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Las cosas claras - Por Juan María Tellería

 


La innegable centralidad de las Sagradas Escrituras en la vida, la liturgia, la doctrina y la praxis de las iglesias protestantes actuales[1], constituye la mayor evidencia de la innegable herencia de la Reforma. Esta centralidad nunca se había planteado antes en la historia del cristianismo con tanta vehemencia como a partir del siglo XVI —si bien siempre se reconoció la importancia y el inestimable valor de la Biblia para el pueblo de Dios[2]— y hoy se mantiene plenamente, a pesar de sus dos mayores enemigos: el neoliberalismo, que las reduce a mera literatura oriental[3], y el fundamentalismo biblicista de origen estadounidense, con sus secuelas de sectarismo y fanatismo a todos los niveles, que las desprestigian de continuo[4].

La centralidad de la Biblia conlleva los siguientes aspectos, que suponen además sendos desafíos para los creyentes:

Reconocer de entrada que toda la Biblia es palabra de Dios revelada a los hombres, vale decir, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Una de esas verdades que en la lengua popular reciben la calificación de perogrulladas, o sea, de por sí más que evidentes, pero que nunca deja de ser necesario recordarlas. Aunque resulta innegable que la revelación divina halla su plenitud en el Nuevo Testamento, vale decir, en la manifestación de la persona y la obra de Jesucristo, no por ello el Antiguo carece de valor testimonial o ha de ser relegado al olvido. De ahí que la Iglesia haya repudiado desde el siglo II la tentación marcionita, que a lo largo de los tiempos se ha ido manifestando en las filas cristianas y que suele hallar voceros en teólogos y eruditos en ocasiones muy renombrados hasta el día de hoy[5]. Aun siendo conscientes de que el Antiguo Testamento refiere relatos, situaciones y disposiciones propias de un mundo harto diferente del nuestro y refleja unos medios vitales[6] no siempre concordes con la sensibilidad cristiana, e incluso en abierta oposición a la moral del evangelio, no por ello ha de ser repudiado o estigmatizado restándole la importancia que le corresponde. El conjunto de la Santa Biblia continúa, por tanto, inspirando la fe y la piedad de los creyentes, así como las distintas y ricas liturgias de las iglesias históricas.

Decir “toda la Biblia” incluye también los escritos llamados “deuterocanónicos[7]. Somos plenamente conscientes de que una afirmación tal puede sorprender, no contará con el beneplácito de todos los sectores del cristianismo contemporáneo[8], pero sí con los más señalados por su antigüedad y su vinculación histórica con el cristianismo de los primeros siglos. Como todo el mundo sabe, las ediciones protestantes de la Biblia (desde la clásica castellana Reina-Valera hasta las más recientes que hoy ven la luz) constan de sesenta y seis escritos: los treinta y nueve del canon judío masorético y los veintisiete del Nuevo Testamento, mientras que las ediciones católicas y ecuménicas o interconfesionales añaden unos cuantos más, en número de diez, o bien en el Antiguo Testamento (así las versiones católicas) o bien en un apéndice entre ambos testamentos (así las versiones ecuménicas o interconfesionales)[9]. Y las ediciones de la Reforma, como las clásicas castellanas Biblia del Oso[10] y Biblia del Cántaro[11] y las que vieron la luz en otros idiomas[12], añaden tres escritos más a los que califican de apócrifos: 3 y 4 Esdras (este último también conocido como Apocalipsis de Esdras) y la llamada Oración de Manasés[13]. Obviando estos tres últimos, que ya no se editan más[14] —salvo en reproducciones de ediciones bíblicas antiguas[15]—, nos hallamos con una rica literatura deuterocanónica cuya influencia ha sido grande en la piedad y hasta en la liturgia de la Iglesia universal desde la Antigüedad hasta hoy. Los Treinta y nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra declaran los diez escritos deuterocanónicos y los tres apócrifos más arriba señalados como literatura buena para leer, apta para la edificación cristiana, si bien inciden en que de ellos no emana ninguna doctrina cristiana distintiva. Lo mismo manifestó el reformador alemán Martín Lutero, que en su edición de la Biblia los incluyó[16]. De ahí que se encuentren lecturas de los libros deuterocanónicos en los calendarios litúrgicos, no solo de la Iglesia Católica Romana o las Iglesias ortodoxas, sino también en el de muchas diócesis anglicanas. En la actualidad, algunos eruditos protestantes se han manifestado a favor de la inclusión de los deuterocanónicos en las ediciones protestantes de la Biblia e incluso han declarado que en ellos está viva la inspiración divina, la palabra de Dios.

