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Soberanía divina y libertad humana - Por Alfonso Ropero

 



 Los últimos años del siglo XIX fueron testigos privilegiados de la aparición de un buen número de obras de teología sistemática, resultado del dinamismo del cristianismo protestante de la época[1]. Dos años antes de terminar el siglo salió a la luz An Outline of Christian Theology (Charles Scribner's Sons, Nueva York 1898), escrita por William Newton Clarke; ocho años después de publicada ya había alcanzado 15 ediciones. Un logro impresionante en este tipo de literatura. ¿A qué se debió su éxito de lectura? A diferencia de las anteriores, mayormente de orientación calvinista, ya fuesen escritas por presbiterianos o bautistas, su autor se desvinculó del calvinismo en muchos aspectos, acentuando por encima de todo la libertad humana. Aparte de esto, Clarke, un espíritu independiente y original, muy consciente del tiempo histórico que estaba viviendo, pretendía alcanzar una síntesis entre la vieja fe, the Old Gospel, con el nuevo pensamiento científico, the New Thought, con la esperanza de preservar las líneas principales de la ortodoxia cristiana expresada con un lenguaje fresco y una perspectiva más adecuada a los tiempos modernos, adelantándose así en muchos años a los planteamiento teológicos actuales[2]. Hasta donde conozco, es el primer teólogo que al hablar de Dios, lo define como el Dios que, en su soberanía, se impone límites. No llega a desarrollar propiamente una teología de la kénosis de Dios en la creación, pero apunta a ella. 

Nota biográfica 

William Newton Clarke (1841-1912) fue teólogo bautista norteamericano que enseñó teología en varias instituciones, principalmente el Colgate Theological Seminary de Nueva York (1890-1908).  Antes de comenzar a escribir libros, había sido ministro del evangelio, un predicador de singular seriedad y poder, solo después fue profesor de teología. Como predicador tenía el arte de llamar la atención de sus auditores de inmediato y de sostenerlo. Vio a su congregación como individuos, y el oyente a menudo se sentía como si estuviera siendo interpelado personalmente. Algo de esto es evidente en sus libros”[3].  “El doctor Clarke era un hombre tranquilo y hogareño. Nunca fuerte, y la mayor parte de su energía se dedicó a su trabajo. Su vida transcurrió sin incidentes, y con la excepción de siete años en Canadá los pasó en ciudades del país. Estaba profundamente interesado en los asuntos públicos, y sus opiniones sobre las cuestiones políticas eran claras, decididas y libremente expresadas. Simpatizó con todos los esfuerzos para eliminar las condiciones injustas y perjudiciales, y trabajó durante toda su vida por la elevación de la humanidad, aun así nunca insistió en la promoción de ningún movimiento o causa”[4]

“Su independencia fue eminentemente característica. Igual que Pablo, no se sentía cómodo trabajando sobre el fundamento de otro hombre. Hablando de su libro sobre Dios (The Christian Doctrine of God), dijo: “Será un libro diferente de lo que cualquier otra persona haría”[5]. Esto explica la redacción de su teología como manual de estudio para sus alumnos al observar que ninguna de las existentes se ajustaba a lo que él quería transmitir y definir como teología cristiana. Tenía por meta presentar una concepción de Dios que fuese cristiana y creíble a la vez. “Esto no es nada nuevo; es lo que la teología cristiana siempre ha intentado. La originalidad del tratamiento del doctor Clarke consiste en la forma en que resuelve su problema en detalle”[6].

