1. Introducción
El conflicto entre la fe y la razón es considerado por no pocos como algo que viene ya de lejos y que nunca podrá resolverse. Es una idea muy popular y mantenida por algunos pensadores y numerosos científicos, que cualquiera que se diga o se confiese creyente es alguien incapacitado para sostener posiciones racionales. De hecho, la religión es vista en nuestro mundo occidental como un arcaico vestigio de una época precientífica y que debe ser dado por superado. Los llamados “Nuevos ateos” realizan una crítica radical a las religiones, especialmente al cristianismo, en donde las ridiculizan, apuntan sus incongruencias, sus fallas morales, para después presentar una determinada posición científica como la única vía posible de conocimiento certero.
De hecho, la aparición de lo que se ha denominado modernidad parece ser definida esencialmente como el momento de la superación del pensamiento religioso que mantenía al ser humano sumido en la miseria intelectual para así liberarlo y colocarse él como centro del mundo. Si bien es cierto que después vino lo que se ha llamado posmodernidad con su pesimismo en relación a la razón y su capacidad de llegar a la verdad (cada uno tiene la suya, dirá), lo que también es cierto es que lo religioso no ha llegado a retomar el lugar que antaño poseía, sino que sigue siendo considerado como algo poco serio por personas biempensantes, al mismo nivel que determinadas supersticiones, tradiciones de otros pueblos o sencillamente como propio de personas con un bajo nivel cultural y mucho miedo a la vida. Por ello, la gran cuestión que se plantea, es si cuando alguien dice que cree en una revelación divina conlleva a la par un suicidio intelectual ya que se ve impedido para poder pensar más allá de lo que esta revelación le permite. Así también, el pensador o filósofo puede verse encorsetado en unas palabras o libro divino que haga imposible su labor de búsqueda ya que, precisamente, el cristianismo se presenta como la única respuesta posible al sentido de la vida del ser humano. Parecería que cuando alguien dice que es filósofo, o que usa la razón para acercarse a tal o cual cuestión, no puede ser cristiano; y a la inversa. Tal vez, como mucha concesión, el cristiano usa su capacidad racional de forma extremadamente limitada.
Esta visión de la relación entre la fe y
la razón no es algo que proceda únicamente del ámbito de fuera de la Iglesia.
No son pocos los creyentes que creen que la fe está por encima de nuestra
capacidad de razonar de tal forma que consideran que la filosofía, en muchas
ocasiones, fue un camino que tomaron aquellos que no querían aceptar la
revelación divina. Algunos incluso la catalogan como diabólica, como el
resultado de la labor de mentes depravadas que quieren poner vías alternativas
al único camino de salvación provisto en Cristo.
Esta consideración está muy presente en no pocas iglesias de las llamadas evangélicas que incluso pregonan desde sus pulpitos que la filosofía es anticristiana, y que solo abandonándose en los brazos de la fe es que se puede experimentar una auténtica vida cristiana. Si no entiendes algo, se sigue diciendo, aun así confía ya que Dios tiene una mente y unos planes que están más allá de nuestro entendimiento. Es sometiéndose a ellos, se entienda o no determinada posición doctrinal o enseñanza, que se es un creyente genuino.
2. Filosofía, fe y
razón
2.1 ¿Es incompatible la fe y la razón?
Ante el
panorama descrito en la primera parte de este ensayo, la pregunta que se nos
plantea, y que es esencial contestar para poder ir adelante, es si la razón y
la fe son dos conceptos, dos realidades incompatibles. Si así fuera, la razón
humana estaría totalmente depravada, incapaz de aproximarse tan siquiera a la
luz, de entender algo de la verdad que solo podría provenir por medio de la
revelación. Esta revelación únicamente podría ser entendida por aquellas
personas que hubieran aceptado a Jesús como su Señor y Salvador y,
consecuentemente, sus mentes habrían sido iluminadas. Es esta precisamente la
actitud general que reinó durante la llamada Reforma Protestante del siglo XVI y
que después pasó a las diferentes iglesias históricas y tantas otras independientes.
Para el
creyente salido de la Reforma el hombre natural era incapaz por sí mismo de
alcanzar nada de su realidad, de la verdad, impedido moral y racionalmente,
totalmente depravado.[1]
Por otra parte, la evolución de la sociedad occidental en donde precisamente
había irrumpido la Reforma, fue relegando cada vez más a la religión al ámbito
de lo privado[2], hasta que sencillamente
no se consideró apenas como algo digno de ser tenido en cuenta, reinando en
consecuencia el cientificismo, el materialismo o el fisicalismo.
