Más que simples números
La naturaleza es matemática. Los científicos
nos dicen que “las
leyes de la ciencia, tal como las conocemos en la actualidad, contienen muchos
números fundamentales, como el tamaño de la carga eléctrica del electrón y la
proporción de las masas del protón y el electrón”. “El universo en el cual existimos se sostiene
sobre leyes matemáticas. Desde los átomos y partículas menores, hasta las
galaxias y cuerpos de estrellas; todos estos elementos cosmológicos se
encuentran definidos por comportamientos matemáticos”. “El hecho notable es que los valores de
estos números parecen haber sido ajustados muy finamente para hacer posible el
desarrollo de la vida”. “Todo
parece indicar que los valores de muchas constantes y características del
universo están ajustadas de forma muy precisa para que la vida haya sido
posible”. Albert
Einstein preguntó alguna vez: “¿Cómo es posible que las matemáticas, producto
del pensamiento humano, independiente de la experiencia, se ajusten
excelentemente a los objetos de la realidad?”[1].
Martin Rees (1942-), astrofísico británico, que
ha estudiado el papel desempeñado por la materia oscura en la formación y
propiedades de las galaxias, es un viejo partidario del principio antrópico.
Hace casi tres décadas escribió un libro sobre el tema juntamente con el físico
John R. Gribbin, donde se estudia las
coincidencias de las relaciones numéricas entre magnitudes físicas que,
si cambiasen harían imposible la vida basada en el carbono[2]. En una obra más reciente
se dedica a analizar seis números que representan las medidas de determinadas magnitudes
y su valor hace que el universo sea como es. Una pequeña variación de
cualquiera de esos valores habría producido un universo diferente en el que no
tendríamos cabida. “Hay pocas leyes físicas fundamentales que establecen las
reglas. Nuestro origen a partir de una simple explosión depende con gran
precisión de los valores de seis números cósmicos. Si estos números no hubieran
estado bien ajustados, el despliegue gradual de nuestras capas de complejidad
se habría abortado”[3].
Según Rees, hay tres posibles respuestas al surgimiento de
esos números: la mera casualidad; la existencia de un Diseñador inteligente y la existencia de un multiverso. Él se inclina
por esta última opción. Volveremos sobre este tema más adelante.
Hasta qué punto los números determinan la formación del
universo, y la aparición de vida inteligente en él, lo resume de un modo
magnífico el profesor de física teórica Antonio
Fernández-Rañada:
“Los núcleos de los átomos de oxígeno, carbono, calcio o hierro que forman nuestros cuerpos, o los que están por toda la tierra mineral o por la biosfera, han sido cocinados en enormes hornos termonucleares que están dentro de las estrellas. Las interacciones fuertes en los núcleos son así las mantenedoras de una ecología estelar y nuclear a la vez, en la que se sustenta la vida.
El rendimiento de esa doble ecología se mide por la fracción de la masa de los neutrones y protones que se transforma en energía al formar un núcleo de helio, según la conocida fórmula de Einstein E = mc 2. Esa fracción vale siete milésimas, 0,007, y sirve como medida de la intensidad de la interacción fuerte. Son siete milésimas que determinan cuánto viven las estrellas. ¿Qué pasaría si ese número fuese un poco distinto, digamos si valiese 0,008 o 0,006? Podría pensarse que las cosas no cambiarían mucho, simplemente que la evolución cósmica iría un poco más deprisa o quizá algo más despacio. Pero no es así: los cambios serían enormes, tanto que no habría podido nacer la vida. Si sólo valiese 0,006, el hidrógeno sería un combustible nuclear algo menos eficaz y las estrellas vivirían menos, pero el hecho crucial es que no se podría formar deuterio, pues la atracción entre el protón y el neutrón que forman su núcleo sería demasiado débil. La generación de núcleos agrupando sucesivamente nucleones se habría abortado antes de poder juntar a dos de ellos, al faltarle ese escalón necesario en el camino hacia los núcleos más pesados: las estrellas serían frías y no habría planetas rocosos como la Tierra. Si, por el contrario, ese número fuese igual a 0,008, las cosas se estropearían por el otro lado. La atracción entre los nucleones sería tan fuerte que no quedaría hidrógeno, todo él convertido en núcleos más pesados. No habría agua y a la química vital le faltarían elementos esenciales. No podría haber vida. Ese estrecho resquicio entre seis y ocho milésimas tiene la anchura conveniente y justa, la que permite singularmente que la atracción entre nucleones sea lo bastante intensa como para que se unan en núcleos, pero también lo bastante débil como para que queden muchos sin unirse a otros (en otro caso no habría hidrógeno), dos condiciones esenciales para la vida”[4].
