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¿Magia o fe? - Por Arturo Rojas


 

El movimiento pentecostal evangélico y el carismático católico en el siglo XX en la iglesia, así como las terapias cognitivas conductuales y la programación neurolingüística en psicología, e incluso la filosofía analítica de pensadores como Ludwig Wittgenstein y la llamada Ontología del lenguaje de Rafael Echeverria, vienen de un modo u otro llamando nuestra atención al potencial que las palabras pueden llegar a tener en el propósito de transformar o modificar nuestra conducta y circunstancias, de manera favorable o desfavorable indistintamente. En la iglesia el principal argumento para sostener este potencial ha sido la afirmación de que la imagen y semejanza divinas plasmadas en el hombre le confieren a las palabras del ser humano un poder similar al que posee la palabra de Dios. Pero ante un planteamiento tan ambicioso como éste, debemos preguntarnos con seriedad si no estamos asignando a las palabras un poder excesivo que en realidad no tienen, traspasando los linderos de la fe saludable para incursionar en el campo de la superstición y la magia.

Para colocar las cosas en su justo lugar y proporción hay que comenzar por aclarar que el pasaje bíblico de Proverbios 18:21 que afirma: “En la lengua hay poder de vida y muerte; quienes la aman comerán de su fruto” y que se utilizado con frecuencia para atribuir a las palabras humanas un desmedido poder, no puede ser interpretado de una manera tan libre y amplia. Por el contrario, los estudiosos conocedores del hebreo y del contexto cultural en que el Antiguo Testamento fue escrito aclaran que este versículo hace estricta referencia a la declaración de una sentencia judicial llevada a cabo por el rey o por la autoridad competente, que son las que tradicional e históricamente han estado habilitadas para emitir sentencias de muerte o absoluciones de vida sobre las personas que se hallan bajo su autoridad.


El poder de la palabra humana

Ahora bien, no podemos olvidar que la epístola de Santiago atribuye de todos modos a las palabras humanas un poder que excede de lejos lo que podría esperarse de un miembro tan pequeño del cuerpo, pero con una enorme capacidad incendiaria (Santiago 3:5-6). Pero ¿podemos deducir de esto que las palabras humanas tienen un poder creativo similar al de la Palabra de Dios? De ningún modo. El poder de las palabras humanas radica, por supuesto, en los hechos que origina o desencadena. En aquellas cosas a las que da lugar, pero nunca de manera automática, inmediata o absolutamente necesaria -como sucede con la Palabra de Dios que crea en el acto lo que pronuncia-. Definitivamente, nuestras palabras no son órdenes o fórmulas mágicas que crean en el acto y por sí solas lo que afirman. Son ideas que surgen en nuestra mente y al ser pronunciadas por nuestras bocas pueden dar eventualmente inicio a procesos de insospechado alcance y envergadura, al mejor estilo de la secuencia descrita en esa muy conocida frase de Octavio Paz que dice: “Es un pensar, que es un decir, que es un sentir, que es un hacer”.

Octavio Paz

Vemos así, por ejemplo, que ni siquiera las palabras pronunciadas en medio de promesas que se incumplen caen en el vacío. Porque la palabra empeñada pero no cumplida en su momento produce un efecto: decepciona y genera frustración y resentimiento en los afectados por el incumplimiento, además de socavar la credibilidad del que comprometió su palabra sin llegar a cumplirla, dañando las relaciones y la confianza entre las personas. Del mismo modo, los chismes y las calumnias tienen algunos de los más incendiarios efectos, generando dinámicas destructivas que, como bola de nieve, crecen hasta dimensiones que nunca hubiéramos podido anticipar, o que algunos de manera fría, premeditada y perversa anticipan de tal modo que emiten estos juicios precisamente con esa intención. No pasemos por alto que, basado en el hecho de que las palabras no caen en el vacío, Maquiavelo formuló su censurable y conocido consejo: “Calumnia, calumnia, que algo queda” tan utilizado en la política dominada por los principios maquiavélicos de El Príncipe, la obra más conocida de este autor.


