«Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra.» Hebreos 11:13
Uno de los grandes legados del cristianismo a la sociedad en sus diferentes etapas de desarrollo, es la visualización de nuestra vida en la metáfora del peregrino. Y hasta el presente se comprende la esencia de lo que se intenta comunicar con ella. No obstante, el postmodernismo en el que vivimos ya no se siente cómodo ante esta metáfora, ya que representa todo aquello que desea erradicar y refundar, para dar cabida al ser humano postmoderno.
El peregrinaje es
símbolo de los procesos lentos y difíciles que debemos enfrentar teniendo como
aspiración un bien superior. Es señal de espera, por tanto, de paciencia. Sobre
todo, es símbolo de propósito e identidad, algo que cada vez cuesta más a
nuestra generación identificar y definir. Por ello, es natural que la figura
del peregrino no sea inspiracional sino controversial. Es la continua advertencia
de que no tenemos rumbo.
Y es que como bien
señala Eugene H. Peterson, la figura del peregrino no surge sin previa
inconformidad con la realidad presente[1]. Se
debe experimentar la defraudación ante una sociedad que ofrece promesas
ilusorias con cumplimiento al final de un arcoíris. Se debe decidir un cambio de
vida, aguardando la esperanza que en otro lugar hay algo mejor que lo presente;
algo que valga la pena aventurarse por el desierto e ir tras un nuevo
rumbo.
John Bunyan refuerza este concepto en su célebre obra El progreso del peregrino. Su personaje principal Cristiano debe abandonar su ciudad natal pues pronto dejará de existir y deberá dirigirse hacia la Ciudad Celestial. Para ello, Cristiano debe renunciar a todo para emprender su viaje, incluso debe dejar a su familia quienes no desean acompañarle, lo que destaca el carácter personal en la decisión del peregrinaje.[2]
El peregrinaje no
surge instantáneamente tras un pestañar, sino tras la reflexión y el anhelo honesto
de alcanzar aquello superior. Se trata de aceptar que habrá un proceso, una
caminata larga, e incluso un sacrificio; yendo gradualmente desde la esperanza en
la promesa hasta su cumplimiento en la meta final.
Sin embargo, el
filósofo Zygmunt Bauman, diagnostica acertadamente que el postmodernismo ha
sepultado al peregrino. Se ha vuelto una figura poética y romántica, pero
completamente olvidada. Ya que estamos inmersos en un mundo que no espera, que
no cree en los proceso, y rinde culto a la inmediatez; un entorno que no
cultiva tiempos de reflexión, pues todo lo que no sea producir o consumir es
una absoluta pérdida de tiempo. Vivimos en una sociedad que va de prisa para
todos lados, pero tristemente no llega a ninguna parte.
Para Bauman la
figura del peregrino se ha adaptado al tiempo presente, y dividido en cuatro personajes:
Paseante, Vagabundo, Turista
y Jugador[3].
El Paseante
es quien «mata el tiempo» o «aplana calles» sin ningún propósito en ello, se
detiene cuando algo le llama la atención hasta que otro elemento le distrae y
continua su paso. El Vagabundo se diferencia del paseante en que es un desposeído
que no genera vínculo con un lugar. Vagabundea hasta que se le ofrezca pertenecer
a algo, pero será temporal, pues valora más su libertad de movimiento. El Turista,
es un buscador de experiencias, toda nueva expresión será sujeto de su interés,
el cual perderá tras el surgimiento de otra nueva. Pero dado que el Turista no
busca un compromiso mayor, solo privilegiará lo superficial, lo liso y sin
resistencia. Finalmente, el Jugador, para quien todo se trata de ganar o
perder. Vive la tensión de la trivialidad que implica un juego y la gravedad
del fracaso. Está inmerso en la dialéctica de lo obsesivo y lo burlesco.
Zygmunt Bauman
Cada uno de estos personajes son quienes componen hoy las comunidades cristianas. Y probablemente uno de los grandes desaciertos del cristianismo es no advertir anticipadamente la mutación de sus membresías. Es por ello por lo que los templos se han ido vaciando, y mientras algunos culpan a los feligreses tratándolos incluso de apostatas, otros ven en el dogmatismo el responsable del cisma entre religión y las personas. No estamos ante una crisis de espiritualidad, sino ante una crisis religiosa.
En un principio la
religión era el medio de visualización de la experiencia espiritual[4]. Por
ello la etimología de religión tendría su explicación en su carácter vinculante
de los elementos espirituales[5]. No
obstante, mientras el ser humano fue ampliando y profundizando su
espiritualidad, los ritos de la religión se fueron fosilizando en su tiempo y
lugar, renunciando a acompañar al ser humano en el rol explicativo de la
espiritualidad.
Yo mismo he vivido
esa separación de la religión y la espiritualidad. Recuerdo muy bien la visita que
me hizo un representante de la pastoral cuando yo estaba hospitalizado producto
del cáncer que me aquejaba. Se negó a celebrar la eucaristía conmigo
debido a que no era de su denominación. Tiempo después escuché a un pastor
prohibir a sus líderes celebrar la eucaristía en sus visitas a enfermos
postrados, ya que era rol exclusivo de él hacerlo. También he visto la
exclusión a personas divorciadas, a hijos abandonado por sus padres, a personas
LGTB+ y a la mujer en amplias esferas. Se trata de esto y mucho más. Se trata
de ese monopolio que la religión ha intentado ocupar en la relación directa
entre Dios y su creación.
Y en esto el
cristianismo ha intentado desesperadamente buscar una solución que por un lado
vuelva a llenar sus templos y a la vez le permita recuperar el prestigio que
alguna vez tuvo.
