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CHARLES DICKENS, SPURGEON Y WILLIAM BOOTH EN LOS BARRIOS BAJOS | Alfonso Ropero

Dickens y las miserias de la Revolución Industrial

Charles Dickens es uno de los escritores más célebres de todos los tiempos, con personajes tan entrañables y dramáticos como David Copperfield, Oliver Twist, la pequeña Dorrit y el avaro sin corazón, Ebenezer Scrooge.
Antes de ponerse a escribir trabajó como recadero-pasante en un bufete de abogados y después como taquígrafo judicial, experiencias que le sirvieron para escribir su primera novela y obra magna, Los papeles póstumos del Club Picwich. Trabajador incansable creó cientos de personajes sacados de los bajos fondos de la miseria. En Dickens se daba una voluntad decidida de crítica de las desigualdades sociales a la vez que una sincera defensa de los pobres y marginados de la sociedad. En toda su obra es evidente la hostilidad del escritor hacia los poderosos e indiferentes a la miseria de la gente.
Dickens fue testigo de los efectos adversos de la Revolución Industrial británica, con la explotación inmisericorde de la clase trabajadora, incluidos los niños desde su más tierna infancia. Él mismo sufrió en carne propia el oprobio del trabajo, pues con doce años estuvo empleado en una fábrica pegando etiquetas en botes de betún cuando su padre, un oficinista que trabajó para la marina británica, fue encarcelado por deudas. En esos años duros de su infancia, Charles Dickens forjó algunas de sus cualidades: su asombrosa capacidad de trabajo, su constancia, sus agudas dotes de observación y su determinación para salir adelante. Fue testigo de las condiciones insalubres en las ciudades donde se hacinaban miles de familias; de las devastadoras instituciones sociales como los workhouses («asilos para pobres»); las instituciones escolares donde se despellejaba a azotes a los niños; de la miseria; de los laberintos legales; de la injusticia; de la dureza de las prisiones; de la explotación de los campesinos hambrientos que acudían a las ciudades a trabajar en industrias donde imperaba la injusticia al no existir leyes que la frenaran. Dickens fue testigo y juez de una época terrible. Su famosa novela Oliver Twist se convirtió en la primera obra literaria de crítica social dirigida directamente al problema de la pobreza, la miseria y la injusticia en el Londres del momento. «Sus descripciones del miserable Londres victoriano desenmascararon las ilusiones burguesas» (Britta Gürke).
Los ideólogos de la nueva derecha alegan que la descripción que Dickens hace de los tiempos y las pésimas condiciones de vida de sus personajes no se ajustan a la realidad, sino que son meros recursos retóricos efectistas del escritor para cautivar la emoción de los lectores. Consideran que no se pueden usar las novelas de Dickens como fuentes fiables de la situación de explotación e injusticia en los días de la Revolución Industrial en Inglaterra, pues para ellos es dogma incontrovertible que allí donde el capitalismo impera se crean riquezas y se eleva el nivel de vida de los obreros. De lo primero no hay duda: el capitalismo crea riqueza, el problema está en cómo se redistribuye cuando no hay una instancia igual o superior que le obligue a ello. 