Parecería
que tanto un buen número de creyentes como de no creyentes están de acuerdo en
que la razón y la fe son como dos sustancias incompatibles, y si en un
recipiente aparece una se excluye automáticamente a la otra.
Pero ambas posiciones, curiosamente, están contaminadas por el racionalismo, algo que es muy diferente a lo racional. Cuando en el antiguo mundo helénico nació la filosofía[3], aquellos primeros filósofos seguían siendo hombres de fe. De hecho, el ateísmo era algo enormemente excepcional si es que había alguno que lo sostuviera realmente. Lo que ocurrió es que por primera vez en la historia, se comenzó a plantear una serie de cuestiones desvinculadas del pensamiento mítico. Se inició, por usar un concepto bien conocido, un proceso de desmitologización[4] en donde se le realizaron fuertes críticas a la tradición mítica pero, a la vez, se respetaba el núcleo de verdad o la enseñanza que se pretendía transmitir por medio de ella. Ahora se comenzaba a usar la razón o el logos para comprender el mundo que los rodeaba, la armonía del universo, el orden dentro de la ciudad y las responsabilidades como ciudadanos, y todo ello junto a las cuestiones relacionadas con el ser.
Dicho lo cual, es cierto lo que algunos han afirmado sobre la aparición de la filosofía en Grecia: pudo desarrollarse plenamente debido a que no existía a algo así como un libro conteniendo revelación divina al cual había que atenerse y sujetarse. Pero también es cierto que las grandes mentes de entonces nunca consideraron que su filosofar fuera incompatible con la creencia, ese llamado “dios de los filósofos” que estaba detrás de todo el orden existente.
2.2 Cristianismo y filosofía
Mientras
que el desarrollo filosófico se iba dando en Grecia, la revelación bíblica
llamada veterotestamentaria también se producía aunque en un marco y en unas tierras
muy diferentes. Sería con las conquistas de Alejandro Magno que el mundo
helénico entró en contacto con el pueblo hebreo tanto dentro de sus tierras
históricas como con las comunidades de judíos de la diáspora. Desde allí es que
los primeros intentos de síntesis comenzaron destacando a este respecto el
conocido Filón de Alejandría.
No pocos
de los llamados Padres de la Iglesia eran filósofos, y durante el siglo II a
algunos de ellos se los denominó apologistas
por su labor de defensa de la fe[5]
ante las acusaciones de todo tipo de otros intelectuales de la época que
intentaban ridiculizar y desprestigiar al cristianismo[6].
Era el
neoplatonismo la filosofía reinante durante todo este periodo de tal forma que
la misma va penetrando en el pensamiento cristiano, y desde ahí se va
explicando la fe y se va desarrollando la teología. Esto es algo normal,
esperable, ya que nadie puede estar alejado, aislado de su entorno cultural. De
hecho, lo que sucede es todo lo contrario, somos hijos de nuestro tiempo, de
nuestra cultura.[7]
Sería el
gran san Agustín quien realizaría una síntesis entre fe cristiana y filosofía
(neoplatonismo) de tal forma que tomaba elementos del pensamiento de Platón
compatibles con la fe cristiana, para finalmente concluir que la búsqueda de la
verdad y del sentido de la vida se produjo precisamente con la aparición del
cristianismo. Esto no fue un proceso consciente por su parte, sencillamente
consideraba que aquellos filósofos eran una especie de "primeros
cristianos" que prepararon el camino para el advenimiento de la revelación
bíblica que era la culminación del peregrinar filosófico. Si bien se había
logrado mucho por medio del uso de la razón, todos esos caminos, en el mejor de
los casos, se habían quedado a medias ya que no disponían de lo esencial: la
venida del Mesías, el Logos, la Razón o Palabra de Dios encarnada.
Durante el
resto de lo que se ha llamado Edad Media el pensamiento de san Agustín reinó,
apareciendo con el tiempo algunos pensadores musulmanes y otro judío que se
distanciaron de él. Así tenemos a los musulmanes Al-Farabi (sobre 870-950);
Avicena (980-1037) y Averroes (1126-1198). Coindice en el tiempo con este
último el judío Maimónides (1135-1204).
Todos ellos rescataron el pensamiento de
Aristóteles y realizaron una síntesis entre fe y razón, precisamente con la
intención de demostrar que ambas no estaban en absoluto reñidas. Tristemente,
la ortodoxia musulmana ganó imponiendo consecuente la literalidad en la
interpretación del texto del Corán, y condenado cualquier consideración de tipo
racional que chocara con el texto sagrado. Esto tuvo consecuencias fatídicas, y
que llegan hasta nuestros días, ya que supuso que el mundo musulmán quedará en
tinieblas.
