Un gran error que los
cristianos cometen a través de los siglos es creer que con su nacimiento
nace la fe cristiana. Toman como “dado” y absoluto el cristianismo sobre el
cual han sido arrojados a existir. No entienden que el cristianismo no es un
“aquí y ahora”, sino una extensión espacio-temporal que abarca mucho más que el
presente. Ser cristiano es estar sumergido en una historia que nos
precede, nos constituye y nos supera. Desconocerla es desconocer la fe.
Se viene produciendo
desde principio del pasado siglo y aun hoy con más énfasis, el desarrollo de
una concepción del cristianismo que podríamos llamar marginal,
es decir, fuera de los márgenes de las tradicionales instituciones, y a su
vez distanciada de la teología tradicional y de las expresiones culturales y
políticas de lo que la gente corriente entiende por cristianismo.
Hablar hoy de
“cristianismo” es un enorme error conceptual -aunque debamos recurrir a dicho
término por un tema de lenguaje coloquial. El concepto más acertado sería
“cristianismos”. La fragmentación que se inició con La Reforma y que se ha
conjugado con nuestra cultura posmoderna hace casi imposible homogeneizar las
diferentes expresiones que derivan de la fe en Jesucristo. Entre estos
“cristianismos” se encuentra el cristianismo marginal, atípico, sin una
definición concreta y sin una identidad única. No obstante, lo atraviesa un
hilo conductor que funciona como
denominador común: distanciamiento de lo institucional como fin en sí
mismo, rechazo a las estructuras piramidales y jerárquicas, y el planteamiento
de revisar “fundamentos” teológicos que parecieran incuestionables.
Sin duda las críticas a
la razón occidental por parte de Nietzsche, Freud y la Teoría Crítica han
colocado al cristianismo en el imaginario colectivo muy cerca de los conceptos
de conservadurismo, dominación e
irracionalidad.
Entre estos “cristianismos” se encuentra el cristianismo marginal, atípico, sin una definición concreta y sin una identidad única. No obstante, lo atraviesa un hilo conductor que funciona como denominador común: distanciamiento de lo institucional como fin en sí mismo, rechazo a las estructuras piramidales y jerárquicas, y el planteamiento de revisar “fundamentos” teológicos que parecieran incuestionables.
El cristianismo
tradicional, para usar un término más propio de lo que queremos explayar,
digamos el cristianismo dentro de los márgenes, ha interpretado a
autores como Nietzsche, como enemigos, como autores que han blasfemado contra
el cristianismo, que de alguna manera han provocado heridas en la sustancia
espiritual del mundo occidental. No se puede desconocer que dichos autores sí
actuaron con violencia en algunos escritos, pero no hicieron más que
desocultar, que mostrar una realidad que tuvo su devenir a fines del siglo XIX;
el encontrarse con que detrás de todas esas verdades sobre las cuales occidente
había construido su cultura, su ser, sobre las cuales había fundado su
esencia, su significatividad del existir, en realidad, estaban huecas, vacías,
perdían vigor. Esa es la clásica metáfora de Nietzsche cuando anuncia la
muerte de Dios en La gaya ciencia y posteriormente en Así habló Zaratustra.
Es esa pérdida de ese principio rector universal, de ese sujeto en el sentido
cartesiano, del latín subjectum, que sostiene todo lo demás: aquel fundamento
último de la realidad que permite a todos los demás entes que se paren sobre
ese fundamento y sentirse seguros, sentir que están con los pies en la tierra,
que están sobre suelo seguro. Este fundamento ontológico que fue por muchos
siglos un Dios entendido como un Summum Ens, el Ente Supremo, como
alguien que regulaba la naturaleza, el cosmos, y que en última instancia nos
aseguraba que a pesar de las contingencias de la naturaleza y de la vida humana
había una certeza última que nos podía sostener.
Las críticas a la razón
occidental nos han servido para ver, no que la fe cristiana sea una falsedad
total o una ilusión -si bien así lo resumen algunos autores. Yo creo que, mejor
dicho, lo más importante de esta crítica, más allá de que los que emprendieron
dicha empresa pensaban que quizás el cristianismo era una fábula, es que nos
han mostrado aquello de fábula que contiene el cristianismo. Si Dios es
(bueno), si Dios existe, si Dios “es”, no necesita que nada le sea agregado ni
quitado. Los agregados a Dios no son más que expresiones de nuestra cultura de
cada época y lo que hacen es distorsionar la comprensión del cristianismo. Las
críticas deconstructivas, siguiendo el término de Derrida, que se le han hecho
al cristianismo, pueden dejar caer moralidades infundadas, creencia y
prejuicios que los hombres hemos construido en derredor a una fe que en su
pureza, si se puede decir así, es indestructible.