La miseria ha acompañado siempre a la humanidad que vive y suspira «en este valle de lágrimas», como decía aquella oración que nos enseñaron de niños. Antes de la primero Revolución Industrial la economía estaba sometida a crisis periódicas de subsistencias provocadas por una serie de factores: estructura feudal o tardofeudal de la propiedad de la tierra; nulidad o atraso de provisiones tecnológicas; bajos rendimientos conjugados con la meteorología adversa; a lo que hay que sumar las crisis recurrentes provocadas por las epidemias y las guerras, con las consiguientes malas cosechas, subida de precios, hambre y mortalidades catastróficas. Cada una de esas crisis generaban mucho sufrimiento y situaciones de intensa calamidad y muerte. Pero en el Antiguo Régimen existían mecanismos que intentaban mitigar estos efectos, aunque con resultados desiguales, y que funcionaban a través del control económico de los Estados: acumulación de granos, tasas en los precios, ordenanzas de todo tipo, y la labor asistencial de las Iglesias y la cobertura gremial. Todo esto sufrió un duro embate con la llegada del Estado liberal y la filosofía contraria a la intervención entre el capital y el trabajo, unido al desmantelamiento de las instituciones de caridad eclesiástica.
Las condiciones laborales fabriles se tornaron durísimas: bajos salarios, nula cobertura ante los riesgos derivados de la vida o del mercado laboral. Eso fue acompañado por unas condiciones de vida completamente insufribles: viviendas insalubres, escasa y nada variada alimentación, aumento del alcoholismo, sin olvidar la explotación de los niños y de la mujer.
La creciente industria y la falta de mano de obra dieron origen al lado más desagradable de esta industrialización: la explotación infantil. Ellos fueron los que recibieron la peor parte de esta época de desarrollo, tal vez porque eran las personas más frágiles. Para los propietarios, los niños eran una ganga; tenían cuerpos jóvenes, más eficientes y menos propensos a cansarse, y nunca se quejaban. 
«Los niños, incluso los más pequeños, eran obligados a trabajar más de diez horas diarias en pésimas condiciones. No había ningún tipo de seguridad, por lo que los accidentes eran frecuentes y muchas veces causaban problemas en la salud de los niños e incluso su muerte o pérdida de algún miembro. Por si fuera poco, había vigilantes para controlar el comportamiento de los niños, y más les valía hacerlo bien, porque si no, eran cruelmente castigados»[1].
Otro aspecto preocupante de la Revolución Industrial fue la explotación de las mujeres trabajadoras. 
El trabajo de las mujeres se clasificaba en cuatro categorías principales: en primer lugar, todos los aspectos del trabajo doméstico y del hogar; en segundo lugar, el cuidado y la formación de los niños; en tercer lugar, la distribución y venta al por menor de alimentos y otros artículos de consumo habitual; y, finalmente, habilidades específicas en manufactura. Estas habilidades específicas eran relativamente pocas: principalmente la costura en sus diversas formas. Este tipo de hechos pueden dar lugar a pensar que para algunos trabajos, que no requerían fuerza física, las mujeres eran quienes predominaban; pero eso no significa que sus condiciones fueran mejores. «La mayoría de las mujeres que trabajaban eran madres, esposas
o hijas de trabajadores manuales para quienes la división sexual del trabajo, los bajos salarios y las condiciones de explotación constituían la norma en el mercado laboral victoriano»[2].
De modo que, en respuesta a los negacionistas del lado perverso del crecimiento económico del capitalismo, podemos responder con la siguiente cita, que tiene en cuenta el hecho paradójico de la creación de riquezas con el aumento de miseria.
«Los nuevos adelantos tecnológicos generaban un vertiginoso aumento de la riqueza, nunca visto en toda la historia de la humanidad, pero, en contraposición, aumentaba el número de personas que caían en una situación que rozaba la indigencia, a pesar de ser ellos los que creaban dicha riqueza. Pero, además, se daba la circunstancia de que, precisamente por las transformaciones productivas las crisis ya no eran de subsistencia, sino de superproducción, es decir, ya no se padecía carencia de alimentos y, además, había significativos avances médicos, pero los trabajadores no podían acceder ni a unos ni a otros»[3].
Charles Spurgeon

