafortunado, porque en esa teoría se da un desorden ordenado, como explicaré. De momento notemos que, sea lo que sea el mundo físico, su descripción puramente mecánica ha muerto ante nuestros ojos» [9].
Son muchos los que han hablado de la muerte de Dios, desde que se puso de moda la teología que lleva ese nombre, a juicio de Polkinghorne, «el único dios verdaderamente bien muerto es el dios tapagujeros. Y nadie llora su muerte. Tal pseudo-divinidad fue un error teológico fatal; pues el Dios verdadero es un Dios de la explicación total, no el utilizado como último recurso explicativo, al que se llama cuando falla lo demás. Tenemos todas las razones para creer, que las cuestiones científicamente estables llegarán a recibir respuestas científicamente estables, por difícil que sea a veces encontrarlas. Pero tenemos también todas las razones para creer que hay muchas cuestiones llenas de sentido y dignas de preguntarse, que van más allá del poder interpelador auto-limitado de las ciencias. Se trata de metacuestiones, para las que el Dios de la explicación total puede resultar la respuesta adecuada. Al proferir esta respuesta, la teología ofrece a su vez regalos a la ciencia, no rivalizando con ella, sino complementándola, situando sus descubrimientos dentro de una matriz intelectual más profunda y más comprensiva” [10].
«Las ciencias pueden influir en la teología no sólo a través de su contenido, también a través de su estilo. El estudio de las ciencias ciertamente le enseña a uno que la realidad es sorprendente. Piénsese sólo en el anti-intuitivo mundo cuántico, tan diferente de nuestro mundo cotidiano del sentido común. Por consiguiente los científicos no creen saber de antemano qué cosas son razonables. Están abiertos a lo que les inspire el mundo físico sobre aquel caso en cuestión, por extraño que pueda resultar el caso. No creen que tengamos el poder racional de conocer a priori cómo hemos de pensar sobre la realidad. Así que la cuestión instintiva del científico es: ¿Qué evidencia os hace pensar que puede ser así? Esta estrategia científica es lo que he llamado pensamiento ascendente: el deseo de proceder desde la experiencia con mentalidad abierta. Muchos teólogos son instintivamente pensadores descendentes, intentando proceder desde principios generales para entender fenómenos particulares. Hay diversos estilos legítimos de pensamiento científico, pero confío en que el siglo XXI vivirá un amplio reconocimiento del valioso enfoque ascendente. No estoy afirmando que sea el único estilo penetrante, pero creo que ofrece su propia perspectiva, como ofrecen otras perspectivas la teología negra o la feminista» [11]. Es ciertamente sorprendente que un universo inteligible, fecundo, abierto e interrelacionado resulte así consistente con la idea de un Creador inmanentemente activo.
Creación y Evolución
Muchos cristianos evangélicos consideran que la ciencia plantea amenazas peligrosas a su fe, desafiando su comprensión de la Biblia y socavando principios fundamentales como la creación y resurrección corporal de Jesús (a la que nos referiremos después). A menudo se identifica la teoría de la evolución como el problema, y es presentada como incompatible con la fe cristiana. Los defensores del Diseño Inteligente y algunos otros rechazan el «materialismo o ateísmo metodológico», pero muchos cristianos que trabajan en las ciencias y campos relacionados (como la ingeniería, la medicina o la historia y la filosofía) apoyan el materialismo metodológico como una forma adecuadamente fundamentada y limitada de comprender la realidad. Polkinghorne pertenece a esta categoría y de ningún modo compromete las doctrinas esenciales de la fe cristiana.
«Yo, por supuesto, soy creacionista en el sentido propio de la palabra: creo que el universo es creación de Dios. Pero veo esto consistente con creer que el modo escogido por Dios para llevar a cabo su acto continuo de creación es una larga historia evolutiva. El respeto a la verdad me obliga a ello. Tenemos todas las razones para creer que la vida sobre la tierra comenzó hace unos 4 millardos de años en forma muy sencilla, y se hizo lo compleja que hoy la vemos, en buena parte mediante la selección natural. Mas no pienso que haya razones científicas concluyentes, de que la estricta ortodoxia neo-darwiniana ofrezca todas las historias de esa fecunda epopeya» [12].
La evolución por sí sola no es suficiente para explicar la fecundidad del mundo. Un eslogan conveniente que resume la idea de evolución es hablar de ella como resultado de la interacción del azar y la necesidad. El azar representa las contingencias particulares del acontecimiento histórico. Esta onda cósmica particular condujo a la posterior condensación de este grupo particular de galaxias; esta mutación genética particular giró la corriente de la vida en esta dirección particular y no en otra. Necesidad significa el entorno legalmente regular en el que tiene lugar la evolución. Sin una ley de gravedad, las galaxias no se condensarían; sin una transmisión genética razonablemente confiable, no se establecerían especies. Lo que hemos llegado a comprender es que para que este proceso sea fructífero a escala cósmica, entonces la necesidad debe adoptar una forma muy específica y cuidadosamente prescrita.