Los defensores del
cristianismo no entienden que el cristianismo no necesita ni tampoco tiene
defensores. El cristianismo, entendido como la fe en Jesucristo, no necesita
defensa, es una vivencia para todo aquel que cree y lo que necesita es
revelarse, mostrarse, en su vivencia más pura. Cuando alguien dice defender al
cristianismo lo que en realidad está defendiendo son valores morales,
culturales, que en cada época se construyen, y que si miramos desde una
perspectiva amplia la historia humana, son relativas a la época; se construyen
alrededor del núcleo de la fe pero no son el mismo -aunque aparenten serlo-,
pues el núcleo mismo de la fe, la esencia, si se puede hablar de esencias,
permanece y lo demás, la cultura, las costumbres, cambian y perecen. La esencia
no es fácil captarla, verla, no es fácil de aprehender, porque las
construcciones morales, culturales de los hombres, la opacan, la apabullan, la
distorsionan. Pretenden asociarla con intereses políticos, económicos, con
intereses particulares ajenos a la fe.
Los defensores del cristianismo no entienden que el cristianismo no necesita ni tampoco tiene defensores. El cristianismo, entendido como la fe en Jesucristo, no necesita defensa, es una vivencia para todo aquel que cree y lo que necesita es revelarse, mostrarse, en su vivencia más pura.
En nuestro tiempo la fe
cristiana está siendo utilizada como un sostén de valores morales propios de la
modernidad, como la familia tradicional, la heterosexualidad y otros, la
mayoría relacionados con la vida sexual de las personas. El problema que surge
de esto es que no se termina haciendo de un solo asunto de la existencia humana
un microrrelato de la fe cristiana, como si la fe cristiana consistiera en
defender dos o tres principios.
Creo que la fe
cristiana es mucho más profunda y más que en defender principios tiene que
ver con defender personas. Y esas personas, por lo que nos enseñan las Escrituras,
son los débiles. La justicia cristiana bien entendida, la justicia que se
identifica con la dignidad humana es el tema que más trata la Biblia: más que
la sexualidad, más que el dinero.
Cuando el apóstol Pablo
conoció a los apóstoles Pedro y Santiago lo único que ellos le pidieron fue que
no se olvidase de los pobres. Y relata en la epístola a los gálatas que fue una
cosa que hizo diligentemente; fue el único pedido que le hicieron. Las figuras
de la viuda, del huérfano, del extranjero, son figuras que predominan en
todo el Antiguo Testamento, en todas las observaciones que Dios le hace a Su
pueblo predomina la defensa a la viuda, al huérfano, al extranjero, figuras
propias de esa cultura relacionadas con la carencia, con la debilidad, con el desamparo.
Hoy en día nuestro cristianismo difícilmente se identifica con los
débiles, con los vulnerables, con los excluidos de la sociedad sino que se
identifica con las élites, con partidos políticos, con el poder
económico y en ese sentido surgen contradicciones dentro de estos márgenes en
los que se concibe un cristianismo tradicional. Muchos creyentes huyen de estas
contradicciones, tratan de no pensar en ellas mediante la sobreactividad,
mediante el tomar la fe cristiana como si fuera una especie de misión eterna,
que siempre tiene que ver con actividades, eventos, conferencias, etc. Pero
algunos cristianos llegan a un punto en que las contradicciones son tan fuertes
en su interior y las ven con tanta claridad que no pueden hacer otra cosa que
tomar distancia, alejarse, se les hace insoportable vivir en la doblez.
Y ese alejamiento no es un alejamiento de Cristo, no es un alejamiento de la fe
cristiana, es un alejamiento del núcleo que se dice ser la tradición, que se
dice ser la ortodoxa-verdad. Es un distanciamiento y un retrotraerse al
margen.
El margen, al contrario de lo que muchos
puedan pensar no es un lugar de polución, de impureza, en donde se generan
argumentos para legitimar el libertinaje o para justificar la falta de
compromiso con la fe sino que es un lugar de distanciamiento de las verdades
absolutas fundadas en hombres, es un lugar de distanciamiento de la verdad con
connotaciones de dominación, de distanciamiento de sentirnos omnipotentes. Es
el reconocimiento de la finitud, de nuestros propios límites, corporales,
cognitivos.