Después
vendría santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274), y otros tantos lectores cristianos
que redescubrieron el pensamiento de Aristóteles gracias a nuevas traducciones
de sus escritos y de la consideración de los anteriores autores musulmanes.
Como ya
hemos apuntado, tristemente, cuando se produce la Reforma Protestante hay como
una negación del legado filosófico que durante tanto tiempo estuvo unido al
cristianismo. Por ello ha pagado un precio muy alto, incalculable, un daño
irreparable. El catolicismo, por su parte, si bien es cierto que en no pocas
ocasiones relegó y supeditó el pensamiento racional y filosófico a un
magisterio rígido e intransigente, también lo es que ya tenía integrado en su
seno la filosofía y la razón como parte de su tradición.
Es, por
tanto, algo propio de la modernidad, del racionalismo y del empirismo la
consideración de que la razón, la filosofía y fe no pueden estar unidos. A esta
ideología se le une otra en el campo del fundamentalismo cristiano que viene a
sostener lo mismo. Sin embargo, la historia del propio cristianismo lo
desmiente, y si se pueden traer ejemplos en cuanto a que la razón fue supeditada
y ahogada a determinadas interpretaciones de la revelación, ejemplos tampoco
faltan en sentido contrario, cuando por medio del ejercicio precisamente del
pensamiento racional se llegó a una profundización mayor y más rica de esta
revelación.
2.3 Filosofía, fe y razón
La razón
es una capacidad que Dios ha dado al ser humano para poder discernir lo que le
llega tanto por sus sentidos como desde su interioridad.[8]
No es algo ajeno, impuesto o de cualquier otra procedencia, sino que el
cristiano cree que es una creación genuina de Dios y parte indispensable de su
ser.
El
cristianismo se presenta a sí mismo como verdadero, fundado en hechos históricos
y en una experiencia que modifica la realidad interna y que tiene consecuencias
en su exterioridad. Jesús es el camino, la verdad y la vida, algo que entronca
precisamente con los postulados esenciales de la filosofía.[9]
La diferencia radica en que Jesús es, en tanto que la filosofía sigue buscando
y continúa haciéndose preguntas. Pero en ambos casos la razón es elemento
indispensable ya que la fe se cree con el corazón, como se apunta en las
Escrituras, y la filosofía usa de esa razón para plantearse las preguntas
radicales[10] de la vida. El corazón,
al contrario de lo que se suele entender en nuestro contexto cultural, en el
pensamiento hebreo se trataba de la sede del pensamiento racional y de las
decisiones, con lo cual se está aludiendo precisamente a este elemento racional
del ser humano que, por supuesto, también incluye el emocional.
Cuando el
cristianismo habla de nacer de nuevo y de que Jesús es la luz del mundo, está significando
con ello que el hombre natural está limitado a todos los niveles debido a la
caída original. Pero esto no significa, de ninguna de las maneras, que el
elemento racional es puesto de lado, anulado por la nueva realidad que ahora vive
al ser redimido “en el espíritu”. Por el contrario, hablamos de una razón salvada[11]
que ahora es capaz de intuir y de ver la realidad en todas sus dimensiones
debido a que un foco de luz impresionante le alumbra todo lo que tiene por
delante y, asimismo, puede entender todo lo que tiene por detrás. De esta forma
se produce la plena compatibilidad y encaje de estos tres elementos: la fe, la
razón y la filosofía; elementos indispensables para abordar la realidad que
envuelve al ser humano. Ahora bien, la fe tiene una dimensión que sobrepasa a
nuestra razón por el sencillo motivo de que seguimos estando en un mundo caído,
limitado y temporal. También nosotros nos encontramos en las mismas condiciones:
caídos, limitados, temporales y, añadiría, dolientes.
La lógica de la fe no se queda o se agota
en la racionalidad ya que esta es una capacidad de la persona y necesitamos
otro tipo de capacitación para percibir la dimensión de lo divino.
La razón se siente en medio de una
realidad que la supera, la desborda y que va más allá de sus sentidos. De
hecho, si se circunscribe únicamente a esto último ha renunciado a lo más
esencial de su humanidad.
La razón
es un árbitro que dilucida todo lo que le llega por estos sentidos y lo
capacita para reconocer lo que no todo tiene fundamento; también para controlar
lo puramente instintivo y emocional que a veces explota en nuestro interior.