Toda la Biblia ha de entenderse como un testimonio patente de Cristo. He aquí la clave de la cuestión: la centralidad de la Biblia en la vida, la liturgia, el pensamiento, la reflexión, la doctrina y la praxis de la Iglesia en su conjunto y de cada creyente individual, solo puede concebirse en tanto que herramienta o instrumento para mostrar a Cristo, para proclamar a Cristo. En este sentido, la Biblia no se convierte en algo absoluto en sí mismo[17], sino que su valor, su importancia y su singular trascendencia estriban en el innegable cristocentrismo que ha de permear sus páginas, capítulos y versículos. Cuando en el Evangelio según San Lucas 24, 27.44-45 el propio Señor resucitado indica que en él se había cumplido cuanto de su misión y su persona habían anticipado las Escrituras hebreas (el Antiguo Testamento; cfr. también el conocido versículo de San Juan 5, 39), y se añade que él abrió el sentido de sus discípulos para que las comprendieran, se está afirmando algo de trascendental importancia, y es que solo desde el evento Cristo, únicamente desde la persona y la obra redentora de Jesús de Nazaret alcanzan su sentido más pleno los escritos sagrados del antiguo Israel. De ahí que el desarrollo de la teología y la catequesis de la Iglesia, debidamente cimentadas en la Biblia, haya de ser en todo momento cristocéntrico. Nunca se olvide que, junto al Sola Scriptura y los otros postulados tan bien conocidos y tantas veces repetidos[18], la Reforma enunció además el Solus Christus



 

Toda la Biblia está inspirada por Dios. Ello es, si se quiere ver así, una consecuencia de lo indicado en el párrafo anterior. Las Escrituras apuntan a Cristo, señalan a Cristo, y solo pueden comprenderse en su significado primordial con la ayuda de Cristo porque su hechura, su composición y redacción se han realizado bajo la inspiración del Espíritu Santo, el Paráclito cuya misión es recordar al Salvador, según las palabras del propio Jesús contenidas en San Juan 14, 26. Un planteamiento tal siempre resulta más fácil de enunciar de manera teórica que de comprender. De hecho, nadie entiende realmente qué es la inspiración de la Biblia ni cómo ha funcionado a lo largo del período de composición y redacción de sus escritos integrantes. Las distintas definiciones y teorías que se hallan en los manuales al uso y suelen exponerse en los seminarios, institutos bíblicos y facultades de teología, finalmente no explican nada realmente convincente y dejan un amargo sabor a lo que Santo Tomás de Aquino designó muy acertadamente en su momento como docta ignorantia. La inspiración divina de la Biblia es una de esas enseñanzas de la Iglesia que forman parte del depósito de la fe y que aceptamos por la confianza que nos brinda la institución que la difunde y la finisecular tradición que la avala, pero no porque podamos comprenderla o entenderla, ni mucho menos explicarla, desde un punto de vista intelectual. Se trata de uno de esos casos en los que la razón ha de ceder terreno y reconocer que se adentra en zona oscura y desconocida. Ningún creyente medianamente instruido puede hoy negar, a la luz de las evidencias, que la Biblia es un conjunto literario y teológico esencialmente humano, muy humano incluso, y que vio la luz en unos momentos y unos condicionantes socioculturales muy concretos, pero al mismo tiempo ha de reconocer que Dios habla a través de ella, pese a las historias y pasajes más escabrosos o menos edificantes que contiene.

