¿Qué significa regresar a Jesús?
Cada época, cada década, incluso cada momento de la historia, según se suele afirmar, tiene sus modas, vale decir, sus medidas concretas para regular muchas áreas distintas de la existencia[1]. Por lo general, aplicamos el concepto de moda a lo referente al vestido, el peinado y el calzado, pero también puede extenderse a la música, el arte, la construcción, la decoración de interiores, incluso a la cocina y la alimentación. Y por supuesto, existen también modas que atañen a las maneras de relacionarse unos con otros y a las formas de hablar, con expresiones muy concretas, sin olvidar las modas ideológicas. Pasajeras todas ellas, desde luego, como evidencia el transcurso del tiempo, pero con un innegable ascendiente sobre generaciones enteras. De ahí que también se produzcan en los ámbitos religiosos modas teológicas, cuya influencia, queramos reconocerlo o no, puede ser mucho mayor de lo que estaríamos dispuestos a creer.
Desde hace casi tantas décadas como años de vida tenemos venimos escuchando (y leyendo) en círculos de creyentes cristianos interdenominacionales un estribillo que resuena de manera, si no continua, sí bastante frecuente, con cierta intermitencia, especialmente en momentos particularmente señalados por sus dificultades o sus crisis: “¡Hay que volver a Jesús!” o “¡Hemos de regresar a Jesús!” ¿Reflejarán por ventura estas palabras una clara conciencia de algo tan trágico como pudiera ser para un cristiano un consciente alejamiento de Jesús? Sinceramente, no lo creemos. Quien tiene conciencia de que ha de regresar a Jesús es porque estima a Jesús y lo valora en gran medida. Porque jamás desearía alejarse de él. Más bien encontramos en esas declaraciones un diáfano síntoma de incomodidad con la Iglesia, y ello no sin buenas razones. Sin MUY buenas razones, mejor dicho. Por desgracia.
No tenemos intención alguna de explayarnos en los trazos oscuros y páginas negativas de la ya archiconocida historia de la Iglesia (¿o mejor en plural, “historias” de la Iglesia?). Se han escrito miles de artículos sobre el tema, todos ellos excelentes, así como eruditos manuales que ilustran con todo lujo de detalles sobre tan escabrosos asuntos. Quien desee información acerca de la triste trayectoria de la Iglesia durante sus veinte siglos de vida, amplias bibliografías encontrará[2]. Pero sí entendemos que la incomodidad o el malestar con la Iglesia, algo muy propio de cristianos pensantes y críticos en el buen sentido de la palabra, puede muy bien provocar el anhelo permanente de un retorno a la gran fuente de nuestra fe, la persona y la obra de Jesús de Nazaret.
Y ahora llamamos la atención del amable lector a dos lastimosas confusiones a que, parecería, está conduciendo a buen número de nuestros contemporáneos este empeño en retornar a Jesús.
La primera de ellas consiste en confrontar a Jesús con la Iglesia o, si se prefiere, a la Iglesia con Jesús, como si de conceptos contradictorios se tratara, como si jamás hubiera existido la más mínima relación entre ambos. Jesús de Nazaret, maestro judío y Mesías de Israel, parecería no tener nada que ver con la Iglesia. De hecho, se afirma y con razón, él nunca hizo profesión de fe cristiana ni fue miembro de ninguna iglesia de las actualmente existentes; por no ser, ni tan siquiera fue cristiano. Pero la realidad se impone: por un lado, el Jesús que nunca profesó el cristianismo ni formó parte de la membresía de ninguna iglesia, aglutinó junto a sí a lo largo de su ministerio terrenal la comunidad de discípulos que más tarde se constituiría en asamblea cristiana organizada y estructurada, vale decir, en la Iglesia universal; por el otro, esa Iglesia universal, desde el siglo I hasta el actual y pese a sus crisis internas, sus contratiempos y sus ocasionales desviaciones del evangelio original, siempre ha profesado y profesa su fe inquebrantable en Jesucristo el Hijo de Dios, cuya pasión, muerte, resurrección y ascensión proclama, y cuya Parusía espera[3]. Jesús no está confrontado con la Iglesia ni la Iglesia con Jesús. Esta última puede cometer graves errores —algunos de ellos de todo punto inconcebibles e incluso hasta imperdonables por sus consecuencias—, dar pábulo tal vez a ideas incorrectas, equivocar el camino, desviar el enfoque, todo cuanto se quiera decir, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, rechazar a Jesús o declararse abiertamente contra él y contra sus enseñanzas. Mucho nos tememos que en el fondo de esta confusión subyazcan todas esas corrientes neojudaizantes a las que tan proclives se muestran innumerables sectas evangélicas y que pretenden hacer del cristianismo una sección del judaísmo ortodoxo actual en realidad, exorcizándolo de los elementos que ellas consideran adventicios e indeseables, como la cultura helenística y romana o la influencia de la filosofía antigua en su desarrollo teológico posterior[4]. Por decirlo en pocas palabras: la ignorancia más supina, no exenta de fanatismo, elevada a principio religioso.
