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El canon de las Escrituras. ¿Cómo llegamos a las Biblias de hoy? | Arturo Rojas


Uno de los aspectos que los cristianos nos vemos obligados a defender en relación con la autoridad de la Biblia es el relativo al canon o, dicho de otro modo, el establecimiento de los libros considerados autoritativos por ser tenidos como inspirados por Dios y por ostentar, entonces, el peso de veracidad y confiabilidad que la iglesia y la misma Biblia reclama para ellos. Valga decir que estrechamente relacionados con el canon como temas interdependientes, se encuentra la fidelidad y la integridad de nuestras Biblias actuales, es decir la afirmación de que los contenidos de nuestras actuales Biblias son una fiel y completa, o “íntegra”, expresión de los manuscritos originales que ya no poseemos, algo de lo que se ocupan las muy especializadas ciencias de la crítica textual y la llamada alta crítica, a la que dedicaremos una futura conferencia, pues lo relativo al canon concierne más al estudio y conocimiento de la historia que al del análisis de la fidelidad y la integridad del texto de nuestras actuales Biblias. Y aunque el estudio de la historia es menos denso y más interesante que los aspectos técnicos de la crítica textual, que pueden llegar a ser muy áridos y difíciles para el no especialista, también la historia involucrada en el estudio del desarrollo del canon puede llegar a ser un estudio exigente, igualmente reservado para los especialistas.

Por eso, en nuestro tratamiento sumario de este asunto en esta conferencia, vamos a limitarnos a señalar aquellos aspectos de la conformación del canon que apuntan de manera muy inquietante y sugerente a la actividad del Espíritu Santo actuando tras bastidores detrás de este proceso para asegurarse de que nuestras Biblias actuales sean la expresión de su voluntad y de su actividad en la historia de su pueblo elegido, ya sea la nación de Israel en el Antiguo Testamento, como su iglesia en el Nuevo Testamento y, por lo mismo, completamente confiables en el propósito de conocer la verdad y relacionarnos con Dios en los términos correctos. Ciertamente, si desde el punto de vista de la teología una de las actividades más destacadas y cruciales que el Espíritu Santo lleva a cabo a lo largo y ancho de las Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es revelarnos lo que Dios desea que sepamos y que solo Él puede darnos a conocer, es de esperarse que Él también tenga una participación determinante en la conformación del canon.

Esta debe ser una consecuencia lógica, razonable y hasta obvia del hecho teológico afirmado de muchas maneras en las Escrituras en el sentido de que el Espíritu Santo es quien se encuentra detrás de toda actividad profética legítima y en particular detrás de la actividad de todos aquellos que fueron los agentes humanos escogidos por Dios para la elaboración y redacción inspirada y autoritativa de los libros del Antiguo y el Nuevo Testamento. Esta dinámica del Espíritu es recogida y sintetizada en dos pasajes centrales al respecto que se encuentran en el Nuevo Testamento, a saber: 2 Timoteo 3:16 que dice: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia”, y 2 Pedro 1:21, en el que leemos: “Porque la profecía no ha tenido su origen en la voluntad humana, sino que los profetas hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo”.

En este orden de ideas, se discute hasta donde eran conscientes los apóstoles de estar elaborando el canon de las Sagradas Escrituras, añadiendo al Antiguo Testamento los libros inspirados del Nuevo Testamento, pero a la luz de los anteriores pasajes es razonable afirmar que los apóstoles estaban conscientes de estar siendo beneficiarios de una revelación del Espíritu tan autoritativa y al mismo nivel que la que manifestaron los profetas del Antiguo Testamento que haría de sus escritos el último tribunal de apelación para la iglesia. De hecho, la continuidad entre la revelación del Espíritu que dio origen al Antiguo Testamento con la que estaba teniendo lugar en el Nuevo también la tiene presente el apóstol Pedro cuando dice, al compararlas y mencionarlas a ambas: “A ellos [es decir los profetas y autores sagrados en general del Antiguo Testamento] se les reveló que no se estaban sirviendo a sí mismos, sino que les servían a ustedes. Hablaban de las cosas que ahora les han anunciado los que les predicaron el evangelio por medio del Espíritu Santo enviado del cielo [es decir, los apóstoles y autores sagrados del Nuevo Testamento]. Aun los mismos ángeles anhelan contemplar esas cosas” (1 Pedro 1:12).