Toda la Biblia se hace eco de una Historia Salvífica (lo que los especialistas designan con los tecnicismos Historia Salutis o Heilsgeschichte), es decir, una clara intervención divina en la historia humana, no computable por los medios e instrumentos de las ciencias históricas de hoy, pero patente en el testimonio escriturario de quienes así lo vivieron y lo transmitieron. Stricto sensu, desde un punto de vista meramente histórico, la Historia de la Salvación se inicia en Génesis 12, con la Era Patriarcal (hacia el siglo XVIII a. C.), más concretamente con el llamamiento de Abraham. Teológicamente hablando, en cambio, se inicia en Génesis 3, 15, con el así llamado Protoevangelio o Primera Buena Nueva de salvación. De una manera u otra, su punto culminante tiene lugar con los eventos pascuales recogidos en los Santos Evangelios: pasión, muerte, resurrección y ascensión del Señor, pero su conclusión vendrá con la Parusía anunciada en el conjunto del Nuevo Testamento, y muy especialmente en el Apocalipsis de San Juan. Ello implica que el tiempo de la Iglesia (o Tiempo del Espíritu, como algunos prefieren llamarlo), que es ya patente en el libro de los Hechos de los Apóstoles[19], constituye un capítulo de esa Historia Salvífica, aquel en el que nos hallamos y que supone una continuidad de la gran gesta salvífica de Dios en Cristo, de la cual somos beneficiarios y al mismo tiempo heraldos. Ser conscientes de que la Historia de la Salvación no es algo exclusivo del pasado, sino que tiene una proyección, una continuidad en el día de hoy y también en el de mañana, abre para la Iglesia una dimensión de lectura de la Biblia totalmente distinta de la que muchas veces se ha hecho. La Biblia está, por tanto, constantemente actualizada en la vida y la proclama de la Iglesia. Deja, pues, de ser un mero documento o un testimonio de eventos acaecidos en otra era para transformarse en la manifestación escrita de una verdad siempre presente, siempre activa. En consecuencia,



Toda la Biblia es pasible de estudio crítico. Para muchos de nuestros contemporáneos, especialmente si militan en alas o facciones muy conservadoras[20] del pensamiento cristiano, el concepto de estudio crítico de la Biblia viene revestido muchas veces de unas connotaciones horribles, algo así como negación de la Biblia, rechazo de la inspiración divina o cuestionamiento (en el mal sentido del término) de las verdades reveladas en las Sagradas Escrituras. Lo decimos con rotundidez: no hay tal. Sin negar que haya existido en décadas pasadas, o que siga existiendo a día de hoy, un criticismo devastador empeñado en denigrar las Escrituras o reducirlas a mera literatura de ficción, afirmamos también la existencia de un criticismo muy serio, muy científico en sus métodos, pero no reñido con la creencia tradicional cristiana en la inspiración y el valor perenne de la Biblia; un criticismo efectuado por auténticos creyentes que buscan, y con buenos instrumentos, hallar el meollo de los escritos sacros, siempre teniendo en mente la finalidad de ofrecer así un servicio a la Iglesia de Cristo. La catequesis bíblica hoy, para ser digna de este nombre, no debe desdeñar las aportaciones de los trabajos críticos sobre las Escrituras, sino que ha de integrarlos en la formación de los creyentes —de manera convenientemente dosificada conforme a las diferentes necesidades de cada edad y etapa de la vida, lógicamente—, de modo que para los cristianos los textos sagrados nunca se conviertan en un problema de conciencia por cuestiones muy secundarias, sino en un reto constante al servicio a Dios y al prójimo por haber asimilado bien su enseñanza fundamental.

Las cosas claras, decíamos en el título de este artículo. Y claras están: las Sagradas Escrituras constituyen un evidente reto al que los cristianos hemos de responder de la mejor manera posible, esto es, con humildad, el máximo de los respetos ante su sin igual trascendencia, y un acendrado deseo de comprenderlas cada vez mejor empleando para ello cuantos medios se hallen a nuestro alcance.

