En la Escritura hay distintas imágenes para describir lo que la teología llama infierno. Pero las imágenes del fuego no me parecen las mejores. Más adecuadas son esas que hablan de “llanto y crujir de dientes”. Esta imagen evoca la soledad, la imposibilidad de comunicación, el sonido inarticulado, el desencuentro. Además, ahí, en el no amor, en la soledad total, es donde está el verdadero dolor, el auténtico daño. Lo que ocurre es que como no entendemos de amores, nos cuesta comprender lo que puede ser el no amor. “¿No es suficiente infortunio el hecho de no amarte?”, se preguntaba San Agustín. Por tanto, la auténtica pena del infierno no hay que verla en los atroces castigos físicos que sugieren las imágenes del fuego. La gravedad del infierno está en la pérdida de Dios y, como consecuencia ineludible, en la pérdida de los hermanos. Si esto impresiona poco es porque en este mundo es imposible encontrar una comparación adecuada a este supremo mal.
Con lo anterior no estoy entrando en la cuestión de si el infierno está estrenado o no. Ni tampoco en la cuestión de si serán muchos o pocos o ninguno los que se condenarán. La esperanza cristiana nos mueve a pedir a Dios por la salvación de todos y cada uno de los seres humanos. Una salvación que nunca puede darse en solitario. Porque la salvación es vivir en el amor. Necesitamos a los demás para ser nosotros mismos. Si contrastamos la salvación con su contrario, entonces hay que decir: el infierno no son los demás, soy yo mismo separado de los demás, rehusando deliberadamente relacionarme, negando de este modo a Dios y quedándome yo solo con mi vacío.
Edición: Pensamiento Protestante
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