Crítica filosófica
El recientemente fallecido Jesús Mosterín (1941-2017), uno de los filósofos
españoles con mejor formación matemática y científica, escribió una extensa y
pormenorizada crítica del Principio
antrópico, publicada en la revista Diálogos,
de la Universidad de Puerto Rico[5],
dominada toda ella por una evidente animosidad. Mosterín analiza los postulados
científicos y matemáticos que iban a dar lugar al principio antrópico y su
posterior desarrollo. Muy duro en su juicio, participa del sentimiento de muchos físicos que “sienten vergüenza ajena por la introducción de estos modos tan zafios de razonamiento en la ciencia”[6].
Burlonamente, y con su peculiar sentido del
humor, afirma que el Principio
antrópico ni es un principio ni tiene nada de antrópico, pues no hay nada
específicamente humano o relativo a los humanos en el tipo de razonamiento al
que alude. “También podría haberse llamado el principio conéjico o cucaráchico
o incluso el principio de las piedras. No puede haber conejos o cucarachas o
piedras sin que elementos químicos pesados hayan sido previamente formados en
el interior de estrellas masivas y esparcidos luego en explosiones de
supernovas. Pero hay conejos y cucarachas y piedras”[7].
¿Qué es lo que tanto
molesta a Mosterín y a otros intelectuales como él respecto al principio
antrópico? El innegable sabor teológico de las inferencias que se pueden
extraer del principio antrópico, la existencia de un diseño o propósito en el
Universo. Como bien dice John Maynard Smith, en relación al principio antrópico
fuerte: “La interpretación más simple
es que el Universo fue diseñado por un creador con la intención de que se desarrolle
la vida inteligente”, lo cual, naturalmente, es una “interpretación que se
queda fuera de la ciencia”[8]. Este punto no se discute.
El principio antrópico no postula ninguna teología, simplemente apunta a unas
constantes matemáticas que pueden conducir a varias respuestas. No es
“especulación numérica”, que juega a las “coincidencias”[9], es simple constatación de
un hecho, al que llaman la atención científicos de distintas disciplinas:
“Las relaciones numéricas accidentales entre magnitudes tan distintas como las constantes de estructura fina de la gravedad y del electromagnetismo, o entre la intensidad de las fuerzas nucleares y las condiciones termodinámicas del Universo primitivo, sugieren que muchos de los sistemas conocidos del Universo son resultado de coincidencias extraordinariamente improbables [el subrayado es nuestro]”[10].
A Mosterín le parece
impropio derivar de un argumento matemático o cosmológico razones para
creencias religiosas. Le disgusta particularmente que pensadores cristianos se
hayan sumado al principio antrópico para llevarlo a su terreno, incluso cuando
lo expresen con todo respeto y lógica, como hace William Lane Craig:
“Parece que estamos confrontados con dos alternativas: postular o bien un Diseñador cósmico o bien un número infinito y exhaustivamente aleatorio de otros mundos. Encarados con esas opciones, ¿no es el teísmo una elección tan racional como la multiplicidad de mundos?”[11]
Es natural que los
pensadores cristianos, algunos de ellos cosmólogos de formación y prestigio,
saluden el principio antrópico como un jarro de agua fresca en medio de la
aridez reductiva a la que ciencia había conducido el análisis de las cuestiones
antropológicas. Y ahora, cuando la ciencia recupera un lugar privilegiado para
el ser humano, no tiene nada de extraño que lo reciban como un toque de cordura
y una posibilidad de integridad científica a la vez que humana.
