El movimiento pentecostal evangélico y el carismático católico en el siglo XX en la iglesia, así como las terapias cognitivas conductuales y la programación neurolingüística en psicología, e incluso la filosofía analítica de pensadores como Ludwig Wittgenstein y la llamada Ontología del lenguaje de Rafael Echeverria, vienen de un modo u otro llamando nuestra atención al potencial que las palabras pueden llegar a tener en el propósito de transformar o modificar nuestra conducta y circunstancias, de manera favorable o desfavorable indistintamente. En la iglesia el principal argumento para sostener este potencial ha sido la afirmación de que la imagen y semejanza divinas plasmadas en el hombre le confieren a las palabras del ser humano un poder similar al que posee la palabra de Dios. Pero ante un planteamiento tan ambicioso como éste, debemos preguntarnos con seriedad si no estamos asignando a las palabras un poder excesivo que en realidad no tienen, traspasando los linderos de la fe s
Un lugar abierto a la reflexión