Para confirmar lo dicho, en 1 de Timoteo 5:18 Pablo equipara tácitamente el Nuevo Testamento con el Antiguo al citar un pasaje del Antiguo Testamento en plano de igualdad con una cita de los evangelios en el Nuevo Testamento: “Pues la Escritura dice: «No le pongas bozal al buey mientras esté trillando» [cita de Deuteronomio 25:4], y «El trabajador merece que se le pague su salario» [cita de Lucas 10:7]”. Ahora bien, esta última es una cita de un dicho del Señor y eso podría explicar la autoridad que Pablo le atribuye a la par con el Antiguo Testamento, pero no pasemos por alto que, para disipar las dudas y reservas al respecto, el apóstol Pedro se refiere a las epístolas paulinas de manera concluyente como “Escritura” al decir: “Tengan presente que la paciencia de nuestro Señor significa salvación, tal como les escribió también nuestro querido hermano Pablo, con la sabiduría que Dios le dio. En todas sus cartas se refiere a estos mismos temas. Hay en ellas algunos puntos difíciles de entender, que los ignorantes e inconstantes tergiversan, como lo hacen también con las demás Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:15).

Así, pues, la presencia del Espíritu Santo en la asamblea de creyentes es, primero que todo, una presencia reveladora del mensaje de Dios, fundamentalmente y antes que nada, a través de la redacción y elaboración del canon bíblico por parte de los autores sagrados y la posterior conformación y sanción formal de este mismo canon por parte de la iglesia, sin perjuicio de su más generalizada presencia iluminadora en la dirigencia de la iglesia en particular y en todos y cada uno de los creyentes en general para poder llegar a comprenderlo e interpretarlo correctamente. En este propósito, históricamente se considera que Apocalipsis es el último libro que se escribió en el Nuevo Testamento, junto con el evangelio de Juan algunos años antes, ambos ya en la ancianidad del apóstol, el único de los apóstoles que no fue mártir al no sufrir, como los demás, una muerte violenta y prematura debido a las persecuciones contra la iglesia.

En el cierre de este libro su autor hace la siguiente conocida advertencia: “A todo el que escuche las palabras del mensaje profético de este libro le advierto esto: Si alguno le añade algo, Dios le añadirá a él las plagas descritas en este libro. Y, si alguno quita palabras de este libro de profecía, Dios le quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, descritos en este libro” (Apocalipsis 22:18-19). Por supuesto que esto concierne propiamente a este libro, pero el hecho de que éste sea el último libro del Nuevo Testamento, en el orden y la cronología, hace pensar en este pasaje como una especie de “canto de cisne” en relación, no propiamente con la vida del apóstol, sino con la revelación del Espíritu Santo presente en los libros canónicos recibidos bajo su inspiración. En otras palabras, estas podrían ser indicaciones del cierre del canon que concluye, justamente, con el Apocalipsis, al que, al igual que a este, no podría ni añadirse ni quitársele nada de lo que ya contiene.
La labor reveladora e iluminadora del Espíritu Santo en este caso puede extenderse, entonces, a la guía impartida a la iglesia para otorgarle el reconocimiento de canonicidad a los libros del Nuevo Testamento, pues los rabinos o maestros judíos ya habían dado sanción formal y definitiva a los del Antiguo Testamento en el Concilio de Jamnia en el 90 d. C. Y aunque, como ya lo dijimos, la historia del canon de las Sagradas Escrituras, y en especial de lo que tiene que ver con el canon del Nuevo Testamento, no está exenta de tecnicismos y disensos menores cuando se considera en detalle, esto no debe hacernos perder de vista el casi abrumador consenso mayoritario por parte de la iglesia cuando se vio empujada a pronunciarse al respecto.
Sobre todo, teniendo en cuenta los pasos que median en este proceso y los plazos de tiempo naturalmente involucrados en ello, desde la misma escritura inicial de los libros correspondientes, pasando por su gradual difusión y aceptación por parte de las comunidades cristianas como textos revestidos de autoridad en épocas anteriores a la imprenta, donde esta difusión era mucho más exigente, laboriosa y dispendiosa y, finalmente, la canonización de estos textos, es decir la selección y distinción de aquellos que se consideraron finalmente inspirados por Dios y que habrían de constituir propiamente el canon.
Con mayor razón teniendo en cuenta la variedad de escritos y estilos literarios que conforman el Nuevo Testamento que, sin perjuicio de la ya señalada conciencia que los autores apostólicos del Nuevo Testamento tenían de estar escribiendo bajo la misma inspiración del Espíritu Santo que animó a los autores sagrados del Antiguo Testamento, de todos modos fueron escritos de índole ocasional, es decir que fueron redactados en primera instancia “para la ocasión” inmediata que los suscitó y no propiamente pensando en la posteridad y las futuras generaciones, consideración que se hallaba en segundo plano en la intención de sus autores, pero que no por eso es menos importante.