Para Mosterín, que el
físico Frank Tipler, co-autor con Barrow del libro clásico sobre el principio
antrópico[12],
crea, y trate de justificar científicamente la doctrina de resurrección del
cuerpo, es una prueba de la pérdida de sentido en que se puede caer cuando se
acepta el principio antrópico. Tipler mantiene que la vida se reduce al
procesamiento de la información y que el alma es un programa del cerebro. El
futuro supercomputador divino ejecutará el programa correspondiente a cada ser
humano que haya vivido en el pasado, con lo cual este resucitará y volverá a
tener las impresiones y memorias que tuvo antes de morir[13].
La teología no pretende
demostrar científicamente su fe —entiende perfectamente que una cosa es la
física y otra la metafísica—, pero tampoco quiere dar la impresión de que sus
postulados son irracionales o contra la razón. Como creyente está habituado a
preguntarse por cuestiones últimas, que caen fuera de la pura ciencia, pero no
de la necesidad humana de cuestionarse sobre lo que le rodea y deducir
conclusiones de los datos que pueda aportar la ciencia sobre el origen de la
vida, de la inteligencia y del lugar del hombre en el cosmos. Hasta Fred Hoyle, que nunca manifestó ninguna
simpatía por las creencias religiosas, sino todo lo contrario[14],
cuando a principios de la década de 1980 descubrió que era necesario un ajuste
increíblemente fino de los estados de energías de base del núcleo para el
helio, el berilio, el carbono y el oxígeno para que exista cualquier tipo de
vida, concluyó que “un súper-intelecto ha estado ‘jugando’ con la física,
además de la química y la biología”[15].
No creemos que rompa ninguna ley científica ni suponga
ninguna defensa del oscurantismo, inferir, como hace el astrónomo y creyente
Hugh Ross cuando resume su análisis del análisis fino del universo y del
principio antrópico, diciendo:
“A lo largo del tiempo y a medida que destrabamos más de los secretos del vasto cosmos, los hombres y mujeres estarán más sobrecogidos por cuán exquisitamente está diseñado el universo. Pero ¿a qué estará dirigido ese sobrecogimiento: a la cosa creada o al Creador? Esa es la elección de cada persona”[16].
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Jesús Mosterín |
¿Por qué principio antrópico
y no principio cucaráchico como
ironiza Jesús Mosterín? Mosterín sabe perfectamente que el principio antrópico
se divide en dos versiones: una débil
y otra fuerte.
El primero, aceptado por todos los cosmólogos, dice que las cosas en la Tierra son como son, porque en el universo fueron como fueron. Y si no hubieran sido como fueron, nosotros no existiríamos. “Aquello que es factible observar está delimitado por las condiciones necesarias para nuestra presencia como observadores” (B. Carter). Tal como lo enuncian Barrow y Tipler:
“Los valores observados de todas las magnitudes físicas y cosmológicas no son igualmente probables. Por el contrario, tales magnitudes asumen valores específicos para satisfacer el requisito de que existan lugares donde se pueda desarrollar la vida basada en el carbono y el requisito de que el universo sea lo suficientemente viejo como para que esto ya haya sucedido”. Para ellos, este es “uno de los más importantes y bien fundados principios de la ciencia”[17].
La
versión fuerte, según Carter, dice
que “el Universo ha de ser tal manera que admita en su seno la creación de
observadores en alguna de sus fases”. Representa un cambio radical respecto al
concepto clásico de explicación científica. Afirma que el universo está pensado
para ser habitado y que tanto las leyes de la física como las condiciones
iniciales están dispuestas de tal forma que quede asegurada la aparición de
organismos vivos, lo cual se parece mucho a la explicación teológica que dice
que Dios hizo el mundo para que fuera habitado por la humanidad.
Esta
versión fuerte parte de la base de la filosofía positivista que dice que “ser
es ser observado”. “No
existe el fenómeno si no hay un observador”, decía uno de los padres de la
física cuántica, el danés N. Böhr, en reacción a las ciencias físicas de su
época que habían pasado por alto al “observador”. Para observar consciente y
reflexivamente hace falta una inteligencia contemplativa de la que creemos que
carecen las cucarachas, o las gardenias, o los petirrojos. Según Carter, “la
existencia de un organismo describible como observador solo es posible en
ciertas combinaciones muy determinadas de los parámetros”. Carter dejó claro
que el principio antrópico no estaba especialmente relacionado con el anthropos, sino con el observador.