En el
ámbito de las creencias, es de una relevancia difícilmente evaluable; se trata
de una guía para cribar, para filtrar el contenido de aquello que se presenta
como doctrina, lo contrario es fe en la fe, la credulidad, la puerta abierta y a
sus pies un felpudo de bienvenida para todo tipo de herejías y errores.[12]
La fe, por
tanto, implica tanto un contenido cierto como una confianza depositada. Sin
contenido no es posible la fe, no puede darse el acto de confianza. Una cosa es
la Iglesia levantada sobre la enseñanza de Jesús y otra las pseudoiglesias o
sectas erigidas como consecuencia de la soberbia de algún dirigente, o gracias
al infantilismo de supuestos creyentes.
La fe va
más allá de donde puede alcanzar la razón, pero en absoluto la niega.
3. Conclusión
El cristianismo bíblico sostiene que la
redención del ser humano supone una salvación plena, que incluye todos sus
elementos constituyentes. Hablamos, por tanto, de una razón salvada o iluminada
a través del Espíritu Santo.
Las posiciones extremas, la que considera a la filosofía como un enemigo o a la fe como una especie de superstición, son irracionales. Por un lado, no están abrazando una fe más genuina sino que está cayendo en su negación. Creyentes que habrán barrido y adornado sus casas para que se cuelen en ellas toda clase de falsedades y doctrinas de demonios. Por el otro, se niega una dimensión vital como es la religiosidad y, además, se reduce a la persona a poco más que a un animal movido por instintos, sin ningún tipo de futuro y renunciando a lo más vital y esencial de sí mismo como es la consideración de las preguntas radicales.[13]
La salvación es racionalidad integral. Aunque a menudo se considera a la salvación como la redención de nuestra alma y se enfocan los aspectos espirituales, la misma también llega a nuestra razón. El ser humano es salvado al completo, en toda su integridad, y la razón, cómo no, también está incluida.
Por ello, esta razón también necesita la lógica de la fe, doctrinas articuladas con coherencia. Debe ser un sistema de pensamiento que tenga una traducción exacta en la experiencia de la realidad que todos tenemos. La fe nunca puede sustituir la reflexión sobre lo que se dice creer.
La mente y la razón son creaciones divinas y han sido dadas por Dios. Por medio de la razón podemos saber si algo tiene sentido o no, si el postulado que se presenta merece ser seguido o rechazado. Por ello, es la fe la que debe poseer lógica y una traducción fiel con la vida real, esto es estar en la verdad y no en una mera ilusión. Esta es la racionalidad integral, el sentido de la vida, la revelación de Dios dada al ser humano. La doctrina o es lógica y coherente o es falsa, la misma no proviene de Dios.
[1] Además, con la posterior aparición del
escolasticismo protestante se excluyó a la Biblia de
cualquier tipo de discusión en la cual se tratara la cuestión de la aceptación
de su estatus como Palabra indiscutible de Dios.
[2] Esto provee además una
explicación de la huida progresiva de los intelectuales del cristianismo
institucionalizado y de las iglesias o denominaciones que iban apareciendo a
consecuencia de las ideas protestantes. Si se negaba toda validez, capacidad y legitimidad al
pensamiento que no estuviera sometido a determinadas interpretaciones
doctrinales, los intelectuales ya no encontraron un lugar en el seno de la
cristiandad. Otro tanto ocurrió también con la llamada contrarreforma en el
seno del catolicismo.
[3] Este
vocablo viene de dos palabras griegas como son "filos" (amigo,
amante) y "sophia" (sabiduría). Etimológicamente sería algo así a
“amigo o amante del saber” o como más comúnmente se escucha, “amor a la
sabiduría”.
Este saber es de carácter racional y crítico frente al pensamiento mágico y
mitológico.
[4] Término que popularizó
Rudolf Bultmann en la primera parte del siglo XX, pero cuya práctica hay que buscar tan atrás en el tiempo como en las filosofías ya plenas de Platón y Aristóteles.
[5] La apologética es dar razón de la fe. Se trata de poder explicar de forma
coherente y razonada las creencias sin excluir o rechazar cualquier fuente de
verdad. Otra forma común de definirla es como la defensa de la fe cristiana.
[6] La apologética
cristiana es otra de esas actividades que tampoco está exenta de polémica. Para una determinada posición no es
necesaria ya que, sostiene, la verdad se defiende por sí misma en el mismo
momento de exponerla. Otros por su parte, han confundido predicación con apologética. Desde
el púlpito mezclan conceptos, esquemas y propósitos sin percatarse que si bien
ambos conceptos están relacionados no son lo mismo. La predicación busca la salvación de la
persona en tanto que la apologética tiene como fin dar soporte, una estructura
lógica y aceptable a aquello que se cree.