Para Clarke el tipo de teología que uno hace depende del tipo de persona que se es. Por eso, ante todo y en primer lugar, “un teólogo necesita ser un hombre en quien las características de la vida cristiana existen en todo su vigor y plenitud. Las cualidades del carácter cristiano y los hábitos de la vida cristiana necesitan no solo ser apreciados, sino poseídos. Oración y comunión con Dios deben ser la influencia que modele su vida personal. Debe ser un cristiano antes que teólogo; un cristiano es uno que está en sintonía con la voluntad de Dios… Las exigencias de la labor teológica conllevan como un principio esencial la necesidad de reverencia y amor a la verdad misma, por su propio bien, y un inextinguible deseo de poseerla”[7]

Pienso que cuando esto se olvida, se cae una forma de teología polémica, propia de la “carne” y de su deseo de ganar un argumento y condenar su hermano o contrincante antes que entenderlo y salvarlo. Desgraciadamente me temo que este es un tipo de teología que abunda en nuestros días, donde la arrogancia se hermana con la ignorancia. 

 

Dios creador y soberano Señor

 

“Dios como creador tiene pleno derecho de controlar el Universo”. “Dios ha dado existencia a seres espirituales libres, capaces de juicio moral y dotados de responsabilidad. Sobre tales seres, su señorío (creatorship) tiene una cierta autoridad, pero no una autoridad que es absoluta e incuestionable aparte de su naturaleza. Un mal creador debería ser desobedecido. Si Dios fuera moralmente malo el único camino de esperanza del universo, espiritualmente considerado, sería que alguna de sus criaturas pudiera crecer en bondad y con la fuerza suficiente para llevar a cabo una rebelión victoriosa sobre él. Con Dios, lo correcto es lo hace el poder, no al revés. Él puede tener autoridad real sobre criaturas inteligentes solamente siendo digno de ello”[8].

“Pero el Dios vivo es un ser bueno, perfecto en santidad y amor, y como buen Creador tiene todo el derecho de controlar todo lo que existe. Todos los seres, de acuerdo a su naturaleza, deben ser controlados por él. Todo espíritu libre debería hacer su voluntad porque es buena y buscar ser semejante a él porque él es perfecto. Su derecho es tan perfecto como él mismo”[9].

“La soberanía de Dios consiste en su derecho de control junto con su poder de control. Dios no tiene ni desea ningún poder sobre sus creaturas que no descanse sobre el derecho, de ahí que su soberanía no es arbitraria, sino simplemente una expresión activa de su carácter, de su naturaleza, en la relación que mantiene con sus criaturas. Dios es soberano simplemente porque es digno y capaz de gobernar con justicia todo lo que ha hecho. Tal soberanía no tiene paralelo, no puede ser ilustrada o comparada con ninguna forma de institución humana. A menudo se ha asumido que los gobiernos de este mundo ofrecen una buena ilustración de la soberanía de Dios; y su relación con el universo se ha representado de modo semejante al de los reyes sobre sus súbditos. Los gobiernos humanos han sido de ayuda como ilustración, y sin duda han sido necesarios para inculcar la autoridad de Dios sobre los hombres por referencia a la autoridad que ha sido reconocida por ellos. Pero, cuando la soberanía de Dios se basa en su señorío como creador, en su dignidad y capacidad, es evidente que esto no puede interpretado a la luz de la soberanía del hombre sin caer en serios malentendidos. La soberanía que está fundada en el derecho esencial y la bondad creativa no tiene paralelos”[10].



Si creemos que Dios ha creado personas como agentes inteligentes y libres con una constitución que implica decisión moral, entonces hay que admitir que “Dios les ha dado cierto poder de hacer su propia voluntad, incluso en contra de la de su creador. Por semejante acción creadora, Dios se ha limitado a sí mismo. De otro modo, él sería la única voluntad eficiente en el universo; pero Dios ha llamado a la existencia a otras voluntades y les ha dado a cada una un campo limitado de soberanía genuina. Su acción es suya, con sus responsabilidades y consecuencias”[11].

No podía ser de otra manera, toda vez que el Dios en que nosotros creemos no es el motor inmóvil de Aristóteles, sino el Dios y Padre de Jesucristo, un Dios omnipotente, pero no impersonal. Como hace notar Juan Luis Segundo, un Dios de ha decidido ser personal y amar, en el sentido más estricto de esta palabra humana, “él mismo ha tenido que fijar límites a su omnipotencia para hacer de veras a sus hijos dueños de todo (cf. Ga 4:1 y 1 Co 3:21) y, por ende, capaces de gratuidad”[12]. Esta es la primera kénosis,  “el primer vaciamiento, que proviene del amor, es la renuncia a lo que podríamos llamar una omnipotencia demasiado fácil: la que crearía seres que no tuviesen posibilidad de verdadera respuesta. La creación y la encarnación están situada en la misma dirección”[13].