Extendiendo los principios
de la mecánica cuántica a nivel cosmológico, John A. Wheeler formuló una
versión del principio antrópico llamada “participatoria” según la cual el
universo mismo no existe independientemente del observador. "Más allá de las partículas, de
los campos de fuerza, de la geometría, del espacio y del tiempo, está el último
elemento constitutivo de todo ello, el acto todavía más sutil del observador
que participa”[18]. No es este el lugar para entrar
en la polémica de enunciados como “sin observador no existen leyes físicas”, o
que el observador es también un “participante” que en su exploración del
universo da existencia a lo que observa[19]. Se han escrito miles de
páginas al respecto, con un alto nivel científico que supera con mucho nuestra
capacidad de comprensión[20], baste saber por qué
Carter, Barrow y Tipler hablan del principio antrópico, y no de cualquier otro.
De la tautología al multiverso
La objeción principal contra el principio
antrópico es su naturaleza tautológica. Es como decir: “solo existe lo que
puede existir”. Sin embargo, la aparente trivialidad del principio antrópico no
implica necesariamente que sea inválido, aunque tautológico. Giuseppe
Tanzella-Nitti ha escrito que las expresiones lógicas o matemáticas son también
tautológicas en el momento en que aceptan un conjunto de axiomas y principios
indemostrables, aunque dejan de ser tautológicos cuando en el avance del
conocimiento se descubren relaciones, constantes, reglas, según las cuales
deben relacionarse los elementos de ese conjunto de axiomas o principios
indemostrables[21].
Ahora viene el problema
fuerte. Algo está pasando sin duda en nuestra comprensión del Universo. Como
dice Paul Davies, “parece haber un principio oculto que organiza el Cosmos de
una manera coherente”[22]. ¿Cómo, si no, podemos
explicar que la energía de expansión del Universo no solo se ajusta a su poder
gravitatorio para asegurar la supervivencia al menos 1060 veces
mayor que su ciclo de tiempo natural, sino que se ajusta por igual en todas
partes, incluso en regiones del espacio desconectadas causalmente?
Durante siglos, el
pensamiento occidental ha venido afirmando que no hay nada excepcional en el
hombre ni el planeta que habita. Ahora bien, el hecho que estemos viviendo
sobre una superficie sólida, cuando la mayor parte del material del Universo
está en forma de tenues nubes gaseosas o de bolas de plasma caliente, y el
hecho de que estemos situados cerca de una estrella estable, cuando muchas
estrellas tienen un comportamiento errático o están agrupadas en sistemas
múltiples que no son aptos para tener planetas estables, no es ninguna nimiedad
ni coincidencia.
La vida, según cualquier
definición, supone un alto grado de complejidad y de orden que tiene ciertos
prerrequisitos. Los detalles de la estructura nuclear son inmensamente
complicados, pero en último término la situación de las resonancias nucleares
depende de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, en especial de la fuerza
nuclear fuerte y de la fuerza electromagnética. Si las magnitudes de estas
fuerzas no estuvieran elegidas cuidadosamente, la disposición fortuita de las
resonancias en el carbono (C12) y el oxígeno (O16) no se
habría producido la vida, al menos su variedad terrestre, habría sido
infinitamente menos probable[23].
El principio antrópico no
solo ha vuelto a poner al ser humano como el centro del Universo, un Universo,
por cierto, extremadamente improbable, cuya explicación introduce en el mundo
de la reflexión científica palabras tales como “coincidencia”,
“extraordinario”, “milagroso” y hasta el mismo vocablo “creación”. ¿Nos remite
esto a la creencia bíblica de que una inteligencia superior (Dios) creó el
Universo, y particularmente la tierra, como una morada ideal de la raza humana?
Esta es una frontera que la ciencia no puede cruzar. ¿Cuál, entonces, sería la
respuesta más adecuada? No parece que la haya, al menos todavía.