Aunque el tratamiento de este tema puede llegar a ser más complejo cuando se aborda libro por libro, en términos generales los criterios puntuales para determinar la canonicidad de un libro determinado son los siguientes. En primer lugar, que sea autoritativo o que afirme provenir de la mano de Dios, al estilo de los pronunciamientos proféticos introducidos con la frase “Así dice el Señor”. En segundo lugar, que sea “profético”, es decir que, en lo posible, su autor sea conocido y reconocido como un hombre de Dios. En conexión con lo anterior, el tercer criterio consiste en que el libro debe ser auténtico, en el sentido de no ser el producto de un autor que pretende suplantar y hablar en nombre de otro personaje reconocido como un hombre de Dios, sin serlo realmente, en lo que se conoce como “literatura pseudoepigráfica” que era una práctica relativamente común en la antigüedad que, aunque no era vista en esos tiempos con tanta severidad como hoy (pues hoy se consideraría un plagio con implicaciones legales), de todos modos generaba una explicable desconfianza por parte de la iglesia que, en este propósito, adoptó el lema de “si estás en duda, deséchalo”, hasta no estar seguros de que el libro en cuestión no era un escrito engañosamente pseudoepigráfico, criterio con el que se excluyeron de entrada muchos escritos apócrifos del Nuevo Testamento atribuidos de manera premeditada pero errónea a alguno de los apóstoles. En cuarto lugar encontramos el criterio de si el libro era “dinámico”, es decir si tenía el poder inspirador y transformador de Dios para cambiar favorablemente las vidas de su lectores. Y por último, con un significativo peso entre todos estos criterios, estaba el criterio histórico de si el libro en consideración había sido recibido, reunido, usado y aceptado por la iglesia en general.

Simplificando un poco los criterios que la iglesia incorporó en este asunto; para el establecimiento del canon se tuvieron en cuenta básicamente criterios de tipo teológico y criterios de tipo histórico, que podríamos sintetizar diciendo que los primeros se enfocaban mayormente en el contenido de los textos y su coherencia y correspondencia entre sí que les brindaría en sí mismos una mayor o menor autoridad propia al texto en cuestión, y los últimos en la manera en que la comunidad cristiana en general investiría de autoridad a estos textos mediante su recepción y su uso. Lo sorprendente aquí es que, a pesar de ser criterios que obedecen a variables diferentes y que el grueso de las comunidades cristianas que, mediante su uso, investía a un texto de autoridad, no tenían en su mayor parte educación teológica formal, ambos criterios por lo general coincidían y no entraban en contradicción. No es aventurado, entonces, ver aquí también la supervisión del Espíritu Santo en este proceso para proteger la revelación guiando sutilmente a la iglesia para preservar y reconocer la que procedía verdaderamente de Dios bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo.
De hecho, dados los tiempos normales que en una época anterior a la imprenta requerirían los tres pasos ya mencionados involucrados naturalmente en este proceso, es de destacar que ya para épocas tan tempranas como lo es la segunda mitad del siglo II, un poco después de la crucial y providencial controversia alrededor de la herejía de Marción a la que nos referiremos enseguida, encontremos en el documento conocido como el Fragmento de Muratori una lista de textos que circulaban masivamente en las comunidades cristianas, muy cercana ya a nuestro canon actual y también que en el lapso transcurrido entre la controversia alrededor de la herejía de Marción a mediados del siglo II ꟷque fue la circunstancia que inició el proceso formal de la fijación del canon y llevó a la iglesia a las consultas del caso para establecer y comparar las listas de libros que se leían en las iglesias de los diversos lugares del imperioꟷ, y el documento conocido como la 39ª. Carta Pascual de Atanasio del 367 d. C., ya encontremos en ella los mismos veintisiete libros del Nuevo Testamento de nuestro canon actual, no como un pronunciamiento autoritario oficial por parte de la dirigencia de la iglesia, sino como un registro de lo que ya era el consenso general de las iglesias, bajo la guía del Espíritu Santo.