Lemas y eslóganes

Pero es tal vez en el campo de los lemas y los eslóganes donde acecha de manera más sutil e inadvertida el peligro de un uso equivocado e incorrecto de las palabras, con efectos indeseables para quienes suscriben esos lemas de forma irreflexiva. El sentido original y de fondo de un lema puede perderse cuando se transforma en un simple eslogan o estribillo de fácil recordación que se repite de persona a persona con superficial e inoportuna imprudencia, como una especie de mantra o fórmula mágica o como un resumen popular y simplista de enseñanzas profundas más extensas y exigentes, no solo en el propósito de llegar a comprenderlas de forma acertada, sino de experimentar correctamente lo que se quiere dar a entender con ellas.

La palabra “gracia”, por ejemplo, puede llegar a perder su eficacia a fuerza de usarse con ligereza, transformándola en lo que el teólogo Dietrich Bonhoeffer llamó “gracia barata”. Asimismo, lemas populares en el medio evangélico que pretenden exponer de forma breve y comprensible diferentes aspectos de la gracia divina, tales como “el amor une, la doctrina divide”, “una vez salvo, siempre salvo”, “Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador”, “El mundo llama a los capacitados, pero Dios capacita a los llamados”, “la palabra tiene poder”, y “lo que dices, recibes” o “confiésalo y recíbelo”, entre otros, pueden llegar a usarse en un sentido muy diferente e incluso contrario al de la enseñanza bíblica que pretendía evocar y resumir, traicionándola en el proceso.

Por eso es necesario establecer que las palabras, lemas, eslóganes, resúmenes e incluso credos que la iglesia y la teología elaboran para referirse con rapidez a una enseñanza bíblica determinada más amplia, no buscan propiamente facilitar la comprensión del asunto tratado de manera superficial y sin más consideraciones; sino más bien introducir a las personas a una consideración más seria, concienzuda, pensante y vivencial del asunto que estimule la lectura y el estudio bíblico sobre el particular. De lo contrario, estas frases fáciles pierden toda su utilidad y pueden terminar fomentando la ignorancia e inconstancia de quienes son dados a tergiversar las Escrituras para su propia perdición y la de quienes los escuchan y siguen. Debemos, por tanto, evitar hablar con ligereza y reducir todo a lemas fáciles que simplifican excesivamente la doctrina cristiana para no incurrir así en la actitud censurada por el profeta con estas solemnes palabras: “Pero no deberán mencionar más la frase ‘Mensaje del Señor’, porque el mensaje de cada uno será su propia palabra, ya que ustedes han distorsionado las palabras del Dios viviente, del Señor Todopoderoso, nuestro Dios” (Jeremías 23:36).


Por eso el Señor nos recomienda no hablar irreflexivamente, pues finalmente, de todo lo que digamos tendremos que darle cuenta a Él: “Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado. Porque por tus palabras se te absolverá, y por tus palabras se te condenará” (Mateo 12:36-37). Como quien dice: “el pez muere por la boca”. Sea como fuere y sin ignorar el poder y el alcance de las palabras humanas ya descrito aquí, no se les puede tampoco atribuir más potencial que el que realmente tienen.


El poder de la palabra del creyente

En el caso de los cristianos, las palabras pueden adquirir un poder renovado en la medida en que se ajusten a la Palabra de Dios tal como ésta se revela en la Biblia. La fe no consiste, entonces, en creer en Dios, sino en creerle a Dios. El poder de la palabra del creyente radica, pues, en pronunciarla en armonía con lo que dice la Palabra de Dios y actuar con fe en ella, como lo hizo el apóstol Simón Pedro: “Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red. Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía” (Lucas 5:4-6 RVR). Es que la palabra de Cristo es la Palabra de Dios. Y el poder de nuestras palabras proviene de “echar la red” en la palabra de Cristo, es decir, cuando Él nos lo diga y como Él nos lo diga. Esto implica meditar repetidamente en la Palabra de Dios para comprenderla cada vez mejor, pues la meditación de la que habla la Biblia no es la asociada con el yoga en las religiones orientales; sino la meditación que lee y relee repetidamente la Palabra de Dios no propiamente para aprenderla de memoria lo cual es bueno, pero no es nunca suficiente, sino para reflexionar y profundizar de forma creciente en su auténtico significado, llegando a comprenderla en profundidad y descubrir así todo el poder que reside en la palabra humana en sincronía con la de Dios.


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Arturo Rojas. Escritor y conferencista de temas cristianos en defensa de la fe y la sana doctrina, autor de libros como "Mensajes de Dios", "Creer y pensar", "Creer y razonar" y "Creer y comprender", que da nombre a su blog personal creerycomprender.com y a su ministerio.






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