Para un buen número de
científicos, comenzando por Brandon Carter, padre del principio antrópico, piensan
en la existencia de un conjunto innumerables universos, cada uno de los cuales
pueden tener distintas combinaciones de leyes y valores de las constantes
fundamentales y de las condiciones iniciales, de manera que en uno o unos pocos
de ellos la combinación “improbable” de estos números sea posible, suponiendo
infinitas combinaciones, y nuestro Universo es una de esas pocas combinaciones
posibles, por improbable que sea, sin necesidad de inteligencia creadora alguna.
Sin embargo, a día de hoy, la explicación del multiverso
no es más que una especulación teórica sin ningún soporte observacional
evidente. Paul Davies se pregunta:
“¿Somos realmente capaces de creer que hay un número ilimitado de universos creados, pero nunca observados, que no sirven otro propósito que asegurar que en alguno de ellos tendrá lugar el accidente cognoscitivo? Invocar un número infinito de universos inútiles para explicar las coincidencias parece que es llevar las cosas demasiado lejos”[24].
¿A qué conclusión, pues, podemos llegar?
Para el mismo Davies, las alternativas de un
Universo creado deliberadamente para ser habitado, o un Universo cuya
estructura es tan especial que es un puro milagro, también están sujetas al
desafío filosófico. Davies considera más prudente esperar que futuros avances
nos proporcionen una explicación de las coincidencias numéricas que se base en
la física y no en la biología, antes de dar una respuesta definitiva. Con todo,
Davies hace esta notable reflexión, con la que concluye su obra:
“No dejará de ser extraordinario que la física básica haya sido organizada de manera tan propicia para la vida. Tanto si las leyes de la naturaleza determinan las coincidencias como si no, el hecho de que estas relaciones sean necesarias para nuestra existencia es indiscutiblemente uno de los descubrimientos más fascinantes de la ciencia moderna”[25].
El teólogo entiende la precaución y previsión
del científico, pero dado que hay algo y no nada, y que este algo es un
monumental hecho extraordinario, asombrosa y milagrosamente complejo tanto en
lo infinitamente pequeño como en lo infinitamente grande, no puede menos que,
en un acto de suma racionalidad y honestidad, postular un poder que fundamenta
la posibilidad de lo real. “Los
procesos naturales solos no pueden explicar el nivel excepcionalmente alto de
diseño y de contenido de información en los organismos vivos o en la estructura
del universo que hacen que la vida sea posible”[26].
Invocar el puro azar, absolutamente libre y casual como la
raíz del estupendo pero improbable edificio del Universo y de la vida en él,
ignora o pasando por alto, que el azar no
representa fuerza física alguna, ni es medible en un experimento ni puede
introducirse en una ecuación. El azar no es realmente una explicación, ha aclarado
Manuel Carreira en diversos contextos, sino una admisión de que no hay
conexión lógica entre sucesos independientes que consideramos en una
relación imprevista. Como afirma Freeman Dyson (1923-),
uno de los grandes físicos teóricos vivos que contribuyó decisivamente al
desarrollo de la electrodinámica cuántica:
“Es cierto que surgimos en el universo por azar, pero la idea de azar en sí misma es solo una tapadera para nuestra ignorancia. Cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su arquitectura, más evidencia encuentro de que el universo en algún sentido tiene que haber sabido que nosotros estábamos llegando”[27].
Desde un punto de vista filosófico la afirmación
de que el azar es la única explicación última del universo, “cae en la paradoja
de afirmar una contingencia ilimitada, la del universo, y, sin embargo, hacer
de ella una afirmación absoluta. Se hace del azar el principio último de
explicación de la totalidad e, inconsecuentemente, se acusa a los teístas de
que todo lo refieren a Dios como principio último. El azar dejaría de ser una
afirmación sobre la contingencia y se convertiría en el fundamento o principio
que siempre han buscado los sistemas metafísicos anti teístas”[28].