«Tanto el azar como la necesidad son elementos indispensables en la fecunda historia del universo. Un mundo puramente contingente sería demasiado aleatorio para ser fértil; y un mundo donde dominara la pura necesidad sería demasiado rígido para ser fértil» [13].
La mayoría de los universos que podemos imaginar resultarían aburridos y estériles en su desarrollo, por mucho tiempo que su historia estuviera sujeta a la interacción del azar con su forma específica de necesidad legal. Es un tipo particular de universo que es el único capaz de producir sistemas de complejidad suficiente para sostener la vida consciente.
«Vivimos en un mundo cuyo tejido físico está dotado de una belleza racional transparente, y cuesta creer que esto sea simplemente un subproducto afortunado de la lucha por la vida»[14].
Ciencia y Escatología
«La materia de nuestros cuerpos en sí misma, no puede tener una significación permanente para lo que ha de ser una persona, pues esta materia está cambiando continuamente, por el constante desgaste, la comida y la bebida. Tenemos muy pocos átomos en nuestro cuerpo que estuvieran en él hace cinco años. Lo que continúa en nosotros es la configuración dinámica y progresiva en la que están dispuestos estos átomos. El alma –mi yo real– es la configuración portadora-de- información y casi infinitamente compleja que es soportada por la materia del cuerpo. En una palabra, el alma es la forma del cuerpo. Esta configuración, por supuesto, se disolverá en la muerte. Pero, a mi juicio, es una esperanza perfectamente coherente que Dios recordará la configuración que soy yo, conservándola en su mente divina y reconstituyéndola en un acto de resurrección. El contexto de este acto soberbio de re-incorporación será la nueva creación, un ámbito escatológico ya inaugurado en el acontecimiento seminal de la resurrección de Cristo. En otras palabras, la esperanza cristiana no es supervivencia, como si fuera la expresión de una inmortalidad humana intrínseca, sino resurrección, la expresión de la fidelidad eterna de Dios.
«Moriremos y el cosmos morirá, pero la última palabra no la tiene la muerte sino Dios» [15]. Dios nos recuerda después de la muerte y nos dará una existencia nueva y encarnada que preserva nuestras identidades únicas por la eternidad.
«Lo que le interesa al cristianismo no es la afirmación de que la supervivencia del ser humano se debe a la existencia de una parte intrínsecamente inmortal, puramente espiritual, en nuestro ser. El fundamento de la esperanza es un destino más allá de la muerte no se encuentra en la propia naturaleza humana, sino en el inquebrantable amor de Dios» [16].
Si consideramos a los seres humanos como unidades psicosomáticas, tal como parece indicar tanto la Biblia como la experiencia contemporánea cuando habla de la conexión íntima entre la mente y el cerebro, entonces el alma tendrá que entenderse en un sentido aristotélico como la «forma» o patrón portador de información del cuerpo. Aunque este patrón se disuelve con la muerte, parece perfectamente racional creer que será recordado por Dios y reconstituido en un acto divino de resurrección. La «materia» del mundo venidero, que será la portadora de esta reencarnación, será la materia transformada del universo presente, redimido por Dios más allá de su muerte cósmica.
Ese universo resucitado no es un segundo intento del Creador de producir un mundo ex nihilo [de la nada] sino que es la transmutación del mundo actual en un acto de nueva creación ex vetere [a partir del viejo]. Entonces Dios será verdaderamente «todo en todos» (1 Cor 15:28) en un universo totalmente sacramental cuya «materia» divinamente infundida será liberada de la fugacidad y decadencia inherentes al proceso físico actual. La motivación de estas creencias misteriosas y apasionantes depende no sólo de la fidelidad de Dios, sino también de la resurrección de Cristo, entendida como el acontecimiento fundamental a partir del cual surge la nueva creación, y, de hecho, del detalle de la tumba vacía, con su implicación de que el cuerpo resucitado y glorificado del Señor es la transmutación de su cuerpo muerto, así como el mundo venidero será la transformación de este mundo mortal presente [17].
Ciencia y Dios
Como ya escribimos en otro artículo, Dios no un objeto junto o sobre los objetos de este mundo [18], nunca encontraremos objetos en él que pongan made in God. No podemos probar que Dios existe, Dios no es una pieza del mundo de lo experimentable.