[7] Este hecho no tiene por qué ser una loza
que ahoga a la persona. En contraste es a la síntesis cultural a lo que debe aspirar
todo pensador cristiano ya que en un mundo como el nuestro, en donde todas las
ciencias aportan grandes conocimientos, el creyente debe considerarlos todos y
ver la progresión en el entendimiento del mundo y del ser humano, y cómo ello
alumbra a la revelación de Dios. No se trata de aceptarlo todo, en este tiempo
o en el pasado, sino de considerarlo todo. Lo verdadero es verdadero provenga
de donde provenga. De esta forma también se reconoce la buena mano de Dios en
todos estos avances y cómo el ser humano va descubriendo la grandeza y gloria
del Creador.
También puede ser
considerada como estructura de la realidad con la que el ser humano se topa y
comprende.
[9] Con el
vocablo verdad podemos aludir a dos
dimensiones de este mismo concepto que nos ayudan a definirla y a acercarnos a
la única realidad en la que vivimos. Por un lado, cuando hablamos de una verdad
ontológica o del ser; por el otro cuando nos referimos a una verdad lógica.
La verdad ontológica
la usamos cuando nos referimos a algo como real, que no es solo aparente o una
mera ilusión. La verdad lógica es una proposición que se hace. Si existe una
correspondencia entre la proposición y lo aludido podemos afirmar, realizando un
juicio de valor, que se da la relación entre los hechos o lo expresado.
Pero aquí es
necesario un llamado a la humildad. Esta es el requisito indispensable para
acercarse o indagar sobre la verdad. Es una de las manifestaciones del amor que
hace que nos interesemos por el argumento contrario y que intentemos
comprenderlo poniéndonos en los zapatos del otro. De esta forma, de trata de un
esfuerzo por llegar a alcanzar las otras propuestas y, después de hacerlo, ver
si hay algo de verdad o de verdadero en ellas.
Nadie posee la verdad completa ni el conocimiento
absoluto, por eso es tan importante no rechazar o polemizar de entrada cuando
no se está de acuerdo con algún argumento o persona. Esto último evidencia
orgullo en el corazón que se traduce en soberbia intelectual y, finalmente,
convierte a la persona en una ignorante aunque conozca muchos datos.
[10]
La realidad radical de todo ser humano es la
vida, su vida, su existencia. Fue Kierkegaard el que trajo a la filosofía esta
cuestión existencial, de análoga forma a como Lutero lo hizo para la teología.
Por ello, en el momento de mayor subjetividad es cuando aparece el instante
supremo de la objetividad.
Mucha de la filosofía
contemporánea tomará este asunto como central y es central, la realidad radical,
en el pensamiento de Ortega y Gasset.
[11]
Se trata de la revelación que Dios hace de sí
mismo y que en el proceso redime la razón de la persona. A la par que el
misterio divino es revelado lo hace el misterio del ser humano. A la persona le
alumbra la luz, una luz divina que transforma su mente y todo su ser. Ahora
comprende para qué fue creado, su lugar en el universo y que es un ser para la
gloria.
Hay otra variante que
sostiene que aunque se pueda comprender algo, el argumento razonado es
irrelevante para la creencia de tipo religioso, absolutamente secundario y
alejado de la verdadera teología cristiana.
Se ha intentado –se está intentando– eliminar de la formación
de los que estudian, de los hombres todos, a la larga, lo que es propiamente humano,
lo que se ha llamado durante siglos Humanidades. La culminación de ellas es la
filosofía, por la razón de que ella consiste en formular las preguntas
radicales, aquellas que afectan a la raíz de la
vida humana y que son necesarias para su orientación, para que sepamos qué
pensar y por tanto qué hacer.
La filosofía, en casi todo el mundo, ha ido siendo
«desalojada» en nombre de muy diversas cosas. Hay un motivo que ayuda a
explicarlo: la «invasión de las cosas», característica del mundo actual, que está
lleno de ellas, en un grado nunca conocido. Y lo más grave es que esa invasión
no es sólo física, sino sobre todo mental: el hombre actual «no piensa más que
en cosas».
Tomado de http://www.filosofia.org/hem/199/19971113.htm
Alfonso Pérez Ranchal es Diplomado en Teología Pastoral por el CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas), Licenciado en Teología y Biblia por la Global University y profesor del CEIBI. Vive en Cádiz.
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