 

La libertad del hombre con que fue creado, representa, según Antonio Royo Marín, “un punto vulnerable en la naturaleza humana”, pues la libertad “tiene el triste privilegio de poderse desviar hacia el pecado”[14]

Dios se limita a sí mismo al crear seres en posesión de cualidades que él se ha propuesto respetar y cuidar en su ser, de tal modo que se puede decir que “el universal Soberano, es el universal siervo; si deja de servir el universo dejará de ser”[15]. “Por eso entregó al hombre el don de la libertad, el supremo y también el más peligroso entre los dones del orden natural. Dios se arriesgó, por así decirlo[16].

El primer riesgo que Dios tomó en su creación está simbolizado por la presencia del árbol de la ciencia del bien y del mal en el Paraíso y el mandamiento anejo a él: “no comer de su fruto”. ¿Cuál es el riesgo que Dios asume? Que responsa a esa prohibición en sentido negativo al mandamiento divino, pues al hombre se le prohíbe algo, pero no se le obliga a acatar la prohibición tal como Dios la plantea. De hecho, el hombre va a aprovechar efectivamente el riesgo asumido por Dios y está a punto de destruir la creación. “Lo que se prohíbe al hombre es ponerse en lugar de Dios, en una situación en la que podría decidir lo que es el bien y lo que es el mal. Esta prohibición no se debía a que Dios estaba celoso de sus prerrogativas. Esta era la posición de la serpiente y también la de los mitos babilónicos. Si la creación buena incluye una prohibición es porque el hombre no podría colocarse en el lugar de Dios sin destruir la obra de la creación, sin llevar la muerte, la mentira y la violencia al corazón de la vida, y porque hay que preservarlo de ello. El hombre no es Dios, y cuando se toma por Dios, sus decisiones y sus actos, muy a pesar suyo, se vuelven contra él. […] La creación es bendición, pero como creación, es decir, como don. Ahora bien, el don debe ser recibido. El árbol del conocimiento del bien y del mal marca precisamente la posibilidad real que tiene el hombre de rechazar la creación, el don que se le hace. El hombre es colocado en el jardín, es decir, en el terreno de la decisión primera de Dios. Pero no es un animal. Está llamado a ratificar consciente y libremente la decisión de Dios. No porque disponga de una libertad radical, la libertad de crear a partir de la nada, o de sí mismo, un mundo. Esto, dada la condición humana no podría ser sino una obra mortífera, Pero el hombre está llamado a responder a Dios de la creación con una libertad situada”[17].

La teología siempre ha distinguido entre libre arbitrio y libertad. El primero es parte constitutiva de la naturaleza humana, la capacidad que tiene la voluntad para decidirse por una u otra opción. La libertad, sin embargo, es algo muy diferente, un don de Dios, en la línea de lo que dice Jesucristo: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn 8:36). Muchos calvinistas al ni prestar atención a esta distinción niegan la libertad humana, que aunque sea una libertad relativa, inserta en un espacio y tiempo concretos, no por eso deja de ser libertad que como criatura creada le corresponde y sin la cual dejaría de ser persona. W.N. Clarke protesta con razón, admitiendo que nuestra libertad es limitada, pero ciertamente real y anterior a cualquier decreto predestinacionista. “Algunos sostienen que la predestinación es el punto central que debe mantenerse, porque es un punto alcanzado por un razonamiento a priori, y que nuestra libertad sólo puede ser compatible con la predestinación. Pero hay que afirmar, por el contrario, que la libertad es el punto central que hay que sostener, porque es una certeza inalienable de la experiencia, y que la predestinación sólo puede ser tal que concuerde con ella, de lo contrario, no hay vida racional y responsable”[18].  