La segunda, por su parte, consiste en equiparar a Jesús con una Iglesia primitiva ideal que habría sido un modelo de comunidad cristiana, diametralmente opuesta, como es lógico, a lo que encontramos en el panorama eclesiástico de nuestros días. Aquella Iglesia primitiva y apostólica habría seguido fielmente los pasos del Nazareno tanto en la enseñanza como en el testimonio vivo ante las naciones hasta que, una vez fallecidos los apóstoles entregando sus vidas por Cristo y por el evangelio, habrían comenzado a introducirse en ella herejías y corrupción propias del mundo helenístico, dando así al traste con el mensaje transmitido por Jesús e iniciándose una etapa oscura en la historia eclesiástica en la cual se habría forjado la Iglesia apóstata e impía que contemplamos hoy[5]. Quienes sostienen este peculiar punto de vista parten de un error capital: la creencia en míticas épocas doradas, siempre remotas[6] y siempre motivo de miradas retrospectivas cargadas de nostalgia. El realismo con que se escribió el Nuevo Testamento desmiente desde la base cualquier presunta iglesia ideal de tiempos apostólicos; las referencias de los propios Evangelios a unos discípulos que disputaban entre sí por presuntos “puestos de influencia” en el Reino de Dios[7] y que en el momento de la verdad abandonaron por completo a su Maestro y Señor[8], por no mencionar la figura del apóstol traidor, Judas Iscariote, solo constituyen los primeros trazos del cuadro inicial neotestamentario sobre la Iglesia primitiva: las disputas dentro de la comunidad de Jerusalén, al principio por causa de ciertos repartos entre viudas necesitadas que obligó a los Apóstoles a intervenir y establecer el orden diaconal (Hechos 6), prosiguieron por asuntos tan graves como la división en facciones a favor o en contra de la obligatoriedad de la circuncisión para los conversos procedentes de la gentilidad, resuelta, en principio, en el Concilio de Jerusalén (Hechos 15)[9]. Y el conjunto del corpus paulinum, así como las llamadas Epístolas Católicas[10] y el propio Apocalipsis de San Juan, permiten leer, a veces de manera patente y clara, a veces entre líneas, que las comunidades cristianas del siglo I fueron un hervidero de problemas, de luchas internas, de controversias doctrinales y de personalismos que envenenaron en diversas ocasiones la paz del conjunto. Su fe en Cristo, que nadie se atrevería a poner en duda, no fue óbice para que todo cuanto de humano había entre ellas mostrara su rostro más trágico.
Dicho lo cual, y pese a lo que pudiera parecer, también nos declaramos completamente a favor de un regreso a Jesús. ¿Podría alguien llamarse realmente cristiano y no desear de corazón un retorno a la gran fuente de nuestra fe que contribuyera al bien de la Iglesia universal y del conjunto del género humano? Pero ese regreso ha de ser racional, ha de ser lógico, ha de estar cimentado en la realidad, no en fantasías.