Es importante señalar esto último, pues a raíz de la divulgación popular de la peregrina teoría carente de fundamento histórico por parte del novelista Dan Brown en su obra El Código DaVinci llevada luego al cine, una de las acusaciones que han ganado fuerza a nivel popular entre los inconversos en contra del cristianismo es la que cuestiona la autoridad de las Escrituras debido al papel presuntamente autocrático que la iglesia habría desempeñado en el establecimiento del canon o el conjunto de libros que constituyen nuestras Biblias actuales, particularmente los que tienen que ver con el Nuevo Testamento, afirmando que la dirigencia de la iglesia manipuló los libros de la Biblia y seleccionó de manera arbitraria y tendenciosa los que más convenían a su agenda encubierta para servir a sus intereses de poder y de control sobre las conciencias de los fieles, decisiones que supuestamente habría tomado en el Concilio de Nicea en 325 d. C., convocado por el emperador Constantino para eliminar, según esta popular teoría conspiratoria, en complicidad con la facción dominante de la iglesia, las disidencias existentes hasta ese momento al interior de la iglesia cristiana, entre las que estarían los gnósticos, cuyos libros quedarían proscritos a partir de este momento.
Porque en realidad, mucho antes de esto, hacia el 150 d. C. como ya lo señalamos, la iglesia ya se había visto literalmente empujada a tratar este asunto cuando el ya mencionado hereje Marción estableció de manera arbitraria y unilateral su propio canon de las Escrituras, como respuesta a lo cual la iglesia comenzó las aludidas consultas que culminaron con el reconocimiento y la sanción por parte de ella de nuestro canon actual. Una sanción que, repetimos, se basó no en una decisión autoritaria y si se quiere, arbitraria por parte de la dirigencia de la iglesia, sino en el reconocimiento de los libros comunes que eran masivamente leídos y a los que se le atribuía autoridad divina en la generalidad de las comunidades cristianas del imperio, sin que estas comunidades se hubieran puesto de acuerdo ni consultado entre sí conjuntamente para determinar los libros que debían ser leídos y estudiados por los creyentes para alimentar la fe y establecer la doctrina correcta, sino llegando a esta tempranamente coincidente lista de una manera incidental y no premeditada.

Por eso, lo realmente sorprendente es que cuando la dirigencia de la iglesia se vio empujada por el hereje Marción a comenzar a tratar este asunto, consultando y pronunciándose al respecto finalmente, encontraron que existía casi una total coincidencia en la lista de libros utilizada por todas estas congregaciones regadas a lo largo y ancho del imperio y que fueron muy pocos los que no contaban desde el comienzo con el consenso universal de la iglesia, dando así su ratificación formal a estos libros que venían gradualmente dándole forma desde tiempo atrás a la iglesia bajo la sutil pero eficaz supervisión de Dios por medio de su Espíritu. De hecho, si bien algunos pocos libros de nuestro canon actual estuvieron en un principio en discusión, antes de su reconocimiento universal, y también algunos otros que se leían y respetaban mucho al principio en algunas comunidades eclesiásticas a la par con nuestros actuales libros canónicos, no se incluyeron a la postre en el canon (como lo fueron algunos de los escritos de los llamados “Padres apostólicos”, en especial la “Epístola de Bernabé”, la “Didajé” y “El Pastor de Hermas”, atribuidos a la generación inmediatamente siguiente de dirigentes eclesiásticos conocidos que sucederían a los apóstoles), los evangelios gnósticos siempre fueron rechazados unánimemente desde el principio y solo fueron apreciados entre grupos y comunidades aisladas, marginales y minoritarias, consideradas como heréticas por el grueso de la iglesia.
Además, los ya aludidos “Padres apostólicos” y el resto de los grandes padres de la iglesia de la justamente llamada época de la patrística (del siglo segundo al cuarto d. C.), citaban ya en sus escritos con mucha libertad y en muchos casos con inusual precisión versículos y pasajes de la mayoría de nuestros actuales libros del Nuevo Testamento, sin mencionar sus citas del Antiguo, como un testimonio de la difusión que ya estaban teniendo entre la iglesia los libros que forman parte hoy por hoy de nuestra Biblias, alcanzando así gradualmente el consenso mencionado de una manera no planeada ni premeditada que fue cada vez más creciente y llegó a abarcar en su momento al minoritario número de libros que estuvieron durante algún tiempo en discusión y no fueron aceptados desde el principio sin reservas por parte de todas las iglesias cristianas en general.