Charles H. Spurgeon y sus huérfanos

Charles Spurgeon es sin duda uno de los más grandes predicadores de la historia en una época de grandes oradores. No sin motivo se le ha llamado el «príncipe de los predicadores», cuyos sermones siguen cautivando a muchos creyentes actuales dado su cristocentrismo y su firme defensa del evangelismo bíblico. Fue el último de los puritanos, al decir de muchos. 
En lo que a nuestro tema respecta, Spurgeon no es nada sospechoso de intromisiones políticas o sociales. A él también le tocó desarrollar su vida y ministerio en medio de la Revolución Industrial. La gigantesca congregación de Spurgeon estaba formada casi en su totalidad por trabajadores de las fábricas. Por si alguno lo ignora, Karl Marx (1818-1883) y Charles Spurgeon (1834-1892) vivieron y trabajaron en la misma ciudad, Londres, al mismo tiempo, aunque cada cual luchando por diferentes motivos. El uno procurando la regeneración espiritual del individuo para alcanzar la vida eterna; el otro, promoviendo la lucha de clases para alcanzar una utópica sociedad igualitaria aquí en la tierra.  
Spurgeon nunca intervino en política, pero no fue insensible a las carencias y sufrimientos de sus contemporáneos. Nadie sostuvo con más fuerza que Spurgeon que el Evangelio no era un evangelio social, sino un evangelio redentor; pero ese evangelio redentor conllevaba implicaciones sociales que significaron el orfanato Stockwell, la escuela Ragged y los hogares para ancianos. «El Evangelio Redentor lleva en su seno el evangelio social, y el siglo XIX muestra a un Señor redentor empujando a su pueblo a las exigencias sociales de su evangelio»[4].
Aunque la Revolución Industrial estaba en su mejor momento, produciendo cuantiosas riquezas y cediendo un poco a las exigencias de una mejora de los sueldos y condiciones de los trabajadores, la situación seguía siendo desesperada para los pobres, con o sin trabajo. Miles de niños deambulaban por las calles desamparados que, o morían de hambre o se entregaban a una vida delictiva. En 1866 Spurgeon abrió las puertas de un orfanato para paliar la deplorable situación de esos niños. El orfanato proporcionaba a los niños un amplio gimnasio, piscina, campos de juegos y un hospital. En 1877 se construyó también un orfanato de niñas de tal forma que se contaba entonces con una capacidad de albergar 250 niños y 250 niñas.

Thomas Barnardo

Hogares del Dr. Barnardo

No es una imagen de ficción literaria, sino un hecho real lo que un día descubrió el Dr. Thomas John Barnardo[5] en los húmedos y sucios tejados de Londres: montones de niños durmiendo sobre las tejas y canalones de los edificios. Horrorizado y tocado en lo más profundo de su corazón cristiano, decidió abandonar su formación médica y dedicarse a ayudar a esos niños de la miseria. Así es como nació la obra social Dr. Barnardo´ Homes, que todavía perdura. En 1870, Barnardo abrió su primer hogar para niños. Además de ponerles un techo, el hogar capacitó a los niños en carpintería, metalurgia y zapatería, y les proporcionó puestos de aprendizaje.
Para empezar, había un límite en el número de chicos que podían quedarse allí. Pero cuando un niño de 11 años fue encontrado muerto (por desnutrición y exposición) dos días después de que le dijeran que el refugio estaba lleno, Barnardo prometió nunca rechazar a otro niño.
La obra de Barnardo fue radical. Los victorianos, como muchos neoliberales modernos, veían la pobreza como algo vergonzoso y resultado de la pereza o el vicio. Pero Barnardo se negó a discriminar entre los pobres «merecedores» y «no merecedores». Aceptó a todos los niños, independientemente de su raza, discapacidad o circunstancia. En el momento de su muerte, en 1905, la organización benéfica por él fundada tenía 96 hogares que cuidaban a más de 8.500 niños vulnerables[6].