Afirmar lo contrario es paralizar el alma. El mismo Dios que nos ha dado la ley y se convierte en nuestro juez cuando la transgredimos, es el que nos ha dado la posibilidad y la oportunidad de desobedecerla, enfrentándonos a sus consecuencias. “Decir que Dios ha decretado inmutable e irresistiblemente todo lo que ocurre, o no es Dios, o es correr el gran riesgo de ser refutados por los hechos”[19]. Aunque sabemos que los soberanistas no se inmutan por la naturaleza de los hechos, pues, argumentan, si esos son los hechos, peor para ellos, lo que cuenta es la voluntad de Dios; lo cual, para ellos, viene a significar que Dios debe conducir el universo como ellos dictan, atente o no contra las leyes de la justicia más elemental.

Como ya hemos apuntado, al crear, Dios ha aceptado ciertos riesgos, sin por eso dejar de ser el soberano que es. Analógicamente podemos decir que todos los deciden ser padres también corren muchos riesgos. No importa el cariño que hayan puesto en la educación de sus hijos, el tesón honesto y bien intencionado en hacer lo mejor para ellos, al final los hijos deciden su futuro, bien en conformidad a los planes o deseos de sus padres, o totalmente en contra; a menos que añoremos lo viejos tiempo de la patria potestad cuando los padres eran legalmente dueños y señores de los destinos de sus hijos y de su misma vida.

Al partir del concepto de la soberanía divina, Dios se convierte en el sujeto y objeto a la vez de todas sus obras. De algún modo se viene a decir que la creación de seres humanos es una excusa para el despliegue de la voluntad de Dios y su propia gloria. Si es cierto que el ser humano ha sido creado para la gloria de Dios, según se entiende esta expresión puede ser totalmente errónea cuando se aplica a Dios. Por lógica, el ser humano no añade, ni resta, nada a la gloria divina. La creación de seres humanos obedece a ninguna necesidad de parte de Dios, sino a una decisión de su libre voluntad mediante la que crea a unos sujetos para que sean ellos mismos de modo auténtico. La tradición exegética de Génesis 1-2 apenas si ha reparado en ello, pero en la creación del hombre ocurre algo extraordinario, que se diferencia del resto de actos creativos. Como hace notar Jürgen Moltmann, en la creación de la luz se dice: “Dijo Dios: haya luz y hubo luz” (Gn 1:3). En la creación de los animales se dice: “Dijo… y así fue… creó” (Gn 1:20). “En cambio, cuando se va a proceder a la creación de los hombres, el tenor del texto cambia. Entonces diga: Hagamos, y Dios creó. Los hombres nacen no de una palabra creadora, sino de una especial decisión de Dios. Dios se dirige a sí mismo la palabra que precede a la decisión. Es una autoinvitación. Cuando se trata de una decisión actúa primero en sí mismo: `se´ decide, antes de actuar en otro. En la autoinvitación recogida aquí, Dios se determina a ser el creador de su imagen. Y después crea esa imagen. `Dios se decide´. Tenemos ahí una contracción de Dios sobre esta posibilidad única. Y esta contracción representa ya el primer autoanonadamiento de Dios. Este se revela en que Dios poner su imagen y gloria en la criaturas terrales `hombres´; y  en que, así, él entra en la historia de estas criaturas”[20].

Solo el hombre es imago Dei, esto significa que el ser humano está orientado a Dios desde su origen. A efectos prácticos esto significa que como Dios es lo más excelso que se pueda pensar y ha creado seres a su imagen y semejanza, a los que ha infundido su espíritu de vida, entonces la realización de la persona salida de las manos del creador no puede conseguirse sino a imitación de su creador, que es como su centro de gravedad, la fuerza sobre la que gravita, hasta cuando se extravía. De modo que la verdadera gloria de Dios es la gloria que él comparte con su creación, especialmente con su criatura humana, “la pieza más exquisita de la creación; un microcosmos, todo un pequeño mundo”[21], cuyo destino final es ser semejante a la imagen más propia de Dios que es su Hijo unigénito. La gloria de Dios por parte del ser humano no es un sacrifico de alabanza de labios sino una vida compartida con Dios, un participar de su gloria, tal cual los discípulos de Jesús su seguimiento del maestro: “vimos su gloriagloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1:14). Vivir de esta gloria es la gloria de Dios.