Pero en el intento,
más que abrir las puertas de los templos a la sociedad, comprenderla y
acogerla, se instaló en medio de ella con una amplia oferta de experiencias,
intentado captar la atención de los paseantes y turistas de Bauman. Ofreciendo
los elementos de pertenencia al vagabundo. Y promocionando la posibilidad
de prosperidad que a tantos jugadores seduce domingo a domingo.
El cristianismo se
ha enfocado tanto en ofrecer experiencias a través de sus actividades, que su
calendario litúrgico se asemeja más a la cartelera de los grandes cinemas, que
a un lugar de encuentro y contención.
Las festividades religiosas
ya no son puntos de reflexión y reunión, sino de actividades que prometen una
experiencia de satisfacción y complacencia; renunciando a la centralidad de la «esperanza
evangélica» a cambio de un «buenismo» completamente comercial.
Han señala que la
vida contemplativa ha sido reemplazada por una constante vida productiva, por
lo que el tiempo se pulveriza en miles de microtiempos que se superponen
y no dan cabida a las pausas. Y una vida
sin pausas es tan desesperante y enloquecedor como la melodía de una sola nota
que suena sin detenerse.
Un cristianismo
sin pausas es un cristianismo a prisa, delirante e irreflexivo.
La carga de las actividades le impide pensar el sentido de estas, solo le resta
correr para no morir bajo la estampida de las otras instituciones que también
corren tras nada, sin pausas, hacia ninguna parte.
Todo indica que es
tiempo de recuperar la esencia del peregrinaje, con el intensivo enfoque en la
paciencia y la espera. O bien, verbalizar uno de los personajes más
emblemáticos del mensaje de Jesús. Es tiempo de samaritar, es decir, el
tiempo de ser samaritanos con los demás. No basta con emprender un rumbo hacia
un futuro mejor, si en el camino ignoramos a quienes sufren y necesitan
esperanza. Samaritar será ofrecer asistencia y aceptarla en reciprocidad;
valorar tanto el avance como la pausa; trabajar en comunidad y valorar los
tiempos de soledad; aspirar a una meta mediante un propósito que se vincule con
dar a otros lo que gratuitamente hemos recibido.
En este mismo sentido Bonhoeffer señala:
«Su misericordia nos ha enseñado a ser misericordiosos; su perdón, a perdonar a nuestros hermanos. Debemos a nuestros hermanos cuanto Dios hace en nosotros. Por tanto, recibir significa al mismo tiempo dar, y dar tanto cuanto se haya recibido de la misericordia y del amor de Dios. De este modo, Dios nos enseña a acogernos como el mismo nos acogió en Cristo: “acogeos, pues, uno a otros como Cristo os acogió” (Rom 15:7)»[7]
La prisa del cristianismo lo ha llevado a favorecer a quienes aportan a su activismo y excluir a quienes son su lastre. A renunciar a la diversidad comunitaria, privilegiando el sectarismo y la exclusión. Se ha puesto como meta porfiar en una agenda copada de actividades, olvidando en ello a las ovejas heridas y perdidas.
Y helo aquí, el
mayor crimen de la prisa cristiana… olvidar al prójimo.
Como peregrinos o
samaritanos corriendo no construimos un futuro, ni tampoco se alcanza la meta;
antes moriremos en el olvido de la inmediatez y en la sequedad de la
superficialidad. Por ello es elocuente
la visión comunitaria de Moisés, «Nos
van a acompañar nuestros jóvenes y nuestros ancianos; también nos acompañarán
nuestros hijos y nuestras hijas, y nuestros rebaños y nuestros ganados, pues
vamos a celebrar la fiesta del Señor. (Ex 10:9)».
Moisés sabía que
todos los mencionados atrasarían enormemente el avance del pueblo obligándoles a
un lento andar. No obstante, dado que en el desierto se avanza de oasis en
oasis, las pausas son fundamentales para el descanso, y la lentitud es
solidaridad con quienes no pueden ir rápido. En el oasis, el agua es la imagen
de la espera[8];
y caminar en comunidad la imagen del avance. No cansa y renueva diariamente el
espíritu.
Cuando el
cristianismo renuncie a la prisa que hasta un caracol se pueda sumar a su andar…volverá
a dar la «esperanza».
[1]
PETERSON, Eugene H. Una Obediencia Larga En La Misma Dirección, Miami:
Editorial Patmos, 2005, pág. 21-31.
[2]
BUNYAN, John, El Progreso Del Peregrino (Ilustrado) Grand Rapids:
Editorial Portavoz, 2013, pág. 16-18
[3]
BAUMAN, Zygmunt, De Peregrino A Turista, O Una Breve Historia De La
Identidad, en HALL, Stuart y du Gay, Paul (compiladores), Cuestiones de
Identidad Cultural, Buenos Aires-Madrid: Amorrortu editores, 2003, pág.
40-68.
[4]
CHOZA, Jacinto, El Culto Originario: La Religión Paleolítica, Sevilla:
Thémata, 2016, pág.30-33.
[5]
GOLUB, Iván, El Último Día De La Creación, Salamanca: Ediciones Sígueme,
2019, pág. 16-17.
[6]
HAN, Byung-Chul, El aroma del tiempo, Barcelona: Herder, 2020, pág. 60-66.
[7]
BONHOEFFER, Dietrich. Vida en Comunidad, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2019,
pág. 18.
[8]
WEIL, Simone, El Conocimiento Sobrenatural,
Madrid, Trotta, 2003, pág. 52.
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Que buena mirada al cristianismo y la religión en estos tiempos modernos
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