Cuando preguntamos a cualquier miembro de una iglesia evangélica de las que encontramos a lo largo y a lo ancho de nuestra geografía nacional, sea hombre o mujer, que pase de los cuarenta y tenga en su haber cierta experiencia de vida congregacional, qué significa para él (o para ella) el nombre de Babilonia, salvo que se trate de una persona especialmente versada o particularmente interesada en la historia antigua, y posea por ello unos conocimientos exhaustivos sobre la Mesopotamia de los milenios anteriores a nuestra era, el Imperio de Hammurabi o el posterior Imperio caldeo, nos responderá probablemente dos cosas: o bien dirá que es un término que significa “confusión”, por el conocido relato de la torre de Babel y su conclusión en Gn 11,9; o bien se referirá a la enigmática figura femenina de Apocalipsis 17 y nos presentará una interpretación más o menos futurista, según la cual este nombre respondería a una organización religiosa apóstata y manipulada por el diablo, quizás en
Un lugar abierto a la reflexión