Luego, antes que embarcarnos en una teología de “decretos” y planes ajenos al ser humano, en el que Dios ha puesto su gloria y su beneplácito, hay que pensar una teología que parta de la soberanía de Dios como el gobierno divino por el que él busca lo mejor para sus criaturas, de otro modo, la soberanía se convierte en tiranía. “El objeto moral del gobierno de Dios —escribe Clarke— es el bien de sus criaturas. A veces se dice que es la gloria de Dios, pero si es así, la gloria de Dios es el bien de sus criaturas. Esto no necesita ser probado. Un gobernador moral que no gobierne por el bien de los gobernados sería su enemigo, de una manera oculta o manifiesta; y un creador que no gobierne para el bien de sus propias criaturas demostraría así que su motivo para crearlos era cruel. Dios no gobierna sobre los seres humanos para condenarlos, sino para hacerles bien. Su gobierno moral no contradice su paternidad, sino que la cumple, expresando su buen espíritu y cumpliendo su fin”[22].

El calvinismo, en su fundamentalismo bíblico, obedece a una forma de materialismo literalista —los textos bíblicos entendidos como enunciados petrificados— que no sabe mirar más allá de la letra, sino que ufano de ser fiel a la expresión literal de misma, pasa por alto el conjunto de la enseñanza moral y práctica de lo que Dios significa para su creación. Por esta razón, todos sus teóricos no hacen nada más que repetir y dar vueltas a los mismos textos sin atender a su Sitz im Leben, o contexto vital, de modo que cada igual leer a uno que cien teólogos calvinistas, todos vienen a decir lo mismo. De esta manera, la predestinación se ha convertido en la piedra angular de la teología reformada, por encima del mensaje de Cristo para nuestro conocimiento de la naturaleza de Dios y su plan para la humanidad.  “La cuestión de la predestinación es más filosófica que bíblica —denuncia Clarke—, y ha ocupado un espacio más grande en la teología que en la Escritura. La revelación divina no originó el problema, y no lo resuelve. La Escritura no discute filosóficamente la cuestión sobre si todo lo que ocurre es predeterminado, de modo que no pretende resolver la cuestión”[23].

En la Biblia no encontramos una discusión abstracta sobre la predestinación, aunque encontramos muchas expresiones que tomadas literalmente y desconectadas del marco total de la historia de Dios y su trato con el ser humano, nos pueden llevar a sacar conclusiones incorrectas, por parciales. Junto a Clarke, podemos afirmar con plena seguridad que “el éxito de la obra de gracia de Dios está predeterminada en su mente y es cierta”[24].  En ella reside su plan creativo y redentor. El “propósito eterno” del cual habla Pablo en Efesios 3:11 es el hecho de enviar a su Hijo para la salvación del mundo. Aquí no hay lugar a engaño. “Dios lleva a cabo el movimiento del mundo con mente firme; siempre ha tenido la intención de hacer por los hombres lo que está haciendo, y el resultado exitoso de su obra está predestinado y seguro. No ha comenzado sin el propósito de terminarlo; y esto es cierto no solo en el conjunto de la creación, sino de los individuos (Ef 1:4-5; Flp 1:6)”[25]

Entre otras cosas, y como objetivo y corona de su obra ha planificado que sus hijos sean hechos como Jesús, transformados a su semejanza (Ro 8:29). La certeza de esta predestinación no se nos presenta para sumirnos en la perplejidad, sino para tener un fundamento firme de nuestra esperanza y consuelo en la gracia de Dios. “La predestinación que encontramos en la Escritura es una realidad gozosa y tranquilizadora”[26]. “Incluso el gran pasaje de Romanos 9-11, que ha dejado perplejos a muchos, no es un propósito original una excepción. Lejos de establecer la doctrina de la predestinación y de la elección, está escrito para refutar una interpretación extravagante y estrecha de esas doctrinas, y asegurarnos el derecho de Dios a otorgar su libre gracia a quien quiera”[27].