«Nuestras afirmaciones son más modestas, tan sólo llamamos la atención sobre el atractivo poder explicativo de la creencia teísta. Después de todo, Kurt Gödel nos ha enseñado, que no se puede probar la consistencia de la aritmética; así que sería sorprendente que la existencia de Dios fuera objeto de demostración. Siguiendo esta vena modesta, creo que tal teología natural revivida (¡y revisada!) es un ejercicio válido. Es ciertamente sorprendente que un universo inteligible, fecundo, abierto e interrelacionado resulte así consonante con la idea de un Creador inmanentemente activo» [19].
Hay una Mente y un Propósito detrás de la historia del universo, afirma Polkinghorne, y que Aquel cuya presencia velada se insinúa de esta manera es digno de adoración y fundamento de esperanza. Y si bien es cierto que no hay objetos con el sello «hecho por Dios», sí hay dos lugares donde se podría esperar que se vean con mayor claridad indicios generales de la presencia divina.
«Uno es el vasto cosmos mismo, con su historia de casi quince mil millones de años de desarrollo evolutivo después del Big Bang. La otra es la “caña pensante” de la humanidad, tan insignificante en escala física pero, como decía Pascal, superior a todas las estrellas porque sólo ella las conoce y las conoce a sí misma. El universo y los medios por los cuales ese universo se ha vuelto maravillosamente consciente de sí mismo».
Quienes trabajan en física fundamental se encuentran con un mundo cuya estructura a gran escala (como la describe la cosmología) y los procesos a pequeña escala (como los describe la teoría cuántica) se caracterizan por igual por un orden maravilloso que se puede expresar en términos matemáticos concisos y elegantes. Una vez le preguntaron al distinguido físico teórico Paul Dirac, que no era un hombre convencionalmente religioso, cuál era su creencia fundamental. Se acercó a una pizarra y escribió que las leyes de la naturaleza deberían expresarse en bellas ecuaciones, Fue una afirmación apropiada por parte de alguien cuyos descubrimientos fundamentales provinieron todos de su dedicada búsqueda de la belleza matemática. Este uso de las matemáticas abstractas como técnica de descubrimiento físico apunta a un hecho muy profundo sobre la naturaleza del universo que habitamos y a la notable conformidad de nuestras mentes humanas con sus patrones. Vivimos en un mundo cuyo tejido físico está dotado de una belleza racional transparente.
«No hay ninguna razón a priori por la que las bellas ecuaciones deban resultar la clave para comprender la naturaleza; por qué la física fundamental debería ser posible; por qué nuestras mentes deberían tener un acceso tan fácil a la estructura profunda del universo. Es un hecho contingente que esto sea cierto para nosotros y para nuestro mundo, pero no parece suficiente considerarlo simplemente como un feliz accidente» [20].
La «irrazonable eficacia de las matemáticas» para descubrir la estructura del mundo físico es un indicio de la presencia del Creador, que se nos ha dado a nosotros, criaturas creadas a imagen divina. No es esta una demostración lógica (estamos en un ámbito del discurso metafísico donde tal certeza no está disponible ni para el creyente ni para el no creyente), pero sí ofrece una comprensión coherente e intelectualmente satisfactoria.
La resurrección de Cristo
La reflexión de Polkinghorne sobre la resurrección de Cristo me parece de lo más relevante para un tema sobre el que se ha escrito mucho desde un punto de vista crítico que deja muy mal parada la veracidad e historicidad del cristianismo, Creo que su aportación es un gran servicio a la fe desde un punto de visto lógico y hermenéutico. Para ponderar la credibilidad de la resurrección, escribe, hay que seguir una doble línea argumental. Una de ellas arranca desde abajo, y consiste en examinar qué razones históricas podría haber respaldar una creencia tan anti-intuitiva. La otra arranca desde arriba, y se concreta en determinar si el concepto de la resurrección de Jesús puede tener un lugar coherente en el conjunto de los que, por otros cauces, creemos acerca de los caminos y designios de Dios.
La resurrección no debe ser entendida como mera resucitación, sino más bien como que alguien que ha muerto experimenta una transformación que le introduce en nuevo modo de existencia glorificada y eterna. Cristo resucitado ya no está limitado por la historia, aunque su resurrección tal vez haya dejado, a pesar de ello, poso en la historia.
Algo tuvo que ocurrir para que los derrotados y desmoralizados discípulos del Viernes Santo se convirtieran, tan solo unas semanas más tarde, en decididos anunciadores del señorío de Cristo.
Los cuatro evangelios han conservado, con diferencias en detalles menores, el relato del descubrimiento de la tumba vacía por parte de las mujeres en la primera mañana de Pascua. Se ha objetado, y se dado por buena, la teoría basada en el hecho histórico de que los romanos tenían por costumbre arrojar los cuerpos crucificados a un estercolero o fosa común. Este es un dato histórico cierto, pero no absoluto; representa una extendida costumbre romana, sin embargo, existen pruebas arqueológicas del siglo I que muestran que esta práctica admite excepciones.