Todo esto coloca a la polémica más bien reciente entre católicos y protestantes alrededor de la pretendida canonicidad de los llamados, curiosamente, libros “deuterocanónicos” o secundariamente canónicos ꟷpor contraste y oposición a los llamados “protocanónicos” o primariamente canónicos, que son todos los libros del Antiguo Testamento aceptados como inspirados y autoritativos por judíos y cristianos por igualꟷ, en su justo lugar y proporción. Los deuterocanónicos incluyen, entonces, los libros de Tobías, Judit, 1 y 2 de Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y Baruc, así como algunas adiciones en griego al libro canónico de Ester y al del profeta Daniel (más exactamente, el capítulo 13 acerca de “Susana” y el 14 sobre “Bel y el dragón”). La discusión sobre su canonicidad no deja de ser anacrónica o extemporánea, pues estos libros apócrifos del Antiguo Testamento ya habían sido excluidos del Antiguo Testamento judío por el Consejo Rabínico reunido en el Concilio de Jamnia en el año 90 d.C. que ratificó su exclusión definitiva del canon judío, a despecho de las minoritarias comunidades judías alejandrinas que, carentes de un criterio teológico e histórico claro al respecto, abogaron por su inclusión, muy proclives a hacer concesiones al pensamiento helenista.

De hecho los eruditos afirman que, en realidad la comunidad judía de Alejandría que elaboró la Septuaginta o versión en griego del Antiguo Testamento de la que citaron casi sistemáticamente el Señor Jesucristo, los apóstoles y los cristianos de la iglesia primitiva (de 350 citas del Antiguo Testamento hechas en el Nuevo, 300 son tomadas de la Septuaginta y solo 50 del texto hebreo), no pretendían fijar ningún canon (no les correspondía, además), sino únicamente dar a conocer al mundo heleno los libros religiosos del judaísmo en general. Además, esta discusión por parte de los católicos en respuesta y contradicción a los Reformadores protestantes, obedeció más a un ánimo polémico que una actitud críticamente honesta y documentada y fue casi por completo un producto del movimiento conocido como la contrarreforma, que terminó dando sanción formal y oficial más de 1.500 años después a libros que ni los judíos ni la iglesia había considerado previamente como parte del canon.