Ciertamente el tremendo aumento de la producción industrial generó grandes riquezas, pero mientras que algunas personas se hicieron inmensamente ricas, miles de otras vivieron en condiciones de pobreza tan terribles que es difícil imaginar cómo lograron sobrevivir; de hecho, muchas de ellas no sobrevivieron. La falta de alimentos, las malas viviendas y los servicios médicos inadecuados pasaron factura y muchas personas murieron a una edad comparativamente temprana. Respecto a las viviendas de los barrios marginales, un arquitecto comentó en 1859: «Parece casi imposible que los seres humanos puedan vivir. Los pisos están llenos de agujeros, las escaleras rotas y el yeso caído». Las casas se inundaban cuando llovía y las paredes finas como el papel apenas protegían del frío en invierno. En condiciones tan espantosas, no sorprende que el cólera y otras enfermedades infecciosas plagaran los barrios marginales[7]. Cuando el reformador social Henry Mayhew visitó los barrios bajos de Londres, retrocedió espantado: «El agua de la enorme zanja frente a las casas está cubierta de espuma… y de grasa; a lo largo de las orillas hay montones de suciedad indescriptible... el aire tiene literalmente el olor de un cementerio».
Como de costumbre en situaciones similares, los niños sufrían terriblemente. Miles de vagabundos andaban por las calles buscando comida en los vertederos de basura. Pocos de ellos tenían más que unos cuantos harapos miserables con los que vestirse y muchos se vieron obligados a cometer delitos menores, robando comida o dinero para mantenerse con vida. El Dr. Barnardo no dio la espalda a esta terrible realidad, no negó su existencia como algo marginal y sin importancia, ni culpabilizó a la población que soportaba aquella situación, sino que se entregó de lleno a ellos, dedicando todas sus fuerzas y recursos para rescatar a los que, de otro modo, de haber sobrevivido, llevarían una vida de sufrimiento indescriptible[8].
William Booth

