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La facticidad de la fe. 1ª parte | Adrian Aranda

 

La encarnación es Dios convirtiéndose en humano, 

no simplemente un hombre haciéndose Dios… 


Karl Barth



La fe, en cuanto tiene su origen y dependencia en una dimensión suprasensible, atemporal y ahistórica, la cual Platón sistematizó en su teoría de las Formas, y cierto cristianismo en el término de “mundo espiritual”, ha carecido siempre de una sustancia más terrenal, ligada al mundo de la vida. 

Por otro lado, la facticidad entendida como el contexto vital que delimita los márgenes dentro de los cuales los seres humanos habitamos y operamos, y el sustrato que antecede nuestra existencia y mediante el cual estamos en una constante relación dialéctica con la naturaleza, ha sido históricamente mal vista por la fe. Ante esto, ¿no es un contrasentido hablar de la facticidad de la fe? Si nos remitimos a las interpretaciones dominantes del cristianismo sí lo es. 

No obstante, la fe cristiana posee una naturaleza fáctica, que se puede rescatar y vislumbrar apelando al Acontecimiento de la encarnación de Dios y todo lo que ello implica.  El cristianismo tiene como rasgo único ante las grandes religiones del mundo antiguo: que Dios se hizo hombre. Afirmar en el primer siglo que el Logos se hizo carne fue el detonante del martirio de los cristianos durante siglos, hasta la “paz” que trajo Constantino en el siglo IV. 

Sin embargo, las condiciones de existencia [1] en las que surge el cristianismo estaban dominadas por la filosofía griega, lo que hizo inevitable que para la autocomprensión y expresión de su fe, los cristianos tuvieran que apelar a los conceptos claves de la metafísica platónica. Nietzsche vio esto claridad y de ahí que denominase al cristianismo como “un platonismo para las masas” [2]

Pero las condiciones de existencia de nuestro tiempo han cambiado rotundamente. El denominado giro lingüístico del siglo pasado, ha posibilitado el surgimiento del concepto de razón encarnada, esto significa según Habermas que, “Lenguaje y realidad están mutuamente entreverados de un modo para nosotros insoluble. Toda experiencia está impregnada de lenguaje, de modo que resulta imposible un acceso a la realidad que no esté filtrado lingüísticamente”[3].

Los cristianos que habitamos el mundo de hoy, nos encontramos bajo la sombra del giro lingüístico, lo sepamos o no, lo que implica que nuestro acceso a Dios, está mediado por el lenguaje en el sentido amplio de este término. 

Quizá vivamos en un tiempo en que nos es imperante asumir esto para vivir una fe más saludable, porque obviarlo o ser indiferentes a ello, solamente hará que nos mantengamos en la ilusión de un acceso pleno y directo a Dios.

Primeramente, ningún cristiano razonable rechazaría que como dice el apóstol Pablo en la Carta a los Romanos, la fe se produce mediante la recepción (oral o escrita) de la Palabra de Dios. ¿Y dónde encontramos la Palabra de Dios?...la encontramos en las Escrituras. Y siguiendo en esta línea, cabe preguntarse ¿qué son las Escrituras? Pues ellas son lenguaje, son textos escritos en símbolos lingüísticos de diversos códigos (lenguas) que remiten a historias sobre la relación de Dios con la humanidad. Por ende, para conocer a ese Dios que se ha relacionado y relaciona con la humanidad, es inevitable zambullirnos en el lenguaje, para captar el sentido de lo expresado por quienes dejaron estos diversos testimonios. 

En este sentido, la fe posee un carácter fáctico, puesto que para nuestra conciencia no habría Dios sin Escrituras, y por ende sin texto o lenguaje. Los cristianos contemporáneos damos por sentado el acceso a las Escrituras, por nuestra falta de sentido histórico y una cierta analalfabetización de la historia de nuestra fe.

La lucha de Lutero, que tenía como objetivo que los cristianos asumiésemos con libertad el sacerdocio universal, es decir, que todo cristiano tiene un acceso a Dios sin necesidad de la mediación del clero, la llevó adelante con las armas de la traducción de los textos…La Reforma protestante, fue una reforma lingüística. Lutero no puso a disposición a Dios para el pueblo, puso a disposición textos mediante los cuales se accede a Él. 


En el imaginario colectivo cristiano a veces pulula una visión un tanto romántica de Lutero en tanto reformador, como si hubiese sido una especie de caudillo, pero la lucha de Lutero, fue una lucha en soledad, de traducción y escritura, fue una lucha fáctica y textual. 

De manera análogo a cómo Dios se encarnó en un hombre, que también podríamos verlo como una traducción de lo Absoluto a la finitud, Lutero encarnó los textos bíblicos que estaban en posesión exclusiva del clero, y en una lengua de élite (el latín) a las lenguas que el pueblo entendía, en su caso el alemán. La reforma escritural de Lutero, mediante el trabajo del código y el texto, trasladó lo inaccesible en accesible. Las escrituras fueron arrancadas de su posición de absoluto en tanto inaccesible, fueron “humilladas” mediante la traducción, para devenir en el mismo plano de la condición humana más pobre, y así poder diseminarse entre los espíritus de los hombres mediante la lectura. El trabajo de Lutero implicó un desplazamiento del clero por el texto, en tanto mediador entre Dios y los seres humanos, pero la caída en el literalismo bíblico olvidó esta sustitución de mediación, de la que Lutero tampoco fue consciente en su tiempo. 

En otras palabras, La Reforma suele interpretarse como una mera desarticulación del clero en tanto obstáculo entre Dios y los hombres. La sola escriptura se expresa bajo este trasfondo. Pero La Reforma fue más que eso, no se trató meramente de quitar un obstáculo (clero) sino de sustituir a un mediador. El problema que afrontamos los cristianos contemporáneos, preferentemente quienes pertenecemos a una de las ramas que derivan del protestantismo, es que nos hemos olvidado que sigue existiendo un mediador, que es texto, que es lenguaje, que es Logos… 



Notas:

[1] Véase La arqueología del saber de Michel Foucault, principalmente el capítulo 1.

[2] Esto se encuentra en el prólogo de Más allá del bien y el mal, la gran obra de Nietzsche.

[3] Véase Habermas, J., Verdad y justificación, Madrid: Trotta, 2011, p.43.


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Adrián Aranda es escritor y ensayista. Estudiante de grado de Filosofía en la Universidad de La República de Uruguay. Asesor de Ética para la ONG La Barca. Colaborador en la Cátedra de Historia y Filosofía de la Ciencia, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.








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