Llegados a este punto, no
podemos poner a Dios como hipótesis tapagujeros de las lagunas de nuestro
conocimiento actual, y menos ese Dios prestidigitador que con un chasquido de
dedos o con una palabra mágica hace que las cosas aparezcan de repente, pero
cuando consideramos la singularidad de la creación del universo, con un
conjunto de leyes que parecen “haber sido dictadas originalmente por Dios”[29];
la excepcional aparición de la vida en nuestro planeta y del hombre en él[30],
nos hace reflexionar filosóficamente hasta el punto de postular la existencia
de un agente que ya desde el primer
momento ha ajustado el universo con la finalidad de que su evolución lleve a
condiciones compatibles con la vida y su desarrollo hasta el máximo nivel de la
vida inteligente. El universo parece hecho a la medida del hombre, quizá porque
realmente ha sido propiamente hecho para el hombre. Es un pensamiento
que parece rayar la soberbia egocéntrica del ser humano, pero a la vez es un
dato innegable que arroja la ciencia moderna, no para endiosar al hombre sino
para mostrar la trascendental importancia de su existencia, la cual le ha sido
dada por un poder sumamente inteligente, en el que todo lo que existe se halla
incardinado como en una fuerza básica e impelente.
La
especificidad antrópica de nuestro mundo no supone un argumento lógicamente
coercitivo a favor de la creencia en Dios, razona comedidamente John
Polkinghorne. Es decir, Dios no se nos impone con una evidencia científica
tal que “que nadie más que un idiota pudiera rechazar”, pero supone una “reveladora
contribución a un caso acumulativo para el teísmo, tomada como la mejor explicación
posible de la naturaleza del mundo en el que vivimos”[31].
La ciencia no prueba la existencia de Dios creador, coincide en decir por su parte Manuel Carreira, pero sienta las bases para un raciocinio metafísico que lleva lógicamente a Él. “Y no es éste un concepto abstracto de una «totalidad cósmica» o una «naturaleza» personificada en forma mitológica, ni tampoco un Dios que crea como un ejercicio banal de su potencia y no se preocupa del hombre, sino un Dios personal, inteligente y libre, cuyo crear es, en última instancia, un acto de benevolencia y amor, que no impone la actividad creativa, pero es razón suficiente de ella: el bien tiende a comunicarse a otros”[32].
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Notas:
[1] Los pitagóricos, tras descubrir que el misterioso número áureo o phi (1,618) se repetía constantemente en las proporciones de los seres vivos, veían en los números la huella mágica de los dioses creadores. Cf. John A. Adam, Mathematics in Nature: Modeling Patterns in the Natural World. Princeton University Press, 2006; Juan Arana, “¿Es la naturaleza un libro escrito en caracteres matemáticos?”, Anuario filosófico, 66 (2000), pp. 43-66.
[2] John R. Gribbin y Martin Rees, Coincidencias cósmicas: materia oculta, especie humana y cosmología antrópica. Ediciones Pirámide, Madrid 1991.
[3] Martin Rees, Apenas seis números. Las fuerzas profundas que ordenan el Universo. Debate, Madrid 2002.
[4] Antonio Fernández-Rañada, “Los números cósmicos y el principio antrópico”, https://www.revistadelibros.com/articulos/los-numeros-cosmicos-y-el-principio-antropico
[5] Jesús Mosterín, “Examen del principio antrópico en cosmología”, Diálogos, 79 (2002), pp. 203-236. Posteriormente es incluido como capítulo 13 de su libro Ciencia, filosofía y racionalidad. Gedisa, Barcelona 2014.
[6] Jesús Mosterín, “Examen del principio antrópico en cosmología”, p. 208. Claro, que a juicio del también filósofo y físico, Francisco José Soler, “su artículo sobre el principio antrópico, «Anthropic explanations in cosmology» es el peor conglomerado de prejuicios sobre el tema que he tenido ocasión de leer”.
[7] Jesús Mosterín, “Examen del principio antrópico en cosmología”, p. 215.
[8] John Maynard Smith, “On the likelihood of habitable worlds”, Nature, 384 (1996), p 107.
[9] Jesús Mosterín, “Examen del principio antrópico en cosmología”, p. 207.