El Ejército de Salvación

Un último dato, y no menos importante. Todavía, a finales de siglo, la situación de la clase obrera no había cambiado mucho, en 1890 se publicó un libro de gran éxito: In Darkest England and the Way Out (En la Inglaterra más oscura y cómo salir de ella), escrito por W. Booth. Esta obra expuso a todo el país, la crueldad, abuso y negligencia que sufría la población de los sectores más pobres. Su autor estimaba que tres millones de hombres, mujeres y niños en el Reino Unido, es decir, una décima parte de la población total, languidecían en un estado de miseria y miseria abyectas.
William Booth era miembro de una familia judía inglesa, a la que se puede considerar rica según los estándares de la época, pero que cayó en la pobreza como resultado de las malas decisiones de inversión del cabeza de familia, Samuel Booth. Siguiendo la tradición familiar, William fue colocado como aprendiz de un prestamista, oficio que llegó a desempeñar sin mucho entusiasmo. Hasta que un día, después de una experiencia de conversión a Cristo, dejó todo por la predicación del Evangelio a las gentes más necesitadas y miserables de todos: lo pobres. Su experiencia de prestamista le había enseñado el estado lamentable y desesperado en que se encontraban.
A la burguesía y a la clase media le preocupaban los pobres, pero no por lo que estos sufrieran o a las privaciones a que estaban sometidos que les impedía llevar una vida digna, sino por la «peligrosidad» que podían representar para la buena sociedad. Como afirmaba un magistrado de la época: los barrios marginales son un centro de «miseria, borrachera, imprevisión, anarquía, inmoralidad y crimen». Filántropos, educadores, clérigos y moralizadores se convirtieron en una brigada al servicio de la ley y el orden con vistas a erradicar las características «antisociales» de los pobres y cimentar la hegemonía de la élite[9]. Esta era la mentalidad de tipo paternalista de la clase dominante británica en su política de controlar la supuesta amenaza representada por el mundo obrero. Sin embargo, el Ejército de Salvación de William Both, pese a sus críticos, se dirigía por parámetros bien diferentes, más cercanos a los socialistas que a los burgueses. Ambos grupos ocuparon los principales campos urbanos para la predicación callejera o la proclama política. Las expectativas de cambio personal y social tras la «conversión» eran sorprendentemente semejantes en ambos grupos. Socialistas y salvacionistas por igual creían que el socialismo, en un caso, y la salvación cristiana, en otro, llegaría si el mensaje o el evangelio se predicaba lo suficiente: todo era cuestión de alcanzar al mayor número de gente posible. Los conversos de ambos grupos comúnmente abandonaban las bebidas alcohólicas. En aquella época muchos socialistas estaban estrechamente identificados con la causa moral de la templanza respecto a las bebidas espirituosas. George Lansbury, Tom Mann, Ben Tillett, Keir Hardie, todos reformadores de la templanza antes de unirse al movimiento obrero, veían en la bebida y su abuso una explicación de la inercia de los pobres[10].
Alguien comentó al célebre reformador social Charles Booth: «La conversión tiene un efecto maravilloso en un hombre; muy pronto se viste decentemente; su hogar mejora y, aunque todavía sigue siendo un trabajador, exteriormente podría pasar como uno más de los funcionarios»[11].  
Indudablemente tanto el capitalismo industrial como financiero pueden generar mucha riqueza, pero si este no está regulado por una instancia superior, no ya el Estado, sino la Ética, el sentido moral común del bienestar generalizado, puede generar grandes bolsas de miseria en medio de paraísos exclusivos de riqueza. El ser humano, abandonado a sí mismo, señor supremo de sus acciones, es un lobo para el hombre, un ser depravado en términos calvinistas, ciego a los sufrimientos de los millones de Lázaros que quisieran alimentarse siquiera de las migajas que caen de su mesa. Tal cosa va contra el programa cristiano, contra su mensaje, sus ideales y su esperanza, y no por motivos políticos, sino por una simple cuestión de humanidad que extiende a todos la calidad de criaturas de Dios. Para concluir con un texto de William Booth:
«Ni lamento, ni desesperación. Para la Inglaterra más oscura, como para el África más oscura, hay una luz más allá. Creo que veo una salida, una manera por la cual los desdichados puedan escapar de la oscuridad de su miserable existencia hacia una vida más elevada y feliz...
El grito sumamente amargo de los desheredados se ha vuelto tan familiar en los oídos de los hombres como el rugido sordo de las calles o como el gemido del viento entre los árboles. Y así surge incesantemente, año tras año, y estamos demasiado ocupados o demasiado ociosos, demasiado indiferentes o demasiado egoístas para dedicarle un pensamiento. Sólo de vez en cuando, en raras ocasiones, cuando se escucha alguna voz clara que expresa con más claridad las miserias de los hombres miserables, hacemos una pausa en la rutina regular de nuestros deberes diarios y nos estremecemos al darnos cuenta por un breve momento de lo que es la vida. significa para los residentes de los barrios marginales...
¡Qué sátira de nuestro cristianismo y de nuestra civilización que la existencia de las colonias de paganos y salvajes en el corazón de nuestra capital atraiga tan poca atención! No es mejor que una burla espantosa (los teólogos podrían usar una palabra más fuerte) para llamar por
el nombre de Aquel que vino a buscar y salvar lo que se había perdido, aquellas Iglesias que en medio de multitudes perdidas duermen en apatía o muestran un interés intermitente por una casulla. ¿Por qué todo este aparato de templos y casas de reuniones para salvar a los hombres de la perdición en un mundo venidero, mientras nunca se extiende una mano amiga para salvarlos del infierno de su vida presente? ¿No es hora de que, olvidando por un momento sus disputas sobre lo infinitamente pequeño o lo infinitamente oscuro, concentren todas sus energías en un esfuerzo conjunto para romper esta terrible perpetuidad de perdición y rescatar al menos a algunos de aquellos por quienes los creyentes profesan que su Fundador vino a morir?»[12].



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[1]. Jane Humphries, Childhood and Child Labour in the British Industrial Revolution. Cambridge University Press, 2010. 