El problema que a la fe cristiana se le plantea es que si Dios, desde toda la eternidad, nos ha predestinado en Cristo para que seamos santos y sin mancha (Ef 1:4), o lo que es lo mismo, nos ha elegido para reproducir en nosotros la imagen de su Hijo (Ro 8:29), en cuanto en él se recapitula la creación y culmina el sentido de la historia,  entonces es un “misterio inescrutable el hecho de que el Creador no haya comenzado la historia con el hombre que en Cristo ha alcanzado la perfección final, sino con Adán, que fue un hombre originalmente inocente y puro, pero todavía no consumado y, por lo tanto, sometido a la posibilidad de pecar. De la falta de la perfección final se derivaba para el primer hombre la posibilidad de saciar falsamente su sedienta nostalgia, su amor insatisfecho, la posibilidad de pecar, a pesar de la unión con Dios y a pesar de que estaba libre de toda concupiscencia. Para que esta posibilidad de pecar del primer hombre, derivada de su situación existencial como creyente, pudiese convertirse en pecado efectivo era necesario que ese hombre dispusiese de la capacidad de rebelarse contra Dios. Ahora bien, la Revelación nos enseña que Dios otorgó al hombre una doble capacidad, la de decidirse por el bien y la de escoger el mal. Dios no quería tener esclavos ni ciegos instrumentos, sino hijos libres”[28].  

Aparte de este misterio que supera nuestra capacidad de comprensión, sea como fuere, lo cierto es que en todo momento el Creador ha seguido un plan que incluye la libertad de su criatura por encima de todas las cosas, sin que esto menoscabe su propia libertad, pues Dios, como dice Clarke, “tiene el poder, misterioso para nosotros, de guiar seres libres por encima de su libertad, sin interferir con ella”[29]. Dios ha creado seres inteligentes y libres, con una constitución que implica agencia moral, voluntad deliberativa, decisiones libres. “Dios le ha dado cierto poder para hacer su propia voluntad, aunque se oponga a la suya. Mediante tal acto creativo Dios se ha limitado a sí mismo. De otra manera él hubiera sido la única voluntad del universo, pero él ha llamado a la existencia otras voluntades  y les ha dado a cada una un campo limitado de soberanía genuina”[30]

El esquema de los decretos ofrece una imagen de Dios impersonal e indiferente a su creación, como una pieza de teatro cuya intención se nos escapa, excepto como expresión de una soberanía caprichosa, arbitraria, ajena al dolor y al sufrimiento humanos. El cristiano no puede considerar esta opción, moralmente intolerable, cualquiera que sea el secreto de la voluntad divina. Dios no puede tener nada que ver con el pecado y la condenación de sus criaturas. Ni por decreto positivo ni negativo. “No, de ninguna manera, Dios no tiene mano en el pecado de ningún hombre. Dios no puede ir en contra de su propia naturaleza, no puede hacer ninguna acción impía, como tampoco se puede decir que el sol se oscurece”[31]. El Dios que se encarna en Cristo por amor al mundo, no es ajeno ni distinto al que creó mundo con absoluta bondad, y que lo ama hasta el punto de entregar a su Hijo por él (Jn 3:16). La creación está encaminada hacia la encarnación, y es a la luz de lo posterior que debemos entender lo anterior. Creación y encarnación son realidades que no pueden separarse conceptualmente.