En primer lugar, ha de ser un regreso constante, permanente, no solo efectivo en circunstancias puntuales marcadas por crisis o por conciencia de crisis. El creyente cristiano, en tanto que discípulo de Jesús, no puede contentarse con una mera asistencia a los oficios dominicales o semanales y una catequesis formativa de cuando era niño o adolescente. La realidad de un Cristo vivo que está en medio de su pueblo y que se manifiesta en la proclamación de la Palabra, en el Santo Sacramento y en una praxis testimonial diaria a favor del prójimo ha de impregnar la conciencia de los fieles. Para ello es indispensable una predicación digna de tal nombre, que enriquezca a quienes la escuchen[11], y una formación permanente que alimente la piedad, ya sea por medio de lecturas de calidad efectuadas de forma privada[12], ya de cursos organizados por la propia Iglesia[13]. El cristiano de nuestros días, consciente de la realidad de Cristo, de la presencia de Cristo en su propia vida como fiel creyente y en el conjunto de la Iglesia, ha de hacer de su propia existencia cotidiana, allí donde reside y en sus circunstancias particulares, un testimonio vivo que puede inducir a otros a imitarlo y a buscar la esperanza y el compromiso permanente que significa el evangelio. Y por encima de todo ha de huir de esos supuestos y engañosos “reavivamientos”[14], tan del gusto de ciertos ambientes religiosos sensacionalistas, que, pese al gran estruendo y pompa de que se acompañan en sus comienzos, siempre dejan de ser al cabo de cierto tiempo y solo generan sentimientos de nostalgia en quienes dicen haberlos conocido y lamentan profundamente la “decadencia actual de la Iglesia”. La fe cristiana no se cimenta en cortinas de humo, sino en realidades eternas que se plasman en el quehacer cotidiano.
En segundo lugar, ha de ser un regreso maduro, equilibrado, bien ponderado. Se nos antoja totalmente fuera de lugar la absurda pretensión de revivir el pasado, algo que en ambientes religiosos puede tener resultados catastróficos[15]. Quienes nos encontramos en pleno siglo XXI muy difícilmente podríamos regresar a sistemas de vida y de cultura propios del siglo I y de un medio político, social y religioso como era la Palestina de aquel momento. Jamás sabría la Iglesia regresar a un mundo que ya no existe y adaptarse a sus patrones de pensamiento, tan distintos de los actuales. Queden esas aventuras para los autores de ciencia ficción[16]. Regresar a Jesús y hacerlo de manera constante y con la debida seriedad que ello implica no puede significar dar un salto en el tiempo hasta el siglo I obviando toda una historia eclesiástica que, quiérase aceptar o no, ha marcado el destino de las naciones cristianas del mundo y el de cada uno de nosotros en particular. Tampoco puede entenderse como una anulación de la Iglesia como institución, que nace directamente después de la Ascensión del Señor[17]. Jesús no se comprendería jamás en su auténtica doble dimensión de Hijo de Dios e Hijo del Hombre sin el testimonio plasmado por la Iglesia en los Evangelios, el resto del Nuevo Testamento y la literatura cristiana posterior.
La moda de pedir e incluso exigir un regreso a Jesús pasará, como tantas otras. Es cuestión de tiempo. Lo que no pasará jamás es la realidad de ese regreso permanente a la persona y la obra de Jesús de Nazaret por parte de la Iglesia, que es su cuerpo.
Sin ello, la Iglesia no sería Iglesia ni nada de cuanto existe sería como hoy es.
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[1] La palabra moda es un préstamo francés (mode) introducido en nuestro idioma a partir del siglo XVIII. Su origen es claramente latino: el vocablo modus, que en la lengua de Cicerón significa “medida” o “modo”.
[2] Solo como botón de muestra mencionamos el libro de LABOA GALLEGO, J. M. Historia de los Papas: entre el reino de Dios y las pasiones terrenales. La Esfera de los Libros, S. L., 2013.
[3] Una simple lectura a las liturgias de las iglesias históricas o a sus publicaciones catequéticas es más que suficiente para comprobarlo.
[4] Ver la obra de RIVANERA CARLES, F. La judaización del cristianismo y la ruina de la civilización: el verdadero carácter de la heterodoxia cristiana desde la antigüedad hasta nuestros días. Instituto de Historia S.S. Paulo IV, 2004.