[2]. John Saville, “Aspects of the social economy of working class women in nineteenth century Britain”, en Colin Holmes y Alan Booth, eds., Economy and Society. European Industrialisation and its Social Consequences. Leicester University Press, 1991.

[3]. Eduardo Montagut, «El surgimiento del pauperismo», Nueva Tribuna, 30-Mayo-2018. https://www.nuevatribuna.es/articulo/historia/surgimiento-pauperismo/20180530150250152479.html; Edwin Chadwick, Report on the Sanitary Condition of the Labouring Population of Great Britain (University Press, Edinburgh 1965); Kellow Chesney, The Anti-society: An Account of the Victorian Underworld (Gambit, Boston 1970); Margaret Harkness, In Darkest London (Black Apollo Press, Cambridge 2003); Kellow Chesney, The Victorian Underworld (Penguin, Harmonsworth 1970).

[4]. W. Ridley Chesterton, «Social Life in Spurgeon's Day» The Baptist Quarterly, 6/8 (October 1933), p. 343.

[5]. Thomas John Barnardo nació en Dublín (Irlanda), en 1845. Era hijo de John Michaelis Barnardo, peletero de profesión, que pertenecía a una familia protestante española que había emigrado de Hamburgo a Irlanda (su madre era irlandesa, de familia cuáquera originaria de Inglaterra). Trabajó primero como empleado, y careció de fe hasta que en 1862 se convirtió al cristianismo evangélico; predicó unos años en los barrios bajos de Dublín, y en 1866 marchó a Londres con la idea de formarse como médico y misionero e ir luego a China, idea que abandonó al contemplar la miseria infantil en Londres.

[6]. J.W. Bready, Dr. Barnardo. Physician, Pioneer, Prophet (George Allen & Unwin, 1932); Martin Levy, Doctor Barnardo: Champion of Victorian Children (Amberley Publishing, 2015).

 [7]. P. K. O'Brien, The Industrial Revolution and British Society (Cambridge University Press, 1993); L. D. Schwarz, London in the age of industrialisation: entrepreneurs, labour force and living conditions, 1700-1850 (Cambridge University Press, 1992); P. F. Speed, Social Problems of the Industrial Revolution (A. Wheaton & Co., 1975); J. H. Treble, Urban poverty in Britain 1830-1914 (Cambridge University Press, 1979). 

[8]. Traté de este asunto, y otros semejantes, en Teología bíblica del avivamiento, Parte II, «Impacto social del avivamiento” (CLIE, Barcelona 1999). Cf. Kathleen Heasman, Evangelicals in action: an appraisal of their social work in the Victorian era (Geoffrey Bles, Londres 1962); Ian Bradley, The Call to Seriousness: The evangelical impact on the Victorians (Lion Books, Londres 2006); Boyd Hilton, The Age of Atonement: The Influence of Evangelicalism on Social and Economic Thought (Clarendon Press, Oxford 1988); Edward Norman, The Victorian Christian Socialists (Cambridge University Press, Cambridge 1987); Gerald W. Olsen, ed., Religion and Revolution in Early Industrial England (University Press of America, Lanham 1990).

[9]. A. P. Donajgrodzki, ed., Social Control in Nineteenth Century Britain (Londres, 
1977); P. McCann, ed., Popular Education and Socialization in the Nineteenth Century (Londres 1977). 

[10]. B. Harrison, Drink and the Victorians (Londres, 1971), pp. 395-397; W. Kendall, The Revolutionary Movement in Britain 1900-21 (Londres, 1969).

[11]. Victor Bailey, “The Salvation Army, Social Reform and the Labour Movement, 1885-1910”, International Review of Social History, 29/2 (1984), 133-171.

[12]. W. Booth, In Darkest England and the Way Out. Londres 1890.

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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismo, Introducción a la filosofía, Historia general del cristianismo (con John Fletcher), Mártires y perseguidores y La vida del cristiano centrada en Cristo.





 


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