Karl Barth, en dura oposición al racionalismo de su día, dijo que la única justificación del mundo es “servir de teatro a la gloria de Dios, y la del hombre el ser testigo de esa gloria”[32]. No es esa la situación en que nos encontramos hoy. Hay que tomar conciencia que el único y mismo Dios del Génesis, del Sinaí, de Belén, del Gólgota, de Pentecostés, es el que quiere hacernos partícipes de su proyecto de divino, el que nos hace participar de su gloria como en los días de Jesús en el monte alto, el de la transfiguración. “La creación, la encarnación y la divinización son eslabones de una misma cadena: la participación creciente del hombre en la vida, es decir, en la gloria de Dios”[33].

Para concluir: “La soberanía de Dios se manifiesta en que ningún poder de este mundo puede acabar con su obra ni borrar su huella divina, es decir, destruir al hombre en cuanto capacidad de Dios y necesidad de Dios”[34].

 

 

Notas


[1] A.A. Hodge, Outlines of Theology (1879); R.L. DabneySystematic theology (1878); E.H. Johnson y H.G. Weston, An Outline of Systematic Theology and of Ecclesiology (1895); E.G. Robinson, Christian Theology (1894); W.G.T. Shedd, Dogmatic Theology (3 vols., 1888-1894); A.H. Strong, Systematic theology (3 vols., 1886).

[2] John Tyson, School of the Prophets: A Bicentennial History of Colgate Rochester Crozer Divinity SchoolJudson Press, Pasadena 2019.

[3] William Newton Clarke. A Biography with additional sketches by his friends and colleagues, p. 5. Charles Scribner's Sons, Nueva York 1916.

[4] Id., p. 6.

[5] Id., p. 204.

[6] Id., p. 186.

[7] W.N. Clarke, Outlines of Christian Theology, p. 55. T & T Clark, Edimburgo 1907, 15ª ed.

[8] Id., p. 136.

[9] Id., p. 136.

[10] Clarke, Outlines, pp. 136-137.

[11] Clarke, Outlines, pp. 137-138.

[12] J.L. Segundo, ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, pp. 394-395. Sal Terrae, Santander 1993.

[13] Id., p. 395.

[14] A. Royo Marín, Dios y su obra, p. 483. BAC, Madrid 1963.

[15] Clarke, Outlines, p. 137.

[16] Michael Schmaus, Teología dogmática, vol. 2, p. 383. Rialp, Madrid 1959.

[17] Pierre Grisel, “Creación y escatología”, en Iniciación a la práctica de la teología, vol. 3, p. 574. Cristiandad, Madrid 1985.

[18] Clarke, Outlines, p. 146.

[19] Clarke, Outlines, p. 144.

[20] J. Moltmann, Dios en la creación, p. 231. Sígueme, Salamanca 1987; cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, pp. 125-126. Sígueme, Salamanca 1983.

[21] T. Watson, A Body of divinity, p. 114. The Banner of Truth, Edimburgo 1974 (org. 1692).

[22] Clarke, Outlines, p. 142.

[23] Clarke, Outlines, p. 143.

[24] Clarke, Outlines, p. 145.

[25] Clarke, Outlines, p. 145.

[26] Clarke, Outlines, p. 145.

[27] Clarke, Outlines, p. 145.

[28] Schmaus, Teología dogmática, vol. 2, p. 383.

[29] Clarke, Outlines, p. 150.

[30] Clarke, Outlines, pp. 137-138.

[31] Watson, A Body of divinity, p. 122.

[32] K. Barth, Dogmatik, III/2, 73. Citado por Juan L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación, p. 148. Sal Terrae, Cantabria 1988, 6ª ed.

[33] Olegario González de Cardenal, La gloria del hombre, p. 72, BAC, Madrid 1985.

[34] Id., p. 75.

 

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Alfonso Ropero, historiador y teólogo, es doctor en Filosofía (Sant Alcuin University College, Oxford Term, Inglaterra) y máster en Teología por el CEIBI. Es autor de, entre otros libros, Filosofía y cristianismoIntroducción a la filosofíaHistoria general del cristianismo (con John Fletcher); Mártires y perseguidores La vida del cristiano centrada en Cristo.





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