[5] En un seminario ultrafundamentalista en el que estudiamos hace muchos años se enseñaba que esa presunta “época oscura” se inició el año 70 d. C. con la destrucción de Jerusalén y el templo por Tito Vespasiano, y duró hasta comienzos del siglo II, cuando ya la Iglesia apostólica primitiva había desaparecido y había ocupado su lugar la gran iglesia apóstata e impía. Como es lógico, no se presentaba jamás ni un solo documento fidedigno que garantizara la realidad de aquella presunta apostasía generalizada.
[6] El mito de la Aurea aetas de los clásicos o del Paraíso terrenal primitivo, comunes a muchas civilizaciones humanas y motivadas por los mismos parámetros.
[7] San Mateo 20, 20-28; San Marcos 10, 35-45.
[8] San Mateo 26, 56.
[9] La Epístola de San Pablo Apóstol a los Gálatas, especialmente en su capítulo 2, deja un claro testimonio de cómo las disputas sobre la circuncisión y otras prácticas judías prosiguieron más adelante haciéndose caso omiso de las decisiones de aquel primer Concilio de la Iglesia.
[10] O universales.
[11] La mejor predicación tiene siempre tres características fundamentales: está fundamentada única y exclusivamente en Jesús, es breve y no se pierde en florituras literarias. Dicho más claro: va al grano y desafía al oyente a seguir a Jesús y a hacer de su vida un testimonio vivo de Cristo allí donde Dios lo haya colocado.
[12] “Lectura de calidad” no significa en este contexto “manual especializado en teología dogmática, en arqueología, en filosofía o en exégesis bíblica”. Existen en el mercado religioso cristiano obras de innegable valor formativo que son divulgativas, es decir, no pensadas para especialistas o profesores de seminario, sino para el conjunto de los fieles.
[13] Hemos conocido de primera mano el llamado Curso Alpha que viene circulando desde 1977 y, aunque en principio está diseñado para el testimonio evangelístico, no son pocas las parroquias que lo utilizan para la instrucción básica de los fieles, con buenos resultados. El Curso de formación de lectores seglares de la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE por sus siglas) sirve también para este menester en diferentes lugares.
[14] Los famosos revivals norteamericanos, producto propio de los EE.UU exportado a otras latitudes, en todo momento con idénticos resultados: fuerte emocionalismo inicial en el que no faltan “milagros” y “prodigios” sobrenaturales. Quien esté interesado en ver cómo funcionan estos montajes publicitarios religiosos de pocos escrúpulos y no siempre clara moralidad hará bien en visionar la magistral película de 1960 El fuego y la palabra (Elmer Gantry es su título original en versión inglesa), protagonizada por los míticos Burt Lancaster y Jean Simmons. Con un estilo más naïf, pero siempre con la misma temática de los reavivamientos y los milagros se rodó en 2012 la película I am Gabriel, protagonizada por Gavin Casalegno, Dean Cain y Elise Baughman.
[15] Piénsese, sin ir más lejos, en las sectas originarias de los EE.UU que se empeñan en restaurar contra vientos y mareas instituciones y prácticas del Antiguo Testamento, con la consiguiente distorsión que generan, no ya en el elenco doctrinal cristiano, sino en la vida y la praxis de sus adherentes, forzados de este modo a vivir contra corriente y en mundos pequeños y muy cerrados, aislados mentalmente del conjunto de la sociedad.
[16] Recuérdese el éxito inicial de la novela Caballo de Troya de J. J. Benítez, publicada en 1984. De sus diez secuelas siguientes solo la segunda alcanzó un renombre similar al de la primera.
[17] Ver los capítulos iniciales de Hechos de los Apóstoles.
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Juan María Tellería, PhD. Es Licenciado en Filología Clásica y en Filología Española. Diplomado en Teología por el Seminario Bautista de Alcobendas (Madrid), Licenciado en Sagrada Teología y Magíster en Teología dogmática por el CEIBI. Profesor y Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Es presbítero ordenado y Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE).
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