SOLI DEO GLORIA




Notas
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[1] Nos referimos exclusivamente al llamado protestantismo histórico. No tenemos en cuenta las denominaciones que surgieron posteriormente a la Reforma del siglo XVI, también consideradas generalmente como integrantes del protestantismo, pero que hoy se engloban en el nombre evangélicas, al menos en nuestro idioma (y en otros).
[2] Véanse los escritos de los Padres de la Iglesia en general.
[3] Reconociéndolas como una auténtica obra maestra y patrimonio común de la humanidad.
[4] Recordamos el certero análisis sobre este peligrosísimo fundamentalismo norteamericano y sus derivas sociopolíticas aparecido el 2 agosto de 2011 en la página digital https://laicismo.org en el artículo de VIDAL MANZANARES, G. titulado “Fundamentalismo protestante cristiano: probablemente el mayor peligro de nuestro tiempo”.
[5] Ver nuestro libro El método en teología, publicado por EMB en 2011.
[6] Lo que la exégesis alemana más clásica designa con el sintagma Sitz im Leben.
[7] Lit. “de un segundo canon”.
[8] El mundo evangélico, notoriamente.
[9] Se trata de los libros de Tobías (o Tobit), Judit, Ester griego, Daniel griego, 1 y 2 Macabeos, Baruc, Epístola de Jeremías, Sabiduría de Salomón y Eclesiástico (este último también conocido como el Sirácida o Sabiduría de Jesús ben Sirac). Por lo general, las ediciones católicas de la Biblia incluyen Ester griego y Daniel griego como añadidos o apéndices a los propios libros de Daniel y Ester. Algunas de ellas hacen de la Epístola de Jeremías el capítulo 6 del libro de Baruc.
[10] Obra de Casiodoro de Reyna y editada en 1569.
[11] Revisión de la Biblia del Oso realizada por Cipriano de Valera y editada en 1602.
[12] Así, por solo mencionar una de las más conocidas, la inglesa King James Version (KJV) o Authorized Version, que ve la luz en 1611.
[13] Presente en el Libro de Oración Común de la Iglesia Episcopal de los EE.UU (Comunión Anglicana).
[14] El Concilio de Trento los eliminó de la propia Vulgata latina y, a partir de ahí, en todas las ediciones católicas de la Biblia.
[15] Ver las ediciones facsímiles de la Biblia del Oso y del Cántaro, así como la edición de la primera realizada por la prestigiosa editorial Alfaguara en 1987, que ha conocido dos posteriores bajo los auspicios de la misma casa editora.
[16] Siguen estando presentes en ediciones bíblicas luteranas de nuestros días.
[17] El gran peligro que corren los círculos fundamentalistas y que los aleja del cristianismo más genuino.
[18] Sola fides, sola Gratia, soli Deo gloria.
[19] La obra clásica sobre el tema es la de CONZELMANN, H. Die Mitte der Zeit: Studien zur Theologie des Lukas. J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), edición de 1993. La primera tuvo lugar en 1954. Lo citamos en versión original porque no existe, que sepamos, una traducción a nuestro idioma. El título significa: “El centro del tiempo: estudios sobre la teología de Lucas”.
[20] A veces, claramente ultraconservadoras.



BIBLIOGRAFÍA SUCINTA

ARENS, E. La Biblia sin mitos. Una introducción crítica. CEP, 2006.

BÁEZ-CAMARGO, G. Breve historia del texto bíblico. Sociedades Bíblicas Unidas, 1984.

BRUCE, F. F. El canon de la Escritura. CLIE, 2002.

DODD, C. H. La Biblia y el hombre de hoy. Ediciones Cristiandad, 2000.

PÉREZ, M. y TREBOLLE, J. Historia de la Biblia. Editorial Trotta y Universidad de Granada, 2007.

PUIGVERT, P. (com.) ¿Cómo llegó la Biblia hasta nosotros? CLIE, 1999.

SÁNCHEZ CETINA, E. (ed.) Descubre la Biblia. Sociedades Bíblicas Unidas, 1998.

SHEEHAN, R. J. Tu palabra es verdad. La Escritura: Su origen, suficiencia y pertinencia. Editorial Peregrino, 1999.

TELLERÍA LARRAÑAGA, J. M. La Santa Biblia analizada en sus libros. Una aproximación crítica a las Sagradas Escrituras. Editorial Sapere Aude, 2020.

TELLERÍA LARRAÑAGA, J. M. y GELABERT SANTANÉ, R. M. ¿La biblia? ¿Qué es eso? Letrame Ediciones, 2017.

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Juan María Tellería, PhD. Es Licenciado en Filología Clásica y en Filología Española. Diplomado en Teología por el Seminario Bautista de Alcobendas (Madrid), Licenciado en Sagrada Teología y Magíster en Teología dogmática por el CEIBI. Profesor y Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Es presbítero ordenado y Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE).

 

 

 


 

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