Y si bien esta discusión alrededor de los deuterocanónicos no obra en perjuicio del punto que se desea establecer en esta conferencia en relación con la actividad providencial del Espíritu Santo llevada a cabo tras bambalinas para dirigir a la iglesia temprana al uso y lectura autoritativa y al reconocimiento formal de todos los libros del Antiguo Testamento que conforman actualmente el canon aceptado por los judíos y las tres grandes ramas de la iglesia: católicos, ortodoxos y protestantes por igual y sobre los cuales no existe discusión (pues, descontando los deuterocanónicos o apócrifos del Antiguo Testamento, no existe ninguna discusión ni desacuerdo entre las tres grandes ramas cristianos sobre los libros del Nuevo Testamento), ya entrados en gastos vale la pena bosquejar a vuelo de pájaro las razones por las cuales ni los judíos ni la iglesia protestante ha considerado estos libros como canónicos, pues este ejercicio sirve de ejemplo para entender un poco como se combinan las razones teológicas con las históricas para incluir o no a los libros en cuestión dentro del canon bíblico.
Entre las razones de tipo histórico para no reconocer su canonicidad se encuentra el hecho de que el canon judío no los reconoció, además de que Jesús y los escritores del Nuevo Testamento nunca los citaron de manera directa y expresa, a pesar de estar citando continuamente de la Septuaginta que los contenía (si bien hay que decir que sí existen alusiones y referencias veladas a ellos ꟷen especial al libro de la Sabiduría y el Eclesiásticoꟷ, en algunos de los libros canónicos del Nuevo Testamento, pero sin que se citen nunca textualmente). Adicionalmente, muchos de los grandes padres de la iglesia primitiva hablaron en contra de ellos, entre quienes están Orígenes de Alejandría, Cirilo de Jerusalén, Atanasio de Alejandría y, principalmente, Jerónimo, el gran erudito y traductor de la Vulgata Latina, la versión oficial de la Biblia de la Iglesia de Roma a todo lo largo de la Edad Media hasta la reciente modernidad, quien los rechazó como parte del canon, a pesar de que, a instigación del papa Dámaso, los incluyó en su traducción, pero señaló en los prólogos aquellos libros que no se hallaban en el canon hebreo. Asimismo, Lutero y los reformadores rechazaron igualmente la canonicidad de estos libros y no fue, como ya lo señalábamos de manera general, hasta el año 1546 en el Concilio de contrarreforma de Trento que los libros deuterocanónicos recibieron pleno reconocimiento por parte de la iglesia católica romana.

Las razones teológicas o de contenido para excluirlos incluyen el hecho de que abundan en inexactitudes y anacronismos históricos y geográficos, como por ejemplo la mención de Nabucodonosor el inicio del libro de Judit que dice textualmente: “Cuando Nabucodonosor estaba en el año doce de su reinado sobre los asirios en Nínive, su capital, Arfaxad era rey de los medos en Ecbatana” (Judit 1:1), una serie garrafal de errores históricos que ni siquiera las Biblias católicas pueden ocultar y que una de ellas, la Biblia de Jerusalén, señala de este modo: “A Nabucodonosor, rey de Babilonia (604-562 a. C.), nunca se le llamó «rey de Asiria» ni reinó en Nínive, destruida desde el 612 por su padre, Nabopolasar”. En segundo lugar, enseñan doctrinas falsas y fomentan prácticas que están en desacuerdo con las Escrituras canónicas. A manera de ejemplo podemos señalar Tobías 5:10-13 en el que un presunto ángel de Dios engaña al ciego Tobit haciéndose pasar por un israelita o la sospechosa instrucción de este mismo ángel a su hijo Tobías en 6:5-17 y la afirmación en 12:9 en el sentido de que: “.. La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado. Los limosneros tendrán larga vida” y 2 de Macabeos 12:45-46 que dice, entre otros: “… Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado”. Además, recurren a tipos literarios y despliegan una artificialidad en las materias y en el estilo que no guardan relación con las Escrituras inspiradas. Y por último, carecen de los elementos distintivos que le dan a la genuina Escritura su carácter divino, tal como el poder profético y poético y el sentimiento religioso.

Más allá de estas discusiones más bien aisladas y ya zanjadas en el pasado, revividas por los católicos en su controversia con los protestantes, el proceso por el cual se estableció el canon ya en los cuatro primeros siglos de la era cristiana no deja de ser sorprendente y carente de los desacuerdos y discusiones que serían de esperar en un proceso tan complejo y que involucró a tantas y a tan disímiles personas en culturas y latitudes muy diversas, sin la moderna tecnología de impresión de libros y de comunicaciones, no obstante lo cual todas parecieron ser guiadas por una inteligencia sutil para conducirlas a un acuerdo sobre el particular, desde antes de que la iglesia fuera consciente de la necesidad de emprender esta labor y pronunciarse de manera formal sobre este particular ante las más bien escasos desacuerdos al respecto que surgieron a lo largo del proceso.



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Arturo Rojas. Escritor y conferencista de temas cristianos en defensa de la fe y la sana doctrina, autor de libros como Mensajes de Dios, Creer y pensar, Creer y razonar y Creer y comprender, que da nombre a su blog personal creerycomprender.com y a su ministerio.








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