Hoy en día nuestro cristianismo difícilmente se identifica con los débiles, con los vulnerables, con los excluidos de la sociedad sino que se identifica con las élites, con partidos políticos, con el poder económico y en ese sentido surgen contradicciones dentro de estos márgenes en los que se concibe un cristianismo tradicional.
El cristianismo
marginal surge cuando un cristiano reconoce su finitud; cuando un cristiano, por
las contradicciones que se dan dentro de la dimensión ortodoxa se da cuenta
de que ya no puede permanecer allí pero que tampoco puede salirse del todo
porque no es el amor a Dios lo que se pone en tela de juicio, no es la
existencia de Dios o de Cristo, sino que lo que se pone en tela de juicio son
los relatos, las construcciones, las interpretaciones humanas que terminan
convirtiéndose en verdades absolutas, que se presentan como verdades absolutas
pero que detrás están carentes de un sentido o de una sustancia que legitime lo
que dicen ser.
No obstante, el
margen no es un lugar fácil por el cual caminar. En el margen el suelo no
es firme, en el margen el suelo es fangoso, a veces se hunden los pies. En el
margen caminamos sobre el barro, no sobre concreto; no hay fundamentos fuertes,
sólidos; hay experimentación, hay barro, hay camino para recorrer. No hay un
mapa, no hay una delimitación, no hay un guía que todo lo sabe sino que solo hay
un camino y nuestros pies para recorrerlo.
Por supuesto que no
todos los cristianos pueden vivir de esta manera, mejor dicho, no todos los
seres humanos pueden vivir de esta manera. Nuestra condición de seres finitos,
arrojados a un mundo lleno de contingencias, a situaciones que se escapan de
nuestro control nos produce angustia y extrañeza. Nacimos en un mundo en donde
ya está todo hecho antes de que nosotros llegásemos, esto nos hace sentir
extraños, nos hace sentir como viviendo en un lugar que no es nuestro lugar.
No obstante, el margen no es un lugar fácil por el cual caminar. En el margen el suelo no es firme, en el margen el suelo es fangoso, a veces se hunden los pies. En el margen caminamos sobre el barro, no sobre concreto; no hay fundamentos fuertes, sólidos; hay experimentación, hay barro, hay camino para recorrer.
Este sentido de extrañamiento solo se
experimenta de manera consciente y plena en el margen. Dentro del núcleo
ortodoxo la vida espiritual se vive como una especie de dimensión
unidimensional en el sentido que lo habla Herbert Marcuse, es decir, de una
totalidad cerrada que no permite oposición, que no permite el espíritu crítico,
que no permite ningún tipo de apertura que pueda hacer tambalear la seguridad de
sentirse en la verdad absoluta.
En el margen la verdad
deja de ser absoluta, en al margen la verdad es aletheia (la palabra
griega para “verdad”), es decir, desocultamiento, desvelamiento. Es mostrar o
ver o lograr ver aquello que no se veía pero que ya estaba ahí. La verdad no es
algo objetivante que permita expresar enunciados o discursos para dominar a
los hombres sino que es una verdad liberadora, una verdad que muestra lo
que hasta entonces no se mostraba, que abre los ojos, que trae luz, que abre la
comprensión del mundo, que posibilita nuevos horizontes de sentido y a pesar de
la inseguridad o de las incertidumbres existenciales que puedan surgir de esto,
en el margen nos encontramos con la infinitud de las posibilidades que es la
otra cara de la finitud humana.
La infinitud de las
posibilidades es algo muy difícil de asumir porque requiere asumir también la
contingencia, la facticidad, aquello que Sartre llamaba el Ser pero en el
sentido de algo petrificado que se nos presenta como un muro de concreto que no
podemos atravesar y que nos limita, que nos restringe. La infinitud de las
posibilidades requiere aceptar la condición humana de finitud. Nuestra
finitud posibilita que las posibilidades sean infinitas, que en cada
momento y en cada decisión estemos dirigiéndonos por un camino del cual
desconocemos su destino. Eso trae la libertad, la comprensión de la realidad
pero también trae angustia de no poder controlar, de no poder dominar
nuestras propias vidas y trae a colación aquella posibilidad más posible pero
de la que más huimos, de la que escapamos todos los días, de la cual tratamos
de refugiarnos en la cotidianeidad como bien decía Heidegger: la muerte.
Continuará con la segunda y última parte.
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Adrian Aranda es escritor y ensayista. Estudiante de grado de Filosofía en la Universidad de La República de Uruguay. Asesor de Ética para la ONG La Barca. Colaborador en la Cátedra de Historia y Filosofía de la Ciencia, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
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