«El relato de una tumba particular para Jesús gana credibilidad merced a su relación con José de Arimatea. No parece haber ninguna razón para que la Iglesia primitiva asignara a este personaje, por lo demás desconocido, la muy noble tarea de enterrar a Jesús si no lo hubiera llevado realmente a cabo» [21].
En la prolongada polémica de los judíos contra la proclamación cristiana de la resurrección de Jesús siempre ha aceptado la existencia de una tumba vacía, aunque proponiendo la explicación del robo por parte de los discípulos.
Otra fuente de dudas acerca de la tumba vacía se debe a la ausencia de referencias a ella en los escritos de Pablo. Sin embargo, en la breve noticia de 1 Corintios 15 hay espacio para apuntar que Jesús «fue enterrado», lo que sugiere que le concedía importancia al hecho de haber sido enterrado. «Es muy improbable que un judío del siglo I como era Pablo, imbuido de una visión psicosomática de la naturaleza humana, creyera que Jesús vivía (como él indudablemente creía) si su cuerpo todavía estaba descomponiéndose en una tumba» [22].
Cabe preguntar por qué las autoridades de Jerusalén no cortaron en ciernes el movimiento cristiano naciente exhibiendo el cuerpo en descomposición de su líder. «Es increíble sugerir que los discípulos robaron el cuerpo en una maquinación fraudulenta, y es increíblemente endeble sugerir que las mujeres se confundieron de sepulcro, de forma que todo surgió de un error. La única razón creíble para explicar que el sepulcro estuviera vacío es que Jesús había resucitado de hecho» [23].
Finalmente, si la resurrección de Cristo se trata de un cuento inventado, ¿por qué presenta a las mujeres, que no eran aceptadas como testigos legales, en el papel de descubridoras del hecho, si no es porque en realidad eso es los que fueron?[24]
«La resurrección de Cristo no es algo que pueda ser establecido fuera de toda duda o entendido de manera completamente diáfana. Si sucedió, es el acontecimiento más significativo de toda la historia y conlleva implicaciones por lo que respecta a quién era realmente Jesús. Si no sucedió, el cristianismo, o bien es una ilusión, o bien queda reducido a una especie de piadoso deseo de que las cosas hubieran sido así… Nadie puede convencer al escéptico contra su voluntad, pero existen importantes razones, tanto históricas como teológicas, para creerlo. Es una creencia que el autor de este libro profesa» [25].
[1] A.
Richardson, La Biblia en la Edad de la
Ciencia. Paidós, Bs. As. 1966.
[2] J. Polkinghorne, Belief in God in an Age of Science. Yale University Press, 1998.
[3] Polkinghorne, La fe de un físico,
p. 21. EDV, Estella 2007.
[4] Polkinghorne, Belief in God in an Age of
Science, p. 5.
[5] Cf. Ted Davis, Appreciating John Polkinghorne: An Easter Remembrance, https://biologos.org/articles/appreciating-john-polkinghorne-an-easter-remembrance
[6] Polkinghorne, Explorar la realidad: la
interrelación de ciencia y religión, p. 9. Sal Terrae 2007.
[7] Véase la reseña a esta obra de Juan Sequeiros Ugarte, Catedrático de Física, en https://blogs.comillas.edu/FronterasCTR/?p=5946
[8] Polkinghorne, Explorar la realidad, p. 23. Sal Terrae,
Santander 2007.
[9] Polkinghorne, “Ciencias y teología
en el siglo xxi”, Zygon 35 (2000), 941-953.
[10] Id.
[11] Id.
[12] Id.
[13] Polkinghorne, Ciencia y teología, p. 65.
[14] Polkinghorne, Belief in God in an Age of
Science, p. 3.
[15] Id., p. 9.
[16] Polkinghorne, Ciencia
y teología, p. 165. Sal Terrae, Santander 2000.
[17] Id., pp. 165-166.
[18] A. Ropero, Ciencia y fe. «No hay lugar para Dios»,
https://www.lupaprotestante.com/ciencia-y-fe-no-hay-lugar-para-dios-alfonso-ropero/
[19] Polkinghorne, Belief in God in an Age of
Science, p. 32.
[20] Id., p. 9.
[21] Polkinghorne, Explorar la realidad, p. 104.
[22] Polkinghorne, Explorar la realidad, p. 105 —
Ciencia y teología, p. 150.
[23] Polkinghorne, La fe
de un físico, p. 174.
[24] Polkinghorne, Ciencia y teología, pp. 151-152.
[25] Id., pp. 153-154.
--------------------------------------------
Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo, Introducción a la filosofía, Historia general del cristianismo (con John Fletcher), Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.
Comentarios
Publicar un comentario