[10] Paul Davies, El universo accidental, p. 105. Barcelona 1985. Para Davies, ante estas coincidencias se hace difícil resistirse a la idea de nos encontramos con algún principio básico del Universo.
[11] William L. Craig, “Barrow and Tipler on the anthropic principle vs. divine design”, British Journal for the Philosophy of Science, 38 (1988), pp. 389-395.
[12] John D. Barrow y Frank J. Tipler, The anthropic cosmological principle. Oxford University Press, New York 1986.
[13] Frank J. Tipler, La física de la inmortalidad. Cosmología contemporánea. Dios y la resurrección de los muertos. Alianza, Madrid 1996.
[14] Fred Hoyle, The Nature of the Universe. Oxford 1952, p. 111.
[15] Fred Hoyle, “The Universe: Past and Present Reflection”, Annual Reviews of Astronomy and Astrophysics, 20 (1982), p. 16. Hoyle creía que la evolución no pudo producir las 200 000 cadenas de aminoácidos ordenadas con precisión de las que depende la vida. Esta debió tener un origen extraterrestre. Hoyle trabajó con la hipótesis de la panspermia, defendiendo que las primeras formas de vida llegaron a la Tierra desde el espacio y que, gracias a los cometas, la vida puede extenderse por el universo.
[16] Hugh Ross, El Creador y el cosmos. Editorial Mundo Hispano, El Paso 1999, p. 170.
[17] John D. Barrow y Frank J. Tipler, The anthropic cosmological principle, p. 16.
[18] John A. Wheeler y Wojciech Hubert Zurek, Quantum Theory and Measurement. Princeton University Press 2014.
[19] John A. Wheeler, en R.E. Buts y J. Hintikka, eds., Fundamental problems in the special science. Reidel, Dordrecht 1974, p. 3.
[20] “Desde un punto de vista estrictamente físico parece misterioso que la existencia de seres conscientes sea la causa de las famosas coincidencias. Es evidente que toda conexión causal directa es imposible. Es posible que el hombre sea producto de condiciones físicas muy especiales, pero difícilmente podemos atribuirle el establecimiento de sus propias necesidades ambientales”, Paul Davies, El universo accidental, p. 164.
[21] Giuseppe Tanzella-Nitti, “Antropico, principio”, en G. Tanzella-Nitti, y A. Strumia, eds., Dizionario Interdisciplinare di Scienza e Fede. Urbaniana University Press, Roma 2002, p. 110.
[22] Paul Davies, El universo accidental, p. 149.
[23] Paul Davies, El universo accidental, pp. 157-160.
[24] Paul Davies, El universo accidental, p. 172.
[25] Paul Davies, El universo accidental, p. 175.
[26] Hugh Ross, El creador y el cosmos. Editorial Mundo Hispano, El Paso 1999, p. 166.
[27] Freeman J. Dyson, Disturbing the Universe. Harper & Row, New York 1979, p. 250.
[28] Juan A. Estrada, “El hombre, el universo y la pregunta por Dios”, Pensamiento, vol. 65 (2009), p. 617.
[29] Stephen W. Hawking, Historia del tiempo, p. 164.
[30] Según cálculos realizados por Fred Hoyle, la probabilidad de obtener las enzimas para la forma de vida más sencilla sin la panspermia es de 1040,000, lo que hace palidecer al número de átomos del universo conocido, 1080, y por lo tanto, en su opinión, pone seriamente en duda la teoría de la abiogénesis. La comparación que usaba Hoyle era que la vida por sí sola eran tan improbable como que un tornado soplando en un desguace ensamblara un Boeing 747 listo para volar. La probabilidad matemática de que eso ocurra es prácticamente cero. Aunque Hoyle se declaraba ateo, pasó a defender una teoría de tipo diseño inteligente según la cual la vida ha debido ser creada por alguna inteligencia superior de carácter extraterrestre.
[31] John Polkinghorne, El principio antrópico y el debate entre ciencia y religión. Documento Farady nº 4. https://www.fliedner.es/media/modules/editor/cienciayfe/docs/faraday/documento_faraday_4_de_polkinghorne.pdf
[32] Manuel Carreira, "El principio antrópico", Renglones, 53 (2003), p. 83.
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